María de las Nieves Agesta
CER-UNS/CONICET
RESUMEN
Durante el último cuarto del siglo XIX, la provincia de Buenos Aires implementó las primeras medidas gubernamentales orientadas a estimular y organizar la actividad de las bibliotecas populares en su territorio. Basadas en el modelo sarmientino de 1870, las autoridades bonaerenses instauraron un sistema centrado en la formación de comisiones protectoras y en la distribución de libros y subvenciones, que se evidenció especialmente vulnerable a las crisis económicas y políticas del período. Estos problemas estructurales y coyunturales impidieron la formulación de una política estatal bibliotecaria continua y regular, y expusieron a las instituciones particulares a las fluctuaciones de las finanzas públicas y a las variaciones ideológico-partidarias de las sucesivas administraciones. En este contexto, y recuperando investigaciones previas, se propone un recorrido que, centrándose en los momentos posteriores a la federalización de Buenos Aires, recobra las tensiones, los debates y los consensos que definieron la acción bibliotecaria de un Estado provincial en proceso de configuración.
Palabras clave: Bibliotecas Populares, Políticas públicas, Institucionalización, Centralización administrativa, provincia de Buenos Aires.
En 1898, el estanciero, docente y periodista franco-argentino Carlos Lemée afirmó que “la labor administrativa de La Plata se parece a la tela de Penélope”, al menos en materia educativa, donde las instituciones “son focos de luz intermitente” que “se abren y se clausuran para volverse á abrir y á clausurar” (Lemée, 1898, p. 47). En efecto, la acción del Estado bonaerense en la creación y protección de bibliotecas se había caracterizado hasta entonces por la discontinuidad y la asistematicidad, debido, por un lado, a las vicisitudes político-económicas que habían afectado a la provincia y, por el otro, a las particularidades del sistema bibliotecario argentino instauradas en 1870 a partir de la promulgación de la Ley nº 419.
En el primer caso, las crisis internacionales de 1873 y 1890 –a la que en 1913 se sumaría la desencadenada por los conflictos balcánicos y, luego, por la Primera Guerra Mundial– habían impactado negativamente sobre la economía nacional, imponiendo un recorte considerable de los recursos disponibles para la inversión pública, a la vez que habían instalado los debates en torno a los alcances y los límites de la intervención estatal (Agesta, 2020; 2021a; 2021b; 2022). Asimismo, la reestructuración del territorio impuesta por la federalización de Buenos Aires, su histórica capital, las tensiones interjurisdiccionales y la conflictividad política del período confabulaban contra la estabilidad burocrática de un Estado que se hallaba en vías de configuración. En ese contexto, aunque consideradas uno de los pilares sobre los que se sostenía el proyecto civilizador moderno, las bibliotecas fueron objeto de medidas esporádicas que difícilmente puedan considerarse políticas bibliotecarias en sentido estricto. Se trató, más bien, de disposiciones gubernamentales que fueron introduciendo la “cuestión bibliotecaria” en la agenda pública, al tiempo que consolidaban mecanismos de gestión y formas institucionalizadas de actuación.
Dichos instrumentos no constituían, sin embargo, una creación ad hoc, sino que dimanaban de la propia concepción de Domingo F. Sarmiento materializada en la experiencia de los años setenta. Este modelo, pergeñado por el sanjuanino a partir de la observación del ejemplo norteamericano, otorgaba un lugar preponderante a la sociedad civil en la fundación, administración y sostenimiento de las bibliotecas destinadas al uso popular, mientras que reservaba al Estado una función complementaria de estímulo y contralor de estas entidades (Planas, 2017). Se había instaurado, de esta manera, un modo de financiamiento mixto según el cual las asociaciones de particulares que así lo desearan y que cumplieran con los requisitos formales exigidos podrían solicitar el auxilio oficial que se ejercería por intermedio de una Comisión Protectora de Bibliotecas integrada por cinco miembros. A cargo de ella había quedado la inspección de las instituciones y la inversión en libros de los subsidios que el Poder Ejecutivo les asignara y que debían ser determinados en cada caso de acuerdo con la suma que las bibliotecas mismas remitieran al organismo central. Vigente hasta 1876 y luego restaurada en 1908 (Agesta, 2022b), esta normativa impulsó la proliferación de entidades cuya escasez crónica de fondos societarios sometió sus posibilidades de supervivencia a los inestables aportes gubernamentales.
