Ayelén Dorta
Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLP-CONICET)
RESUMEN
La conformación de La Plata como “nueva capital” de provincia representó para la élite dirigente una innumerable cantidad de desafíos. Entre ellos, el de restaurar el entramado de instituciones y de comunidades científico-letradas de larga trayectoria y reconocido prestigio que funcionaban en la antigua capital y que la provincia de Buenos Aires había perdido luego de la federalización. En el presente artículo se propone detener la mirada sobre uno de esos retos: la tarea de conformar o contribuir a la conformación de colecciones bibliográficas de acceso público y de espacios de sociabilidad lectora para minorías intelectuales y sectores populares.
Palabras clave: Historia de las bibliotecas, Biblioteca pública, Argentina, Cultura científica, Educación masiva.
El movimiento inmediatamente posterior a la federalización de Buenos Aires en 1880, fue la construcción de una “nueva capital” bonaerense y el paralelo despliegue y refundación de todo el entramado institucional cedido a jurisdicción nacional. En la ambivalencia entre el pesar y la inquietud por la gran pérdida y las igualmente promisorias expectativas ante el porvenir, en el año 1882 se fundó oficialmente su sustituta: La Plata. Lo que hasta entonces eran las desérticas Lomas de Ensenada comenzó a adquirir forma de ciudad, un inédito levantamiento de calles, plazas, casas, comercios y establecimientos públicos alteró rápidamente la quietud del paisaje. No se trataba de una urbe cualquiera. Acorde con el ideario decimonónico, los hombres a cargo del proyecto buscaron dar forma a una metrópoli que contuviese todos los avances de la ciencia y la arquitectura modernas, que promoviera el desenvolvimiento de una cultura científica, algo que exigía mucho que más que el trazado de planos y la erección de suntuosos edificios. Supuso organizar espacialidades, elaborar y ejecutar numerosas políticas gubernamentales que permitieran, progresivamente, la configuración de un aparato estatal y social científico-letrado y autónomo de la Capital Federal. En este marco, la expansión febril de instituciones educacionales y dedicadas al cultivo de las ideas fue una de las apuestas más importantes de la élite gobernante. Aun antes de que el montaje de la ciudad se pusiera en marcha, el plan de obras contemplaba el alzamiento de escuelas, establecimientos de educación superior, archivos y, ante todo, de los tres pilares de pensamiento ilustrado finisecular: un Museo, un Observatorio Astronómico y una Biblioteca Pública (Graciano, 2013; Vallejo, 2015, 2007).
Motivos de escasez económica demoraron la realización plena de estos planes, algunas instituciones pudieron ser fundadas en lo inmediato, algunas quedaron en lista de espera durante algunos años y a otras les tocó iniciar actividades en condiciones de relativa precariedad. Este último fue el caso de la Biblioteca Pública de la Provincia de Buenos Aires, donde nos detendremos en las líneas que siguen. A fin de no prolongar la espera para su inauguración, en 1884 se decidió cumplir con el Decreto de nacionalización de la Biblioteca y el Museo de Buenos de Aires que convocaba a reemplazar “sin pérdida de tiempo” a las instituciones perdidas: se crearon sus sustitutas en La Plata pero, de modo provisorio, la Biblioteca Pública pasó a funcionar como dependencia del flamante Museo General (D'Amico y Achával en Llovet, 1967). Desde entonces y hasta 1905 —año en que se convirtió en Biblioteca Pública de la Universidad Nacional de La Plata— su dirección estuvo a cargo de cuatro intelectuales que pueden inscribirse dentro de la élite posteriormente reconocida como “Generación del '80” (Jitrik, 1968): Francisco Pascasio Moreno (período 1884-1886), Augusto Belín Sarmiento (período 1887-1891), Clodomiro Quiroga Zapata (período 1892-1898) y Luis Ricardo Fors (período 1898-1905). Todos, a excepción del primero, habían transitado por experiencias de trabajo en bibliotecas y dominaban un bagaje de conocimientos y saberes prácticos que pusieron a disposición de un programa ambicioso, que exigía numerosas intervenciones y para cuya materialización, no obstante, se disponía de recursos exiguos. La conjunción de estas variables signó el devenir de un espacio bibliotecario que, a diferencia de lo ocurrido con otras dependencias públicas, debió constituirse a partir de la carencia (sin indicaciones específicas, sin colecciones bibliográficas, sin mobiliario, con nulo o escaso personal cualificado, con un presupuesto reducido), pero con la firme determinación de integrar de manera progresiva la trama cultural que comenzaba a gestarse en y desde la “nueva capital”. Cada nueva administración avanzó sobre el pie de desarrollo dejado por los predecesores e, incluso, cuando hubo críticas y cuestionamientos de orden procedimental entre gestión y gestión, los cuatro directores compartieron dos preocupaciones capitales. De un lado, el interés por contribuir a la formación de una ciudad científica a través del montaje de un espacio de estudio, investigación y sociabilidad destinado a una minoría letrada. Del otro, la inquietud por atender también a la educación sentimental y ciudadana de los crecientes sectores populares en el territorio bonaerense. En consonancia con otra serie de esfuerzos que buscaron robustecer y ampliar la participación estatal en distintas esferas para promover lo que se entendía como “la ilustración y el progreso” del pueblo, y para alcanzar la afirmación de una verdadera nación, desde la Biblioteca Pública la preocupación motora fue crear o promover colecciones públicas y ámbitos públicos de sociabilidad lectora.
Durante el período en que la Biblioteca Pública y el Museo General funcionaron juntos bajo la autoridad del consagrado naturalista Francisco Pascasio Moreno, es decir, de 1884 a 1886, el adelanto en este sentido fue escaso. Como era previsible, Moreno centró sus esfuerzos en la puesta en marcha del Museo y ello condujo al marcado atraso de la Biblioteca. Se adquirieron, por donación o compra a particulares, algunas primeras colecciones de envergadura y valor bibliófilo que sentaron el precedente característico de selecciones futuras. También se hizo lugar a una incorporación enunciativa de públicos populares como posibles y necesarios destinatarios de las acciones educativas impulsadas desde la Biblioteca. Pero hubo que esperar a la separación de las instituciones y a la designación de un director independiente destinado cada una de ellas para que se diera inicio a la efectiva escenificación de una biblioteca pública (Dorta, 2019). Fue la asunción en 1887 de Augusto Belín Sarmiento lo que permitió comenzar a articular los sentidos esbozados previamente en un programa bibliotecario que continuó perfilándose año a año.
El interés prioritario, y con el cual coincidían funcionarios de distintos estamentos y los mismos directivos de la Biblioteca Pública, fue organizar un fondo bibliográfico de acceso público y un espacio de sociabilidad pública para letrados que permitiera a estudiosos e investigadores despegarse de la —hasta entonces— tradicional dependencia de colecciones de particulares y de circuitos de lectura privados. Se trataba de una preocupación de época, que ya había manifestado Vicente Quesada al administrar el curso de la anterior Biblioteca Pública de Buenos Aires (Buchbinder, 2018) y en la que insistió Paul Groussac tras su nacionalización (Bruno, 2018). Era, en efecto, el modo de trabajar directamente desde el ámbito bibliotecario para la fabricación de una cultura científica local y nacional (Terán, 2000). En lo que toca a la Biblioteca Pública con sede en La Plata, el cometido se abordó al menos en tres planos distinguibles: la formación de las colecciones, la diagramación de los servicios y el montaje del recinto.
Desde el comienzo, la formación de las colecciones se inclinó hacia la reunión, la custodia y la puesta a disposición de un significativo caudal de materiales formativos, bibliófilos, eruditos, herramientas para facilitar las tareas intelectuales y otra variedad de obras multidisciplinares difíciles de hallar por otros medios e imprescindibles para “satisfacer las necesidades de investigación á que establecimientos de esta clase están destinados” (Provincia de Buenos Aires. Cámara de Diputados, 1887, p. 146). Los primeros ingresos, si bien respondieron más a situaciones fortuitas que a los lineamientos de una política general de adquisiciones, se ajustaron a esas voluntades. Intelectuales, hombres de Estado, funcionarios de mayor y menor rango e instituciones dedicadas a las letras cedieron volúmenes de sus estantes para consagrar el evento inaugural. Con posterioridad se incorporaron por compra colecciones, completas o por fracciones, que hasta entonces pertenecían a destacadas figuras de la escena intelectual y política nacional e internacional: el expresidente Nicolás Avellaneda vendió los 5.600 ejemplares de su acervo personal, que incluía obras de derecho, publicaciones oficiales reunidas en el marco de su mandato al frente del ejecutivo y numerosos libros de autores españoles del Romanticismo (Palcos, 1934; Biblioteca Pública de la Universidad Nacional de La Plata, s. f.); al bibliógrafo Antonio Zinny se le compró un repertorio de 675 títulos de periódicos publicados en Argentina y otros tantos de las demás naciones sudamericanas, a los que se adicionaron otras 153 publicaciones raras (Ministerio de Gobierno, 1885) y se adquirió, igualmente, la biblioteca personal del educador francés Juan Mariano Larsen, compuesta por un preciado caudal de títulos sobre teología, filosofía, historia americana, filología y pedagogía, entre otros (Aguado, 1984). En todos los casos, estos particulares habían logrado reunir durante años una serie de ejemplares que en el entresiglos se encontraban fuera de circulación en el mercado y que, en términos generales, tampoco habían sido recopilados de modo sistemático por organismos públicos. De manera que, cuando las selecciones comenzaron a obedecer a un programa institucional bien delimitado, persistió el interés ante toda oportunidad de incorporar este tipo de fondos a los anaqueles de la biblioteca. Además, progresivamente se sumaron otras colecciones especiales y de materiales raros: a este conjunto pertenecen las 3.000 piezas recabadas por Zinny, a quien se le encomendó recorrer el territorio nacional en busca de obras concernientes a nuestra historia local y la americana en general y que, como resultado, pudo allegar un cúmulo de 70 colecciones de periódicos, 1.400 publicaciones exclusivamente argentinas y una importante cantidad de diversas obras americanas (Llovet, 1967); también se incluye entre esta tipología una colección de manuscritos y autógrafos de especial valor patrimonial e histórico y, desde luego, la destacada sección de 255 producciones de y sobre Miguel de Cervantes en español y en otros idiomas cuidadosamente reunida por Luis Ricardo Fors (Fernández, 2003).
Pero no todos eran fondos de excepción, en la biblioteca pública que imaginaban los hombres del '80 existían otros dos criterios excluyentes para completar los estantes: la novedad de las incorporaciones o su utilidad como instrumentos para agilizar las tareas investigación. En la justificación de cada pedido de compras, en las rendiciones de cuentas, en las memorias institucionales, la insistencia en lo moderno del material bibliográfico como un valor en sí mismo fue punto de coincidencia entre los distintos directores. Moreno dio cuenta de la adquisición de “algunos libros y muchas revistas europeas que marcan el movimiento del pensamiento en la tierra” (Ministerio de Gobierno, 1885, p. 209); Belín Sarmiento solicitó la compra de libros que pudieran ofrecer al lector “su novedad”, “libros que llaman la atención del mundo ilustrado, porque, estos atizan la sed de conocimientos del lector, y dan pávulo á la conversación del día, por la novedad de los descubrimiento, de los viajes, de los sistemas, etc.” (1887, p. 202); Fors, por su parte, destacó la importancia de “colocar las diversas secciones del catálogo a la altura de los conocimientos modernos y de mantenerlas en el grado de progreso actual de las artes y las ciencias”(1900, p. 1-2) y se encargó, incluso, de organizar un sistema de canje que favoreciera esta clase de ingresos aún ante la escasez de fondos pecuniarios. Y a lo moderno acompañaba lo práctico: disponer de una oferta variada de obras de consulta fue otro afán central. Se compraron diccionarios de idiomas, enciclopedias generales y especializadas, bibliografías, diccionarios biográficos, glosarios, atlas, catálogos razonados y antologías, todos auxiliares esenciales para cualquier pesquisa rigurosa y, al mismo tiempo, para identificar títulos de próxima y necesaria obtención.
Vistos en conjunto y a través del tiempo, los anaqueles de la Biblioteca Pública llegaron a exhibir, efectivamente, una colección destinada a fines de estudio e investigación. La concurrencia a su recinto ponía al alcance del lector un amplio catálogo de materiales que versaban sobre las más diversas ramas del saber (ciencias naturales, medicina e higiene, literatura, jurisprudencia y legislación, sociología, economía, física, matemáticas, artes y oficios, geografía e historia) y que incluía, según apuntamos, obras excepcionales y raras, libros, revistas y folletos de temáticas y contenidos modernos, periódicos locales y nacionales y una amplia variedad de fuentes de referencia.
El valor de las colecciones, empero, no solamente era garantizado por los criterios de selección. En la concepción que empieza a moldearse en nuestra región durante el siglo XIX, los acervos reunidos por las bibliotecas públicas, además de cumplir con los fines de guarda y conservación, se entienden ligados y funcionales al desarrollo del trabajo intelectual. En una primera instancia, ello implicaba la elaboración de herramientas adecuadas para la consulta asidua y un modo de organización de los fondos en las salas y los estantes que dinamizaran los procesos de búsqueda y localización. Esto es: las tareas vinculadas al procesamiento técnico de todo material documental comienzan a pensarse como un servicio en sí mismo, que demandaba tanta atención y esmero como la misma reunión del repertorio. Tareas que, en la Biblioteca Pública de la Provincia de Buenos Aires, iniciaron recién hacia 1888, cuando se consiguió el traslado a un establecimiento con la amplitud y disposición necesarias: de ocupar un local en las oficinas del Banco Hipotecario (actual edificio de Presidencia de la Universidad Nacional de La Plata), pasó a instalarse en varias salas de la planta alta de la Legislatura provincial (Provincia de Buenos Aires. Cámara de Diputados, 1887, pp. 641, 642, 658). Allí Belín Sarmiento movilizó las acciones indispensables para la apertura al público, que se concretó a inicios del año 1889: confirió un primer orden estable a las colecciones en los estantes y confeccionó las primeras herramientas de acceso a sus contenidos, sistemas que se mantuvieron hasta la llegada de Fors. Existieron severas críticas de este último hacia los modos de organización implementados por su antecesor, no obstante lo cual, las ideas de ambos en relación a los dispositivos que era preciso diseñar no diferían en su esencia. Tanto Belín Sarmiento como Fors, aun cuando implementaron procedimientos bibliotecarios claramente diferenciados, se preocuparon por establecer una organización en los anaqueles que contemplara el crecimiento constante de las colecciones y la consulta frecuente en manos del personal de biblioteca y, en paralelo, por confeccionar instrumentos de búsqueda que los mismos concurrentes pudieran consultar de modo autónomo, a fin de hallar con facilidad todo aquello que requerían. Así, coincidieron al establecer el ordenamiento en los armarios por orden de ingreso del material y al decidir que cada ejemplar fuera rubricado y ubicado de modo unívoco, sin importar el área temática de pertenencia. El mapa para llegar a las informaciones almacenadas en estos fondos fueron distintos tipos de catálogos: en el alfabético por autores y alfabético por materias coincidieron los dos directivos; Belín Sarmiento además se ocupó de organizar uno por signatura topográfica, que Fors no continuó y, éste, por su parte, resolvió adicionar un tercer catálogo alfabético por títulos de los ítems (Belín Sarmiento, 1888a; Fors, circa 1905). La misma determinación de dar a conocer las valiosas obras reunidas y estimular su consulta por un público letrado justificó, además, la elaboración y difusión de otros productos. En 1887 Zinny publicó, con apoyo estatal, su Catálogo general razonado de las obras adquiridas en las provincias argentinas donde sistematizó a través de diferentes puntos de entrada la exploración por los periódicos, publicaciones oficiales y otros documentos reunidos en el marco de su viaje como comisionado de la Biblioteca Pública y, por iniciativa de Fors, se elaboraron más tarde un Índice cronológico de los trabajos ejecutados en la Imprenta de los Niños Expósitos de Buenos Aires durante los siglos XVIII y XIX y que existen en la Biblioteca Pública Provincial de La Plata, junto a un Catálogo alfabético-descriptivo de la colección cervantina. Desde luego, el producto editorial más destacado de la gestión de Fors fue el Boletín de la Biblioteca Pública de la Provincia de Buenos Aires, revista mensual que circuló entre 1899 y 1905, con novedades sobre los últimos ingresos documentales, catálogos e índices alfabéticos de colecciones especiales y otra serie de noticias bibliográficas que se proponían difundir y poner en valor el patrimonio de la institución.
En paralelo, desde el mismo Boletín, órgano de comunicación institucional que llegó a ser clave, se informó sobre el trabajo cotidiano desarrollado para el adelanto de la Biblioteca, se compartieron estadísticas de concurrencia y de uso de las colecciones, se buscó impulsar la relación con otras bibliotecas públicas municipales, provinciales y del exterior y, entre otras actividades, se promocionaron especialmente las conferencias dominicales, los certámenes histórico-literarios y otros eventos organizados con objeto de incentivar, a través de instancias formalmente programadas, la consolidación de una sociabilidad letrada (Biblioteca Pública de la Provincia de Buenos Aires, 1899-1905). En este sentido, fue igualmente central el empeño puesto en la escenificación de un recinto bibliotecario que no solo permitiera la adecuada disposición de los acervos y facilitara las dinámicas de su consulta, sino que, al mismo tiempo, convocara al encuentro y transmitiera desde su propia estética una determinada noción de cultura acorde con el ideario de modernidad. Desde la mudanza hacia el edificio de la Legislatura, fue prioridad lograr que la nobleza adjudicada a la Biblioteca Pública estuviera representada en una forma de acondicionamiento de las instalaciones que resultara funcional y económica, pero que, también, se ajustara a ciertos criterios simbólicos que asociaban a la institución con el progreso intelectual y la instrucción del pueblo. Si bien algunas se concretaron y otras cayeron en el olvido por falta de presupuesto, se proyectaron distintas intervenciones: pinturas alegóricas en el cielo raso que mostraran a “la educación levantando al pueblo de su postración intelectual y moral” (AHPBA, MOP, 1887, Exp. 31, Arch. 3028); exposiciones permanentes de cuadros de gobernadores y demás figuras insignes; colocación de bustos de próceres e incorporación de otros detalles ilustrativos y ornamentales que contribuyeran a construir un artefacto rodeado de sacralidad. Junto a ello, se diagramó una especialización espacial —profundizada con cada nueva gestión— que era expresión simbólica de una concepción moderna del saber en la cual se reconocían circulaciones diferenciadas a bibliotecarios, acervos documentales y lectores: la especificidad del trabajo bibliotecario exigía departamentos separados, las necesidades particulares de conservación y resguardo de algunos materiales demandaba compartimentos independientes, otras colecciones de consulta asidua debían ser más rápidamente accesibles, y a los lectores había que ofrecer salas de trabajo in situ adecuadas (Agesta, 2020). De allí que Belín Sarmiento determinara la existencia de salas particulares para: trabajadores y director, depósito general, hemeroteca, depósito de publicaciones oficiales, taller de encuadernación, piezas de estudio sin materiales bibliográficos y salón de lectura con obras de referencia de consulta frecuente (Belín Sarmiento, 1888a). Una distribución conservada en su esencia por las gestiones subsiguientes, a excepción de las modificaciones edilicias introducidas por Fors para organizar un ambiente de lectura y reunión acogedor, confortable y que estuviera conectado con el de las colecciones más utilizadas. Preocupado por incrementar la concurrencia a la Biblioteca y, todavía más, por convertirla en un punto de confluencia e intercambio ineludible para la comunidad intelectual, consiguió demoler algunas divisiones interiores para acondicionar una sala de lectura y conferencias, contigua a otra con estanterías a la vista, en un espacio extenso, luminoso y donde pudieran ofrecerse comodidades (como una calefacción y mobiliario adecuados) que hasta el momento no se disponían. El resultado fue celebrado por la prensa local, que no tardó en elogiar la elegancia, comodidad y holgura de la renovada sala y, evidentemente, también fue buena la recepción entre el público lector, pues desde entonces se registró un progresivo aumento de asistentes a las salas de lectura y eventos organizados (Biblioteca Pública de la Provincia de Buenos Aires, 1899-1905; El Día, 6 de mayo de 1902; La Reforma, 7 de mayo de 1902).
La figura reverencial de la Biblioteca que se erigía en el paisaje urbano como templo del saber y puerta de acceso al conocimiento era, también, expresión de distancias y lejanías con la cotidianidad que se movilizaba fuera. En efecto, resulta improbable imaginar a las grandes mayorías de obreros, jornaleros, mercaderes, artesanos, madres, niñas y niños pobladores de la periferia sintiendo proximidad alguna con una institución que, a través de sus colecciones, programación de actividades, organización de servicios y hasta por medio de su propia arquitectura y arreglo estético, practicaba y promovía una cultura científica que —aun cuando era minoritaria— se arrogaba la exclusividad de lo legítimo. Pero en el proyecto educativo oficial las bibliotecas cumplían una función clave como difusoras de las buenas lecturas y promotoras esa cultura letrada entre los sectores populares y, en nuestro país, la Biblioteca Pública de la Provincia de Buenos Aires asentada en La Plata fue la primera de su clase en incluir una agenda de intervenciones destinadas a la modelación de los sectores subalternos. En ese movimiento, las tareas de formación e impulso de circuitos de lectura directamente funcionales al proceso de modernización sociocultural abordado por la clase dirigente, que eran tradicionalmente atribuidas a las bibliotecas populares, fueron ligadas de modo inédito a una biblioteca creada por iniciativa oficial y sostenida íntegramente con fondos del Estado. Las propuestas fueron dos: a) crear al interior de la Biblioteca Pública un catálogo especial de obras separadas para estos sectores y habilitadas para su circulación extramuros; y b) dar impulso desde La Plata al sostén, el crecimiento y la formación de bibliotecas populares en la extensión del territorio bonaerense.
Tras el llamamiento inicial del perito Moreno a contribuir desde la Biblioteca con la civilización de un “pueblo inculto” (en Farro, 2009), quien articuló por primera vez en un plan concreto esa voluntad fue Belín Sarmiento. Indudablemente influido por las disruptivas actuaciones de su abuelo Domingo Faustino Sarmiento (Planas, 2017), recogió y adaptó a las “necesidades modernas” la defensa del servicio de préstamo domiciliario (Belín Sarmiento, 1888b, p. 511). Sustentado en una lectura crítica del contexto en que se inscribía el proceso demográfico de formación de La Plata, consideró oportuna la constitución de una Biblioteca Circulante destinada a la instrucción de la enorme cantidad de inmigrantes y nativos pertenecientes a los estratos socio-económicos desfavorecidos, a quienes observaba como un potencial elemento contra la “cohesión política y social” (Belín Sarmiento, 1887, p. 2000). La posibilidad de trasladar los materiales de lectura de la biblioteca al hogar era la única manera de llegar a los sectores populares, la “única manera de que los libros puedan servir de algo” (Belín Sarmiento, 1888b, p. 515). Una comisión de hombres pertenecientes a la élite intelectual se haría responsable de seleccionar, adquirir y separar un caudal de obras destinadas a ese público. Estos libros podían retirarse de la Biblioteca Pública “en horas en que los negocios y el trabajo cesan” (Belín Sarmiento, 1888b, p. 512), a cambio del pago mensual de unos 0,50 m/n, que convertía en socios a los abonados. El proyecto de Biblioteca Circulante venía a complementar la acción de las bibliotecas populares, al tiempo que garantizaba una estabilidad que por entonces muchas de estas instituciones no podía asegurar; según el autor, la ausencia de un local estable y la confección de un catálogo acorde a unos propósitos éticos, estéticos y morales que solo los conocedores en la materia podían asegurar. Sin embargo, el proyecto no tuvo la acogida deseada. Belín Sarmiento no logró su aprobación, Quiroga Zapata volvió a intentarlo sin mejor suerte. Si bien la aceptación del préstamo domiciliario había llegado a ser amplia en el dominio de las bibliotecas populares, resultaban igualmente comunes entre la clase dirigente los cuestionamientos, críticas y resistencias a su implementación en el ámbito de las bibliotecas públicas: Sarmiento, Belín Sarmiento y Quiroga Zapata defendieron posturas de excepción en un campo que, al parecer, aún no estaba preparado.
Otra fue la recepción de la convocatoria a acompañar, desde la Biblioteca Pública, al conjunto de bibliotecas populares creadas por iniciativas particulares a lo largo y ancho de la provincia de Buenos Aires. Con las mismas intenciones educativas e instructivas, en 1887 Belín Sarmiento presentó a las autoridades locales el pedido de creación de una Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, que fue rápidamente aprobado (Belín Sarmiento, 1887; Ministerio de Obras Públicas, Decreto n° 143, 1887). En una sala específica del palacio legislativo y presidida por el director de la Biblioteca junto a un grupo de letrados sin percepción de salario alguno, la Comisión tuvo a su cargo la compra y distribución de colecciones bibliográficas destinadas a las bibliotecas populares provinciales que ya estuvieran en funcionamiento. Con apoyo del Director General de Escuelas se entregarían, asimismo, a la tarea de conseguir salas específicas en los establecimientos educativos para la puesta en acto o la consolidación de bibliotecas populares que no dispusieran de local permanente. Funcionó en estas condiciones hasta el fin de la dirección de Quiroga Zapata, pero con un presupuesto escaso que representó el principal obstáculo para alcanzar los objetivos perseguidos (la cifra era 1000 pesos m/n y no se actualizaron con el correr de los años). La asunción de Fors estuvo acompañada de un viraje de importancia en su conformación: de Comisión Protectora de Bibliotecas Populares mudó su estatuto al de Comisión Provincial de Bibliotecas, quedó bajo la administración del mismo Fors y un equipo cuidadosamente seleccionado y, a partir de aquel momento, comenzó a coordinar actividades en todas las bibliotecas populares y públicas de la provincia, lo que incluyó a la propia Biblioteca Pública situada en La Plata (es decir, la Biblioteca Pública de la Provincia de Buenos Aires pasó a encontrarse en relación de dependencia de la nueva Comisión). La finalidad de los cambios fue jerarquizar sus actuaciones y potenciar sus capacidades de promoción y fomento bibliotecarios a través de un trabajo de articulación que involucrara a todas las bibliotecas abiertas al público general. Se trabajó no solo en la remisión de obras a cada una de ellas sino, además, en la provisión de instrucciones para la organización de los acervos y de los servicios, se realizó un seguimiento sistemático de los movimientos generales de libros y lectores en cada biblioteca, se comisionó a inspectores para que dieran cuenta de su estado de avance y se brindó acompañamiento en el proceso de creación de nuevas bibliotecas. El Boletín, en este proceso, sirvió como medio de registro y divulgación de los progresos obtenidos y como nexo comunicativo entre la Comisión y las bibliotecas, que hacia 1905 habían ascendido a un total de veintitrés (Biblioteca Pública de la Provincia de Buenos Aires, 1899-1905)
Inmersa en las encrucijadas que caracterizaron al período decimonónico, a través de un proyecto con aristas novedosas que buscó poner en diálogo una propuesta selectiva de colecciones, público y acciones para la instrucción de las masas a través de la lectura, la Biblioteca Pública participó activamente de los intentos de consolidación (y resguardo) de una cultura científica local y nacional. Hacia el fin del entresiglos se situaba en un lugar de privilegio en la escena intelectual: brindaba acceso a repertorios de envergadura, era efectivamente un punto de reunión e intercambio preferido por numerosos intelectuales; era, incluso, una institución que contribuía a la especialización de los conocimientos bibliotecarios y había alcanzado un grado de presencia significativo en el fomento a las bibliotecas de acceso público en toda la provincia. Esas características, forjadas en el trabajo de largos años, fueron probablemente las mismas que hacia 1905 la convirtieron en una institución apta para transformarse en la Biblioteca Pública de la Universidad Nacional de La Plata, y brindar los servicios especializados que la institución educativa demandaba.
Fuentes
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS