Javier Planas.
Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLP-CONICET).
RESUMEN
Se presenta un ensayo de revisión sobre las formas de hacer historia de las bibliotecas populares en Argentina, con especial énfasis en las investigaciones sobre las bibliotecas de la provincia de Buenos Aires. Se brindan pautas y referencias sobre las posibilidades historiográficas de ampliación de este campo de estudios.
Palabras clave: Historia de las bibliotecas; Historia del libro; Bibliotecas Populares; Argentina; Provincia de Buenos Aires.
Hay cierto consenso respecto de la centralidad que el artículo de Luis Alberto Romero y Leandro Gutiérrez (1989) tuvo para la historia de las bibliotecas populares, en especial, por despertar un interés heurístico sobre el asunto. Hasta ese entonces, las cosas que había para leer, en general, no eran muy atractivas. Al cumplirse poco más de 30 años de aquel ensayo, cualquiera pensaría que, a esta altura, ya no debería caber ni un solo artículo sobre el tema. Pero la lectora o el lector que haya seguido lateralmente el desenvolvimiento de estos estudios sabrá muy bien que, durante las tres décadas que corrieron desde esa publicación, el crecimiento de este campo fue muy lento, con aportes realizados de manera casi casual, y que solo muy recientemente las investigaciones en el área están incrementándose de forma sostenida. Que todavía reste mucho por hacer es una buena razón para estudiar nuestras bibliotecas populares. Sobre las bases conceptuales y metodológicas que alimentaron el ensayo de Romero y Gutiérrez para las bibliotecas populares porteñas, aparecieron unos trabajos interesados en analizar, durante el período de entreguerras, la cultura de los trabajadores en la provincia de Buenos Aires. Que fuera ese preciso momento histórico que va desde los años 1919 a 1939, y que los sectores obreros y asalariados en general constituyeran el principal objeto de atención, no fue ninguna casualidad. Las preguntas sobre los orígenes del peronismo estaban dando vueltas en la imaginación de los historiadores. Y este, a decir verdad, fue un golpe de suerte para la historia de las bibliotecas populares, porque en ese paquete de interrogaciones estaban incluidas la lectura y la sociabilidad. Una cosa más hizo que por un instante las bibliotecas fueran el espacio de observación, pero no como esos escenarios relativamente aislados que formas más anticuadas de hacer historia habían visto en estas entidades, sino como ámbitos surcados por los grandes dilemas coyunturales de la política, las identidades, el mercado de bienes culturales y la solidaridad social, entre otros aspectos. A partir de aquí mirar hacia las bibliotecas tuvo otro encanto. Un ejemplo tangible de este movimiento de ideas, a menudo bastante olvidado, está en el libro de Elisa Pastoriza, Los trabajadores de Mar del Plata en vísperas del peronismo. El título no podía ser más claro. Lo que no es tan claro es por qué el pasaje dedicado a la biblioteca Juventud Moderna y otras instituciones de la misma ciudad fue a parar al apéndice de la obra. El hecho de que la autora mencione que ingresó a este mundillo porque su presencia en los anales del movimiento obrero era realmente llamativa tal vez sea la mejor explicación y, con seguridad, la más conveniente para ilustrar nuestro punto: el estudio de las bibliotecas entró por la ventana de la historia social. Lo que Pastoriza vio en esa y otras bibliotecas fue la materialización de las apuestas que realizaron los militantes de las izquierdas por la instrucción general de los obreros; pero estas instancias de formación ya no estaban necesariamente ligadas de manera directa o institucional con un partido o un sindicato: la participación que mantuvieron en ellas sectores de la población que no eran estrictamente obreros, como maestros, pequeños comerciantes o empleados de distintos rubros, les otorgaba un carácter popular. Sin adentrarnos en el debate que supone la conclusión que extrae la autora, a saber, que las bibliotecas de este tipo iniciaron un declive con el cese del gremialismo preperonista; su examen fue una fuente de referencia en esto de pensar las relaciones entre cultura, sociedad y biblioteca mediante variantes bien específicas, como la composición socio-profesional de los dirigentes y el público lector, el contenido de las actividades de extensión cultural o las listas de los autores supuestamente más leídos.
A diez años de la publicación del trabajo de Pastoriza, Nicolás Quiroga (2003) volvió sobre la biblioteca Juventud Moderna para mirar las formas de sociabilidad letrada de los sectores populares y las modalidades de lecturas del público vinculado con la entidad durante el mismo período de entreguerras. La tarea del autor supuso un salto cualitativo en el enfoque utilizado, no tanto porque se haya alejado de los puntos de partida de Pastoriza o de algunas de sus fuentes teóricas de inspiración, sino por la profundidad que le dio a la investigación y el modo en que matizó las perspectivas de la historia social con lecturas procedentes de la historia del libro (Robert Darnton, Roger Chartier, entre otros). El examen de la biblioteca cobró un tipo de especificidad que no tenía, y que Quiroga desarrolló, por ejemplo, mediante una indagación minuciosa de los registros de préstamo de la entidad. Un paso similar había dado unos años antes Ricardo Pasolini (1997) al estudiar la biblioteca Juan B. Justo de Tandil. También atraído por la poderosa hipótesis de Romero y Gutiérrez sobre la transformación que habrían experimentado los sectores populares en las décadas previas al peronismo, y según la cual el carácter contestatario de los obreros había mudado hacia otro más bien conformista y reformista, el autor buscó los basamentos culturales de ese supuesto y sus modalidades específicas de funcionamiento en una ciudad intermedia como Tandil. Estos dos estudios añadieron conocimiento donde no lo había, sumaron problematizaciones y metodologías de análisis al tema general. Poco a poco se tuvo una idea más cercana de lo que significaba una biblioteca para los sectores populares y obreros, y de cómo esta institución y sus finalidades se mezclaba más y más con la cultura de masas en la medida en que pasaban los años.
Pero en esas investigaciones la biblioteca continuaba siendo una cuestión subsidiaria, y los muy buenos aportes que estos autores habían realizado al campo quedaron allí. Hubo que esperar hasta la aparición de la obra de Alejandro Parada sobre la Biblioteca Pública de Buenos Aires para encontrar un ambicioso proyecto de conocimiento fundado en las relaciones entre la biblioteca, las ideas de sus primeros bibliotecarios y el público lector. Está claro que esa institución en particular nos corre un poco de la tipología de biblioteca popular de la cual partimos, pero no podemos soslayar la influencia que tuvo el trabajo de Parada en los últimos diez o quince años, porque más allá de la rigurosidad de su análisis, lo que demostró el autor fue que la historia de una biblioteca —o de un conjunto de ellas— no necesariamente debía sujetarse a otras historias de mayor prestigio académico, como la citada historia social o de las sociabilidades. Esta obra inspiró otras obras. Y yo mismo puedo decir que aprendí mucho de su lectura y de la guía del autor cuando en 2010 inicié mis estudios sobre las bibliotecas populares en Argentina en el final del siglo XIX (Planas, 2017). Pero volvamos al territorio bonaerense; ahora, a su capital. La materia sigue inspirada en los temas que trabajaron Romero y Gutiérrez, Pasolini y Quiroga, pero la propuesta heurística ha cambiado. Me refiero a la tesis doctoral que de forma reciente defendió Ayelén Fiebelkor (2021): ¿Faros en la ruta de la cultura? Bibliotecas populares platenses en la trama de sociabilidades y construcciones identitarias urbanas durante el período de entreguerras. La biblioteca no es aquí un capítulo de otra historia; ella misma es el objeto de conocimiento sobre el que se vertebran una serie de problemáticas relacionadas, especialmente, con la elaboración de las solidaridades sociales en el contexto de expansión de los entretenimientos urbanos masivos, como la radio o el cine, y de la ampliación notable de la producción editorial. La autora visitó un número considerable de asociaciones, relevó documentos que nadie había mirado y los relacionó entre sí y con las temáticas de la agenda pública internacional, nacional o local, como la guerra, el voto femenino y la celebración de los carnavales, respectivamente. Es decir, la historia pasada por el tamiz de la biblioteca. Pero también se ocupó del sentido que las personas les atribuyeron a las bibliotecas a través de la exploración de los motivos que desembocaron en la fundación de una institución, de las mil maneras de llevar adelante su administración, de la composición de sus catálogos o de la relación que entablaron con el Estado. Y este último punto, que aparece como un capítulo distintivo, es fundamental en la forma en que la historia de las bibliotecas populares se construye en la actualidad, porque involucra una comprensión de la cualidad fundamental de estas entidades: los fuertes vínculos que mantuvieron —y aún mantienen— con las políticas estatales nacionales, provinciales y municipales. A esta cuestión, en particular a las estrategias que desplegó el primer peronismo bonaerense (1946-1952), Marcela Coria (2017) le dedicó una investigación cuyas constataciones no solo valen por el área de vacancia que contribuyó a subsanar, sino también como punto de referencia de las políticas bibliotecarias provinciales en general, y que durante ese tiempo se manifestaron como un dispositivo que involucró la creación de una burocracia para atender las demandas de las asociaciones, la organización de una escuela de bibliotecarios, la realización de congresos de bibliotecas y la edición de una revista, entre otras formas de participación y estructuración del campo.
Llegados a este punto, se percibe cómo fue que la historia de las bibliotecas populares creció en complejidad y de qué manera ganó cierta autonomía relativa como ámbito de investigación. Probablemente sean los trabajos de María de las Nieves Agesta los que mejor ejemplifiquen el presente momento historiográfico. Centrados fundamentalmente en el sudoeste de la provincia de Buenos Aires —pero no de modo excluyente—, la autora desarrolla, de un tiempo a esta parte, una detallada reconstrucción de la vida social, cultural y política de las bibliotecas populares de esa región en relación con las medidas estatales propiciadas por la nación, la provincia y las municipalidades, en un ambiciosos arco temporal que cubre medio siglo: 1880-1930 (Agesta, 2019; 2020a; 2020b; 2021). Este juego Agesta lo despliega mediante una microscópica mirada a los archivos de cada asociación, donde recupera, por ejemplo, la intensa correspondencia que los dirigentes de tal o cual establecimiento mantuvieron con los funcionarios de diferentes niveles y jerarquías. De ese modo sutil se nos presenta una dimensión que no siempre resulta tan clara o evidente: la manera en que las políticas públicas ingresaron a las preocupaciones cotidianas de las personas y marcaron sus biografías, y al hacerlo, modelaron también el devenir de las bibliotecas. A la inversa, esos mismos intercambios epistolares le sirven a la autora para evaluar el funcionamiento de las estrategias estatales por encima y por debajo de sus objetivaciones legales o reglamentarias. Entre estos grandes movimientos, Agesta elabora una serie de dimensiones analíticas para adentrarse en los cómos y los porqués de estos establecimientos. Entre ellas, el tratamiento que le brindó a la cuestión del espacio, también concebida como el sueño del edificio propio, es de sustancial importancia. Porque la biblioteca es, ante todo, un lugar donde se coleccionan y se leen libros. Un bibliotecario o persona cualquiera que se tome unos minutos para pensar en las hileras de estantes repletos de volúmenes comprende que mudar todos esos materiales de un local a otro es un dolor de cabeza. No hace falta enumerar el sinfín de tareas que una empresa de este tipo requiere. Lo que sí es preciso decir, es que la historia de las bibliotecas populares se puede escribir como una historia de mudanzas. Casi no hay entidades que hayan permanecido en un mismo establecimiento; por el contrario, lo habitual fue el peregrinaje. Y este movimiento no solo, o no siempre, fue el resultado de la pobreza en la que generalmente estaban envueltas las bibliotecas, o el producto de la búsqueda de un espacio funcional y permanente; existió también una voluntad estética. La lección que nos deja la autora es la necesidad de aprehender la biblioteca como un recinto material y simbólico, la de hallar los finos hilos que unen las antiguas formas del templo griego con la imaginación que unos lectores tuvieron de sí mismos y del futuro que esperan para la comunidad.
De los varios volúmenes que componen Historia de la provincia de Buenos Aires, obra colectiva dirigida por Juan Manuel Palacio —y que sin duda podrá auxiliar a cualquier investigación que busque información contextual para comprender mejor cómo era el mundo que habitaron las bibliotecas—, escojo un pasaje que Pasolini (2013) les dedicó a los docentes del interior bonaerense y al papel que tuvieron como figuras intelectuales, creadores y colaboradores de iniciativas culturales: museos, sociedades de fomento, periódicos, eventos de todo tipo y, desde ya, bibliotecas. Hay una enorme tarea por hacer aquí. Cruzar los ámbitos escolares y bibliotecarios significa salir al encuentro de nuevas posibilidades. Tuve la suerte de dar con el archivo de la biblioteca Patricias Argentinas, de la localidad de Lobos, que fue fundada y administrada exclusivamente por un grupo de maestras durante la segunda y la tercera década del siglo XX (Planas, 2022). Ellas encontraron en ese espacio un ámbito alejado de las normas que regían el hogar y las escuelas, e hicieron de ese contexto una suerte de cuarto propio. Lógico: los horizontes culturales que se dieron a sí mismas no podían caer demasiado lejos de las ideas con las que se habían formado en su paso por el magisterio. Y aún así, le dieron su sentido al dedicarle a esta obra parte de su tiempo libre. En las fojas del expediente que la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares creó para atender la demanda de libros de esta biblioteca permanecen, entre líneas, los sentimientos que estas maestras depositaron en la lectura como emancipación.
La segunda buena razón para estudiar nuestras bibliotecas populares nos remite al archivo. De las investigaciones citadas aquí, y de otras que se pudieran invocar, es posible elaborar una tipología documental que brinde un panorama de aquello a lo que necesitamos prestar atención. De un lado tenemos los vestigios que dejaron a su paso las personas que supieron hacer las bibliotecas: actas de comisiones directivas, registros de lectores, estadísticas de préstamos, reglamentos, estatutos, memorias de gestión, catálogos, libros de contabilidad, planos, fotografías, cartas, publicaciones, muebles y objetos de decoración. Las caras materiales y simbólicas impresas en esas presencias aluden a una representación de lo que fueron y quisieron ser estas entidades. De otro, se ubican los testimonios producidos por el Estado, en sus diferentes jurisdicciones: leyes, decretos, reglamentos, protocolos, listas de libros, informes de inspección, inversiones de distinta índole (subsidios, viáticos, etc.), estadísticas de bibliotecas, censos, revistas de la especialidad, eventos, audiciones de radio. En términos generales, el Estado se relacionó con las bibliotecas populares y obreras mediante la elaboración de una malla procedimental generadora de conocimiento y haceres de y sobre bibliotecas, que a su tiempo y alternativamente permitió alentar, controlar, direccionar y condicionar la actividad que en cada lugar desarrollaron las asociaciones. Finalmente, se encuentran unas producciones discursivas que, o bien corresponde ubicar del lado de las intenciones testimoniales o ficcionales de un autor, como son las notas periodísticas o los fragmentos que pueden hallarse en memorias biográficas o escenas literarias, o bien conciernen a los procesos de profesionalización progresiva del saber sobre bibliotecas, y se expresan como polémicas, artículos de revistas, ensayos y monografías. Ahora ya sabemos con qué papeles nos vamos a ensuciar las manos. Parece una obviedad mencionarlo, pero el descubrimiento de nuevas historias de bibliotecas depende de la conservación y la organización de esos papeles. Sin esto, el renovado interés que describimos corre el riesgo de perderse en un callejón sin salida. Pero afortunadamente la voluntad historiográfica por la biblioteca coincidió con un tiempo en el que el archivo despertó una pasión entre los investigadores que sorprendió a propios y extraños. Y mientras algunos se abocaron a las meditaciones epistémicas, otros encontraron nuevos motivos y climas institucionales propicios para volver sobre los documentos, clasificarlos, armar series y darlos al público. Pienso que el Archivo Histórico de la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares ejemplifica el punto, además de brindarnos el condimento extra que supone su acceso en línea. La iniciativa lleva varios años. Desde el sitio de la institución es posible acceder a miles y miles de documentos generados por esa mutua relación entre la Comisión y las bibliotecas. Una asociación, si lo desea, puede bucear en el expediente que tiene parte de su pasado y unirlo a los suyos para jugar un poco al rompecabezas. Muchas bibliotecas quedan por recuperar. El trabajo es arduo, pero hay un principio. Este énfasis que la Comisión puso en los legajos alojados en su establecimiento se extendió a otras dos políticas: la organización de charlas y jornadas sobre la historia de las bibliotecas populares, por una parte, y, por otra, la financiación de proyectos de recuperación, preservación, conservación o digitalización documental en el marco del programa Tesoro de las Bibliotecas Populares. Esta es una iniciativa que movilizó a muchas asociaciones y, quizá, pueda ser una fuente de inspiración para otras que aún no iniciaron este camino, independientemente de la subvención. Porque volver sobre los papeles de una biblioteca popular puede ser una experiencia comunitaria invaluable. Un pueblo o un barrio, escuelas y clubes; todos están en condiciones de involucrarse en un proyecto de recuperación de un pasado que es el de la comunidad, que guarda los vestigios de quienes habitaron las calles en otros tiempos. Solo hay que animarse un poco. Una biblioteca puede dar el primer paso y relevar todos los documentos que considere históricos, evaluar su estado de preservación, solicitar asesoramientos, si se requiere, de las metodologías adecuadas de conservación. Este fondo inicial, como quedó dicho, es susceptible de complementarse con aquellos materiales eventualmente disponibles en la Comisión; pero también puede incrementarse con lo que la propia comunidad tiene para brindar: antiguos dirigentes y allegados (o sus hijos), lectores y bibliotecarios, quizá conserven en sus casas fotografías, cartas, recortes de diarios. Una jornada tal vez logre crear un ámbito ideal para solicitar estos papeles, digitalizarlos y tomar apuntes de las anécdotas que se cuentan sobre ellos. La historia oral tiene sus bondades: convocar al testimonio puede dar forma a un archivo en sí mismo, solo hay que formular las preguntas adecuadas. Al gestionar una propuesta de este tipo, la biblioteca podrá salir al encuentro de sí misma y de su comunidad, y revitalizar los patrimonios que aún permanecen algo dormidos.
Al llegar al final de este ensayo, sabemos que la historia de las bibliotecas que comenzó a descubrirse de un tiempo a esta parte todavía tiene para entregar varias sorpresas. Ya sea que cambiemos el punto de vista desde el cual las miramos, o porque demos con documentos que modifiquen el panorama o la imagen que tenemos de ellas y su pasado; las buenas razones para estudiar las bibliotecas están en el presente, en las sensibilidades que todavía nos despiertan. A continuar con esta obra todos están convidados.
Bibliografía