Más allá de los avatares de la legislación y la repartición nacionales, lo cierto es que esta reglamentación temprana tuvo un impacto categórico sobre las características que adquirió el sistema bibliotecario argentino en las décadas siguientes y sobre la implantación de ciertas modalidades de intervención estatal basadas en el régimen de subvenciones y en la organización de comisiones. En efecto, a poco de sancionada la ley federal varias provincias promulgaron normativas análogas en fundamentos y formas: Catamarca, Entre Ríos, Santa Fe, Mendoza, Corrientes y Buenos Aires establecieron sus propias medidas de fomento entre 1871 y 1874, impulsadas, en parte, por la voluntad de secundar la iniciativa nacional y, en parte, por la preocupación de preservar sus facultades frente a las tendencias centralistas (Lucero, 1910). En todas ellas se asignaba a cada asociación bajo su tutela un monto ajustado a los ingresos societarios declarados o una partida obtenida mediante gravámenes fiscales especiales con el fin de contribuir a su sostenimiento. En la provincia de Buenos Aires el decreto de 15 de abril de 1874 concedía una suma de $6000 m/c anuales para cada biblioteca, siempre y cuando esta cumpliera con las condiciones fijadas por la Ley nº 419 y hubiera reunido una cantidad equivalente de dinero a la que recibiría en concepto de subvención. Las responsabilidades de control, inspección y distribución de publicaciones quedaban a cargo del Departamento General de Escuelas, que se convertía, de este modo, en la instancia mediadora entre las entidades y el Ejecutivo. Al año siguiente, la Ley de Educación Común Provincial nº 988 dedicó un capítulo específico a las bibliotecas populares según el cual estas percibirían de la renta permanente de educación el 25% de las cantidades que destinaran a la compra de libros, a condición de que cumplieran con algunas prescripciones generales (Agesta, 2020).
Este primer ensayo normativo, aunque trunco, tuvo consecuencias mediatas e inmediatas. A corto plazo estimuló la proliferación de instituciones en el vasto territorio bonaerense ya que, como señala Amador Lucero (1910, p. 25), hasta las poblaciones más remotas querían tener sus bibliotecas. Ciertamente, hacia 1876 las estadísticas oficiales registraron 42 de estos centros de lectura en la provincia, número que descendió notablemente ante la derogación de la legislación específica y la falta de aplicación de lo dispuesto por la ley de educación. Más allá de esta caída coyuntural, en término cuantitativos, la experiencia de los años 70 tuvo efectos más duraderos a mediano y largo plazo, dado que instauró la cuestión bibliotecaria en la agenda gubernamental de la provincia e instauró los principales lineamientos que seguiría la acción estatal en esta área, así como las tensiones que la atravesarían.
Como ya adelantamos, la dependencia del mecanismo de subvenciones fue, sin dudas, la más evidente. Funcional a un Estado en vías de configuración, con recursos limitados y vulnerable a las oscilaciones económicas, este sistema introducía un factor de incertidumbre, imprevisibilidad e inestabilidad en la vida de las asociaciones, sujetas a los escasos aportes de sus miembros o abonados (Agesta, 2021a). Esto supuso para muchas de ellas etapas de penuria financiera o, incluso, el cese definitivo de sus actividades. No obstante su precariedad, el régimen de subsidios continuó siendo percibido por los diferentes actores como el más adecuado al estímulo bibliotecario, en tanto permitía a las beneficiarias participar de los recursos estatales –simbólicos y pecuniarios– manteniendo su apreciada autonomía institucional. De esta manera se explica que las sucesivas reformas legislativas durante el período considerado no socavaron las bases de este método de financiamiento mixto, sino que tan solo ajustaron sus términos. En segundo lugar, la normativa original articuló, de hecho, la labor de las bibliotecas con el proyecto educativo al incluirlas en la esfera de competencia de las autoridades escolares de la provincia. Aunque basado en los valores sarmientinos, este tándem entre biblioteca y escuela condujo a múltiples conflictos administrativos y fue puesto en entredicho en varias ocasiones a medida que se advertía la especificidad de los saberes y de las prácticas de ambos dominios. Así, de las tres comisiones que entre 1880 y 1915 tuvieron a su cargo la gestión de las bibliotecas provinciales, dos de ellas –las que abordaremos aquí– estuvieron bajo la órbita de la Biblioteca Pública de la Provincia (BPP) y, por su intermedio, del Ministerio de Obras Públicas de esta jurisdicción, mientras la tercera se constituyó como una repartición que, a pesar de depender directamente del Ministerio de Gobierno, debía recurrir a la intermediación de la Dirección General de Escuelas (DGE) (Agesta, 2021b). Si bien el rol de los promotores individuales fue esencial en la inscripción burocrática de los organismos, lo cierto es que la organización de las reparticiones se hallaba estrechamente vinculada a la concepción misma de la tarea bibliotecaria y de su irreductibilidad o su subordinación al ámbito de lo pedagógico.
Una para todas y todas para una
La fundación de La Plata en 1882 como consecuencia de la restructuración del territorio provincial luego de la federalización de Buenos Aires, su vieja capital, dos años antes, requirió asimismo de una reorganización de las instituciones educativas y culturales de la provincia, ahora desprovista de su principal núcleo urbano. En efecto, la transformación supuso el traslado –no sin conflicto– de entidades como la Biblioteca Pública de Buenos Aires o la Escuela de Música y Declamación (Agesta, 2022) a las autoridades nacionales y enfrentó al flamante gobierno bonaerense al desafío de crear una nueva sede acorde a las necesidades materiales y simbólicas de la provincia más rica del país. El original proyecto urbanístico, el ambicioso programa de edificación pública y la inauguración del Observatorio, de un Museo y de una Biblioteca también públicos y, más tarde, de la Universidad, se convirtieron en los “pilares de la ciencia positiva” sobre los que se asentaría la representación de esta ciudad moderna (Vallejos, 2005). Con ellos se pretendía “contrarrestar la fuerza absorbente de la capital federal” (“Certamen histórico-literario”, 1903, p. 69) y “continuar la obra de cultura y de progreso que […] tiene olvidada la populosa y opulenta capital de la República” (“Certamen histórico-literario”, 1903, p. 1).
Como señala Osvaldo Graciano (2013, p. 163), encabezada por la naciente metrópolis, la provincia experimentó una mutación económico-social acelerada que fue consolidando el entramado urbano-rural esencial para la extensión de la alfabetización y la cultura letrada. Durante los años 80, la acción de las nuevas autoridades en materia educativa se centró, precisamente, en la expansión de la instrucción primaria sobre la base normativa que ofrecía la Ley nº 988 y sobre el plan de Domingo F. Sarmiento quien, a la sazón, había ocupado el cargo de Director de Escuelas bonaerense entre 1875 y 1881. En ese contexto, el sostenimiento y el fomento de las bibliotecas populares pasó a un segundo plano, desplazado por las urgencias de unas arcas agotadas por el gasto público y por los conflictos políticos. En la tercera sesión del Congreso Pedagógico de 1882, Paul Groussac advirtió este estado de postergación en que habían caído estas entidades luego de 1876, y en el proyecto de difusión de la educación común en la campaña presentado en la séptima jornada por el delegado bonaerense Enrique M. de Santa Olalla se incluyó un punto dedicado a la necesidad de propagar las bibliotecas populares como complemento necesario para afianzar la enseñanza de la lectura mediante la difusión del libro (“Congreso Pedagógico”, 04/1882, pp. 351 y 390). Estos debates se reprodujeron en los órganos periodísticos oficiales, como la Revista de Educación del Consejo General de Educación de la provincia, donde, inclusive, se reprodujeron los fundamentos que Santa Olalla había esgrimido para respaldar su propuesta (“Bibliotecas limitadas para la campaña”, 05/1882, pp. 540-541).
Más allá de estas intervenciones coyunturales, lo cierto es que hasta 1887 las medidas del Estado provincial en favor de estas instituciones se circunscribieron al otorgamiento de subsidios puntuales o a la entrega de material de lectura a algunas bibliotecas que lo solicitaban, como la de San Fernando o San Nicolás de los Arroyos. Sería con la escisión de la dirección de la Biblioteca Pública de la del Museo General ese mismo año que se reinstalaría el problema en la agenda pública. Augusto Belin Sarmiento, a la cabeza del primero de estos establecimientos, redactó en el mes de septiembre un memorándum dirigido al Ministro de Obras Públicas titulado “Bibliotecas Populares de la Provincia de Buenos Aires” (Belin Sarmiento, 1887), donde afirmaba la perentoriedad de que la gobernación asumiera en sus manos la tarea de promover las bibliotecas populares como complemento inalienable del progreso de la instrucción pública. Según su opinión, la ley de educación.
en lo que toca á subvención á las bibliotecas ha sido completamente ineficaz, porque no sólo está basada en la subvención nacional, cuya ley ha sido derogada hace diez años, sino también porque nada se hace con entregar dinero que puede ser malgastado ó empleado inútilmente (Belin Sarmiento, 1887, pp. 11-12).
Para contrarrestar estos hechos, proponía propender a la provisión de edificios adecuados a las entidades y destinar no más de $1000 mensuales del presupuesto a la compra de novedades bibliográficas que luego serían distribuidas entre ellas por intermedio de una comisión protectora. Ahora bien, de acuerdo con su proposición, dicho organismo debía estar compuesto, entre otros, por el director de la Biblioteca Pública “que por su empleo tiene la obligación permanente de ocuparse de estas cuestiones” (Belin Sarmiento, 1887, p. 12).
Cuando menos de un mes más tarde, el 19 de octubre, un decreto del Ejecutivo resolvió la creación de una Comisión Protectora de Bibliotecas Populares para la provincia no hizo sino materializar el programa de Belin e inaugurar, así, un período de hegemonía de la biblioteca capitalina sobre la administración del mundo bibliotecario bonaerense que culminaría recién en 1905, momento en que esta institución pasó a pertenecer a la novel Universidad Nacional de La Plata. Bajo la dependencia directa del Ministerio de Obras Públicas, la Comisión del 87 escapaba al control de las autoridades escolares a pesar de incorporar a figuras –como Juan M. Ortiz de Rosas– que se había desempeñado como Director General de Escuelas. La competencia jurisdiccional se manifestó prontamente, ya que menos de cuatro meses después de haber publicado el mencionado memorándum, la Revista de Educación inauguró su número 88-89 con un artículo del inspector Moisés Valenzuela titulado “Bibliotecas populares (Dedicado a los Consejos Escolares)” (1888, pp. 531-533). Allí, se reclamaba a estos entes locales el incumplimiento de sus responsabilidades establecidas en el capítulo IV de la Ley de Educación Común, entre las que se contemplaba el estímulo del espíritu asociativo y del establecimiento de bibliotecas populares.
La frustración de la iniciativa de 1887 y la crisis de 1890 que supuso un golpe para el presupuesto provincial, postergaron las nuevas tentativas de organización hasta 1897. En ese momento, Carlos Lemée, desde su función de jefe de una de las secciones del Ministerio de Obras Públicas reinstaló el problema en la agenda oficial al proponer la distribución de obras del Depósito de Publicaciones entre las municipalidades de la campaña bonaerenses a fin de favorecer la formación de bibliotecas. Su proyecto, enunciado en La escuela y la biblioteca en la provincia de Buenos Aires (1898), partía de la constatación del fracaso del modelo de las Bibliotecas Populares para introducir uno de su autoría: el de las Bibliotecas Rurales. Estas estarían a cargo de los gobiernos locales y recibirían la contribución bibliográfica de la provincia a través de su Biblioteca Pública, la cual, a su vez, sería la encargada de inspeccionarlas, asesorarlas y estimularlas. Aunque finalmente no pudo concretarse, el plan de Lemée reafirmaba el rol que cabía a la biblioteca platense que “adquirirá, como casa matriz de esas 96 sucursales, una importancia que no tiene ninguna otra biblioteca hoy y vendrá a ser, después de la Dirección de Escuelas, la palanca más poderosa del progreso de la Provincia” (Lemée, 1898, p. 107). Con la llegada de Luis Ricardo Fors a la dirección de esta institución en 1898 –primero con carácter interino y luego regular– y la constitución de una nueva Comisión de Bibliotecas, esta preeminencia pareció consolidarse. Las autoridades escolares, en paralelo y ante la necesidad de ajustarse a la realidad financiera, retrocedieron en sus pretensiones de regulación que en 1891 habían alcanzado su punto máximo con la presentación ante la Cámara de Diputados de un proyecto de anexión de la BPP a la DGE para transformarla en circulante. (CDPBA, 1891, p. 139). El panorama se mostraba radicalmente diferente a fines de la década cuando Francisco Berra, cabeza de este organismo educacional, publicó su Código de enseñanza primaria i normal de la provincia de Buenos Aires, compilación de las leyes y los reglamentos que regían la instrucción bonaerense cuyo segundo libro (Título III, cap. IV) establecía que
El sostenimiento de bibliotecas populares y públicas puede ser obra del gobierno central de la Provincia y de las Municipalidades, pero está fuera del campo de acción que la Constitución ha señalado a las autoridades escolares. Esto es también lo que conviene al servicio de la escuela, pues no se podrá recargar a los maestros con los deberes y responsabilidades que les impondría el servicio de una sección popular, sin perjudicar seriamente el desempeño del cometido propiamente escolar, para el cual han sido nombrados, que reclamará toda su atención. (citado en Della Croce, 01/1915, p. 19)
En concordancia con ello, el 3 de octubre de 1898 el Ejecutivo decretó la creación de una comisión de cinco miembros, entre los que se contaba Fors, que estudiaría los recursos más eficaces para difundir, por medio del libro, conocimientos útiles para la población y propondría a la gobernación un plan uniforme y metódico de organización de las bibliotecas de la provincia, “con arreglo al arte bibliográfico moderno” (“Colección cronológica”, 02/1902, p. 4-5). A diferencia de las anteriores, esta legislación alcanzaba tanto a las bibliotecas populares como a las públicas2, y ponía especial énfasis en la racionalización y en la modernización de los servicios, tarea que, como se indicaba en los considerandos de la ley, la Biblioteca de La Plata se hallaba en condiciones de encabezar. El proyecto se articulaba, así, con la labor del nuevo director que durante su gestión manifestó una singular preocupación por subrayar la especificidad de los saberes y las prácticas bibliotecarias, y por impulsar su profesionalización a través de instancias institucionales, como la Escuela de Bibliotecarios y Archiveros que no pudo cristalizarse (véase v.g. Dorta, 2022). El Boletín de la Biblioteca Pública se convirtió, en ese contexto, en el vocero de las actividades y resoluciones de la Comisión y en un órgano de información sobre cuestiones administrativas, doctrinales o técnicas relativas al mundo bibliotecario. Asimismo, pretendía erigirse en un artefacto textual de religación y de cohesión para las entidades dispersas en el territorio provincial. Lo cierto es que la dificultad de ejercer un control efectivo sobre ellas y de los escasos medios destinados a su fomento implicaron el desdibujamiento progresivo de la Comisión y sus atribuciones que, finalmente, fueron absorbidas por la dirección de la BPP según su reglamento de 1901. Esta, a su vez, pareció restringir su acción en la campaña al envío de material bibliográfico –en especial, duplicados de su acervo o del Depósito–, al canje y a la recolección y publicación de datos estadísticos de aquellas bibliotecas que los proporcionaran. También respaldó, sin éxito, la introducción de una reforma profunda de la ley de bibliotecas que proponía reformular el modelo sarmientino de acuerdo con los requerimientos del presente (“La Ley de Bibliotecas de la Provincia”, 07-08/1900, pp. 3-6).
Pese a estar cada vez más centrada en el movimiento intelectual platense, la Biblioteca Pública continuó nominalmente a cargo de la promoción de sus pares del interior provincial hasta 1905, cuando, por la Ley Convenio nº 4699, se resolvió su traspaso a la jurisdicción federal como parte de la recientemente nacionalizada universidad local. La transferencia venía a dar respuesta a un problema de larga data que aquejaba a la institución –la falta de un edificio propio– y, a la vez, aseguraba la continuidad del programa de extensión iniciado por Fors (Vallejo, 2005). De este modo, se inició un nuevo período de incertidumbre para las bibliotecas de la provincia que quedarían desplazadas en medio de la reforma del sistema educativo bonaerense (Pineau, 1997). Sería recién después de que en 1908 se restaurara la Ley nº 419 y la Comisión Protectora argentina y de que Ángel Garay y Arturo Condomí Alcorta accedieran respectivamente a la Dirección y a la Secretaría de la DGE que la administración de bibliotecas de la provincia recibiría un nuevo impulso favorecido por la rehabilitación del tema a escala nacional (Agesta, 2021b y 2022b).
Para comenzar a dar forma a la producción se creó un espacio virtual, haciendo uso de la herramienta Google Drive en modo compartido. Allí se fueron incorporando los documentos que se ajustaban a los criterios de pertinencia establecidos (descriptos más adelante) en una primera selección general, sobre la que se trabajó minuciosamente después, descartando el material que no se ceñía a lo requerido.
Conclusiones
Esta reconstrucción del accionar del Estado bonaerense en materia de bibliotecas populares durante el último cuarto del siglo XIX muestra la emergencia de la “cuestión bibliotecaria” en la agenda pública, a la vez que pone de relieve los problemas estructurales y coyunturales que afectaron al sector, impidiendo la aplicación de una política sistemática y sostenible. Asimismo, permite revelar los consensos y los debates en torno a los principios, las configuraciones institucionales y los mecanismos considerados más adecuados para promover estos centros de lectura que atravesaron a las elites políticas e intelectuales de la época.
Entre los primeros se hallaban las bases establecidas por la Ley nº 419 que se mantuvieron prácticamente inalterables durante esta etapa e, incluso, en las décadas subsiguientes. La articulación entre iniciativa privada y protección estatal que constituía el fundamento del proyecto sarmientino perduró en el imaginario –tanto de los agentes públicos, como también de las mismas asociaciones– como la modalidad de gestión más conveniente, ya que estimulaba la responsabilidad ciudadana a la par que involucraba al Estado en la promoción educativa sin demandarle una inversión excesiva de recursos. Las subvenciones y la distribución de material de lectura se convirtieron, entonces, en los medios privilegiados de fomento de las entidades en todo el país y las comisiones especiales dedicadas a la administración y fiscalización, en la armazón burocrática preferida por las autoridades gubernamentales. Este sistema que preservaba la tan valorada autonomía de las instituciones particulares, las sometía, también, a la inestabilidad y a la incertidumbre, volviéndolas especialmente vulnerables a las oscilaciones presupuestarias, a la discrecionalidad de los funcionarios y a los enfrentamientos ideológico-partidarios. La experiencia decimonónica bonaerense, marcada por las debacles internacionales de 1873 y 1890, por los conflictos internos que entrañó la configuración estatal y por las disputas políticas, demuestra con claridad las limitaciones de estos dispositivos oficiales y expone las causas de los fracasos de los sucesivos proyectos de centralización.
Si bien no existieron cuestionamientos profundos a los principios sobre los que se asentaba este ordenamiento, fueron numerosos los debates que atravesaron los diferentes planes y decisiones estatales: ¿cómo ejercer un control efectivo de las bibliotecas dispersas sobre el vasto territorio provincial?; la protección y el estímulo, ¿debían realizarse por medio de erogaciones pecuniarias o de la entrega de material bibliográfico?; ¿era conveniente y adecuado que las bibliotecas populares y las públicas, fueran consideradas bajo un mismo marco legal y burocrático?; y, por último, ¿qué dependencia gubernamental era la más idónea para gestionarlas en su conjunto? Esta última controversia, que se desarrolló extensamente en el transcurso del artículo, ocultaba, en verdad, otra esencial sobre la especificidad de los saberes y las prácticas bibliotecarias. La subordinación administrativa a las autoridades educativas suponía una supeditación de los objetivos y de la organización de las bibliotecas a las necesidades pedagógicas del programa alfabetizador y a la primacía de la institución escolar. Por el contrario, una gestión encabezada por una institución específica dependiente directamente del Ejecutivo otorgaba singularidad a las problemáticas y a los requerimientos bibliotecarios. En este sentido, las experiencias lideradas en 1887 y 1898 por la novel Biblioteca Pública de Provincia constituyeron un primer reconocimiento de esta originalidad que, aunque trunco, introdujo en la escena de discusión temáticas tales como la clasificación y la catalogación, la conservación de los acervos, la formación de los bibliotecarios, la importancia de los registros internos y la extensión cultural entendida como tarea primordial de las bibliotecas. Interrumpida por la nacionalización, esta tentativa de centralización planteó algunos lineamientos que se continuarían de manera parcial en etapas posteriores. Como la tela de Penélope, la estructuración del sistema bibliotecario provincial fue el resultado de un largo proceso de tejido y destejido de hebras que las agujas del tiempo fueron enlazando para configurar la trama.
Notas
FUENTES
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS