Alejandro Eujanian
Instituto de Estudios Críticos en Humanidades - Universidad Nacional de Rosario -Conicet
RESUMEN
Me propongo reponer brevemente el momento de elaboración de dos lecturas de la historia nacional, que irrumpen con la publicación de la Historia de Belgrano y de la independencia argentina de Bartolomé Mitre, en 1876 y de El gaucho Martín Fierro de José Hernández en 1872. No se trataba de relatos necesariamente antagónicos o alternativos, sino que ofrecían, si nos atenemos a alguna de las interpretaciones que realizaron de ellos sus contemporáneos, el revés de una misma trama que se inicia con la Revolución de Mayo de 1810. Mientras la historia de Mitre ofrecía una interpretación optimista de la nación, que había atravesado conflictos y obstáculos hasta que finalmente se consolidó con la formación del Estado Nacional argentino; la autobiografía en verso de la vida de El Gaucho Martín Fierro exponía en su historia las promesas sociales incumplidas de una nación por la que el gaucho había dado su vida y que, sin embargo, lo había olvidado.
Biografía del autor:
Doctor en Humanidades y Artes -mención historia- por la Universidad Nacional de Rosario. Investigador, IECH-UNR-CONICET. Docente de la Escuela de Historia y director del Doctorado en Historia de la Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario.
Palabras clave: Martín Fierro, Historia nacional, Tradición, Héroe, Gaucho.
La historia de nuestro país bien podría entenderse como los diversos modos en que el contundente poema de José Hernández ha sido leído, puesto a circular por el mundo y, sobre todo, interrogado a propósito de las grandes preguntas que agobiaron a las diferentes generaciones de argentinos (Link, 2001).
Fierro es soldado y es desertor, y es desertor por ser soldado; sus penurias de soldado engendran al desertor, y al mismo tiempo lo explican (Kohan, 2014, 125-135).
Introducción
A finales de la década de 1930, el Consejo Nacional de Educación propuso reunir textos folklóricos con el fin de editar una Antología Folklórica Argentina. En la fundamentación, señalaba que la difusión del folklore era fundamental en “un país de inmigración, expuesto a la influencia de las razas, ideologías y culturas diferentes cuando no antagónicas” (Consejo Nacional de Educación, 1940). Según los funcionarios, la función de la escuela era afianzar el nacionalismo por medio de la tradición, para “neutralizar” ese cosmopolitismo era necesario recuperar la “personalidad” de la nación que venía del “fondo de su historia y de su suelo”. Leyendas, narraciones, mitos y refranes constituirían el inventario para construir una identidad que se nutría menos de la historia científica y patriótica que de creencias, fábulas, anécdotas a través de los cuales los niños conocerían el heroísmo nativo1 . Para la misma época, se sancionó la ley que establecía en la provincia de Buenos Aires, y luego a nivel nacional, el nacimiento de José Hernández como día de la tradición. Con ello, se consagraba en el dispositivo escolar y festivo el Martín Fierro y la tradición como genuina expresión de la nacionalidad. Su irrupción no modificaba la pedagogía histórica y patriótica, delineada durante años no sin querellas, en todo caso la incorporaba y privilegiaba sin aparentes contradicciones. De ese modo, “Héroes patricios y gauchos rebeldes”, hechos históricos y mitos populares, parecían convivir como manifestaciones de un colectivo nacional (Cattaruzza & Eujanian, 2003). La idea de que el Martin Fierro podía expresar mejor que cualquier otra obra de la literatura un “ser nacional”, tenía antecedentes en las primeras lecturas del poema de Hernández, pero sobre todo desde comienzos del siglo XX, cuando autores como Martiniano Leguizamón, Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas, lo elevaron a ese sitial de honor. Tampoco era nueva la idea de que los versos gauchescos contenían un fuerte potencial pedagógico y civilizatorio, el propio José Hernández lo había planteado así en la carta que escribió a sus editores en 1874, cuando su obra se había revelado como un éxito imprevisto. Lo nuevo, en todo caso, era el amplio consenso en torno a los méritos del poema y la función pedagógica y nacionalizadora que podía cumplir en una sociedad con un alto grado de heterogeneidad social.
Por lo pronto, en la década de 1870, cuando se publicaron las primeras ediciones del Martín Fierro, ni héroes patricios ni gauchos habían ocupado un lugar incuestionado en la narrativa histórica nacional. Me propongo reponer brevemente el momento de elaboración de dos lecturas de la historia nacional, que irrumpen con la publicación de la Historia de Belgrano y de la independencia argentina de Bartolomé Mitre, en 1876, y de El gaucho Martín Fierro de José Hernández, en 1872. No se trataba de dos relatos necesariamente antagónicos o alternativos, sino que ofrecían, si nos atenemos a alguna de las interpretaciones que realizaron de ellos sus contemporáneos, el revés de una misma trama que se iniciaba con la Revolución de Mayo de 1810. Mientras la historia de Mitre ofrecía una interpretación optimista de la nación, que había atravesado conflictos y obstáculos hasta que finalmente se consolidó con la formación del Estado Nacional argentino; la autobiografía en verso de la vida de El Gaucho Martín Fierro exponía en su historia las promesas sociales incumplidas de una nación por la que había dado su vida y que, sin embargo, lo había olvidado.
Genealogía de la nación, su origen y su destino
A lo largo del siglo XIX, si bien había acuerdo en que la Revolución de Mayo de 1810 representaba el origen de una nación, otros aspectos de esa historia resultaban polémicos. Entre ellos, quiénes eran los autores de la revolución: ¿el pueblo o las elites, las milicias o los hombres de letras? ¿Sus protagonistas habían tenido como objetivo declarar la independencia o solo buscaron el modo de conservar los dominios del rey de España, don Fernando VII? ¿Aspiraron a construir repúblicas o preservar la monarquía? ¿Qué papel habían tenido en ella Buenos Aires y los pueblos del interior? ¿Era la nación una realidad previa a las provincias o era resultado de un pacto entre los pueblos? Estos desacuerdos, permiten comprender por qué, a lo largo del siglo XIX, fracasaron diversos intentos por consagrar un panteón de héroes sin que pudiera evitarse poner en discusión los méritos que tenían aquellos que pretendían ser instalados en ese pedestal (Wasserman, 2001, pp. 57-84; Bertoni, 2001, p. 255-306).
Recién en las últimas décadas de ese siglo, se fue consolidando una interpretación de la historia nacional, que se inspiraba en la doctrina según la cual los Estados modernos eran la expresión política y jurídica de pueblos que habían tomado conciencia de su pertenencia a una misma nación, en la medida que compartían una misma historia, lengua, costumbres, religión, raza y cultura. Esa interpretación, elaborada en el contexto intelectual del historicismo y el romanticismo, fue fundante de la legitimidad de los nuevos Estados americanos surgidos de la disolución de los imperios ibéricos, que reclamaban sus derechos soberanos sobre un territorio cuyas fronteras difusas los tornaban vulnerables ante las aspiraciones de las antiguas metrópolis, de los otros Estados americanos, de la expansión de los imperios europeos y de los Estados Unidos y, también, de los Estados provinciales que aspiraban a conservar su autonomía frente a las políticas centralizadoras del Estado nación (Anderson, 1993; Hobsbawm, 1991; Annino, et. al., 1994).
En el caso de la Argentina, la versión más acabada de ese relato genealógico de la nación fue formulada por Bartolomé Mitre. Lo que había comenzado como una breve Biografía de Belgrano, en 1857, veinte años después se transformó en la voluminosa Historia de Belgrano y de la independencia argentina. En esta tercera edición, que se publicó entre 1876 y 1877, Mitre incorporaba un capítulo introductorio, titulado “La sociabilidad argentina, 1770-1794”, en el que fijaba los antecedentes de un pueblo que se había desarrollado en un entorno geográfico, poblacional y económico que habría favorecido el florecimiento temprano de una “democracia rudimental, turbulenta por naturaleza y laboriosa por necesidad, con instintos de independencia individual y de libertad comunal”. A lo largo de ese proceso gradual, se iría desarrollando una nacionalidad peculiar cuyas virtudes y características esenciales creía ver realizadas en la vida y la personalidad de Manuel Belgrano. Así, del mismo modo que Martín Fierro representaba en su experiencia la de todos los gauchos, también Belgrano era el reflejo de la evolución de un sujeto colectivo, una nación que durante las invasiones inglesas y la revolución de 1810 tomaría conciencia de su nacionalidad.
El libro de Mitre concluía en 1820, en los días en los que moría en Buenos Aires su héroe y Buenos Aires atravesaba una profunda crisis política luego de la derrota que sufrió en manos de los caudillos del litoral. A partir de allí, comenzaba el gradual avance de una democracia genial, embrionaria y anárquica, que con el tiempo se iría normalizando bajo un orden institucional. En el último capítulo, en el que recuperaba el discurso que pronunció en 1873 durante la inauguración de la estatua de su héroe, Mitre terminaba de delinear los contornos de su personaje como “el héroe modesto de la democracia”. Su heroicidad no radicaba ni en su genio excepcional, ni en sus escasos éxitos militares, ni en sus dudosos antecedentes republicanos, sino que representaba al ciudadano común que había cumplido el papel al servicio de la patria que el destino —la divina providencia— le había reservado (Eujanian, 2020).
En esa historia, el epicentro de la nacionalidad estaba puesto en la ciudad de Buenos Aires, más que en la provincia, y en sus elites dirigentes, que expresaban ese tipo de sociabilidad ideal, con tendencias más igualitarias, republicanas y democráticas que el resto de los pueblos americanos. Poco lugar tenían en ese relato las provincias y los millares de soldados anónimos que nutrieron los ejércitos de la independencia, especialmente los gauchos, que habían adquirido mayor visibilidad con las guerras civiles de las que emergían apenas como expresión de una democracia inorgánica, bárbara y americana que aun siendo genuina debía disolverse bajo el imperio de las instituciones. Las presidencias de Bartolomé Mitre (1862-1868), Domingo F. Sarmiento (1868-1874) y Nicolás Avellaneda (1874-1880) cumplirían la misión de consolidar ese nuevo orden y la disciplina social de un Estado que iría expandiendo su capacidad de imponerla al conjunto de la sociedad.
Diversos intelectuales acusaron a Mitre de estar guiado por un interés personal para hacer de Belgrano un héroe a su medida. El propio Sarmiento, en el “Corolario” a la segunda edición de 1859, había visto en la Biografía de Belgrano el perfil de un candidato a la presidencia. Su premonición se mostró acertada dos años después (Sarmiento, 1859, pp. 519-546). En 1864, Dalmacio Vélez Sársfield, acusó a Mitre de escribir una historia que para elevar a Belgrano al panteón de héroes había calumniado la acción de los pueblos, que habían sido quienes arrastraron a ese general despótico y antidemocrático a realizar tareas para la que no era del todo apto (Vélez Sarsfield, 1864, 215 y ss). Juan Bautista Alberdi creía ver en la participación de Mitre en la Guerra del Paraguay la intención de “querer hacer la historia de Belgrano después de haberla escrito” (Alberdi, 1897, p. 7). Por su parte, también crítico de esa guerra, José Hernández denunciaba la intención de Bartolomé Mitre de erigirse como un “émulo de Belgrano”, involucrando para ello al país en un conflicto con Paraguay que había puesto en riesgo la unidad nacional (Hernández, 1869, p. 291).
El gaucho como héroe olvidado de la Revolución de Mayo
Pocos años antes de la edición definitiva de la Historia de Belgrano y apenas meses antes de la “Apoteosis de Belgrano”, que Mitre dedicó a su héroe en 1873 cuando se inauguró el monumento instalado en la Plaza de Mayo, José Hernández comenzaba a escribir los versos de El gaucho Martín Fierro, en el cuarto de un hotel de Buenos Aires. Su autor era un hombre de prensa, combatiente de las guerras civiles, primero en apoyo de Justo José de Urquiza y luego acompañando a López Jordán, junto al que fue derrotado en 1871.2 Según cuenta Hernández, se trataba de una manera de escaparle “al fastidio” que le provocaba el ostracismo que le impuso la derrota sufrida por el último caudillo entrerriano. Así nacía la historia del gaucho que había tenido hacienda, hijos y mujer hasta que, víctima de una justicia arbitraria, fue forzado a servir en un fortín en la frontera con los indios de la provincia de Buenos Aires. Es decir, su tema no provenía de los motivos de la reciente derrota. No trataba sobre el conflicto entre el gobierno nacional y las provincias, las guerras civiles, la resistencia y derrota de los caudillos que resistían al gobierno nacional, o de las consecuencias de la Guerra del Paraguay. Todos ellos asuntos que formaron parte de sus intervenciones periodísticas en diversas hojas durante años, como las notas que dedicó al Chacho Peñaloza para acusar al partido unitario3 , al presidente Mitre y a Domingo F. Sarmiento como responsables de su brutal ejecución. Se trataba, en cambio, de la historia de un gaucho de Buenos Aires en su fatal caída, de la próspera campaña bonaerense a las tolderías de los indios. Su crítica revelaba sobre todo los efectos sociales de la leva forzada, practicada por diversos gobiernos desde las guerras de independencia para nutrir ejércitos de soldados mal pagos, peor vestidos y alimentados.4
Que la forma elegida por Hernández fuera la gauchesca no era sorprendente. Había sido el género privilegiado para hablar del gaucho o para poner en circulación su voz. Por otro lado, se trataba de un género que admitía un uso político. De ese modo lo habían practicado sus antecesores, Bartolomé Hidalgo e Hilario Ascasubi. Sin embargo, se diferenciaba explícitamente de ellos y de Estanislao del Campo, ya que su gaucho narraba su historia en su propia lengua no para hacer reír sino para hacer oír con la mayor seriedad posible los “males que conocen todos, pero que naides cantó”.
Al poco tiempo, el folleto de El gaucho Martín Fierro, impreso en papel barato y con rimas cuya métrica favorecía su memorización y transmisión oral, tuvo un éxito inesperado. Reveló de ese modo la existencia de miles de lectores que no habían formado parte del mercado de consumo de bienes culturales hasta ese momento. También puso en evidencia la existencia de nuevos circuitos de distribución y consumo de libros: “desparramados por todos los ámbitos de campaña han constituido la lectura favorita del hogar, de la pulpería del soldado y de todos los que tengan a la mano un ejemplar del Martin Fierro”5 . La historia es conocida, entre 1872 y 1878 se publicaron ocho ediciones, que en total representaban 49.000 libros, solo en impresiones autorizadas por el autor. Por otro lado, su auditorio se multiplicaba a través del recitado en pulperías y fogones, que elevaban exponencialmente su público. En la 15° edición de 1894, se afirmaba que se habían llegado a vender 64.000 ejemplares de ese gaucho que se presentaba como el “redentor” de una clase que “bajo la dominación colonial, como bajo la dominación republicana, solo ha vivido víctima obligada de todo género de abominaciones”.6
Tanto en la ciudad como en la campaña, El gaucho Martín Fierro adquirió una popularidad tal que llevó a su autor a escribir una segunda parte, conocida como La vuelta de Martín Fierro. Todos sus críticos han señalado las diferencias entre ambas, sobre todo entre el sentido de denuncia que predomina en la primera y el más moralizante, disciplinador y civilizatorio de la segunda. Dicho cambio, ha sido atribuido al desplazamiento político de Hernández, que progresivamente se integró a las elites dirigentes porteñas, como diputado y senador de la provincia de Buenos Aires.
En las décadas siguientes, ambas partes fueron leídas como una sola, incluidas en un mismo volumen titulado Martín Fierro y distinguidas como la Ida y la Vuelta. Sin embargo, originalmente cada una de ellas fue publicada por separado. Fueron sus editores, y eventualmente alguno de sus lectores y críticos, los que unieron lo que fue producido en diversos contextos y leídas como relatos autónomos. De hecho, la primera parte fue publicada en 1872 junto a un folleto presentado como “una interesante memoria del camino tras-andino”. Se trataba de un texto escrito con un lenguaje propio de un informe técnico, en el que se recogían los resultados de la expedición realizada por la comisión encargada de buscar un paso a través de la cordillera para construir una vía férrea a Chile. Pese sus notables diferencias con los versos gauchescos, formó parte de su contexto inicial de lectura y nos orienta respecto a los destinarios que imaginó el autor y sus editores para la primera edición de su folleto.7
De la lectura de esa primera edición se desprende que Hernández pensó no solo en un público culto sino, sobre todo, con la suficiente influencia política como para que sus argumentos a favor de la construcción del tren trasandino y la exploración de las fronteras tuviesen algún efecto práctico (Lois, 2003). Por otro lado, el informe comparte el mismo sentido de queja que domina el Martín Fierro, en este caso ante el abandono y desconocimiento que se tiene de lo que denomina “nuestra geografía interior”. Regiones a las que, a pesar de sus potenciales riquezas, desde la colonia las autoridades “dejaron en el más completo olvido y abandono”. Después de recorrer sumariamente los escasos testimonios proporcionados por exploradores a la costa patagónica y la región andina, insiste con la necesidad de explorar zonas alejadas con el fin de obtener conocimientos topográficos que favorezcan el progreso en lugar de invertir recursos y vidas en “oprimir a los pueblos”. Mientras tanto, sostiene Hernández, con excepción de Buenos Aires, la frontera indígena casi no se había expandido ni en hombres, ni en ganado ni en comercio. A través de ellas “los indios pasan como avalancha, para llevar el incendio, la desolación y la muerte a los moradores de la campaña”. Por eso reclamaba a los gobiernos que realicen las acciones necesarias para controlar el desierto en nombre del progreso: “Calcúlese cuanto importaría para nuestra industria, comercio y riqueza la posesión de ese dilatado espacio”.
No era el discurso de quien se oponía al progreso, a la civilización y a los avances de la modernización. Por el contrario, acusaba al gobierno de gastar recursos en rencillas internas antes que en el desarrollo de territorios inexplorados. La solución a ese problema, no parecía encontrarla en la revolución o en la movilización de ciudadanos armados, a la que ha dedicado tantos esfuerzos, sino en cambio en elecciones en la que la voluntad de los pueblos, movidos por el afán civilizatorio antes que por un espíritu de facción, eleve a posiciones de decisión a quienes lleven adelante un programa verdaderamente liberal. Es necesario que los pueblos elijan “gobiernos justos y progresistas, Congresos liberales, y dejará de ahogarnos el desierto, que por todas partes circunda, como barrera impenetrable”. También se presentaba como promotor de la instalación de colonias agrícolas, que contribuirían a civilizar el desierto: “Trácese para la República la frontera que la naturaleza le demarca, conquístese de esa manera el desierto, derrámese en él la actividad de la industria, la riqueza, la vida del comercio y la civilización”. Pero para ello, era necesario resolver primero el problema político:
Deseamos ver al frente de los destinos de la república hombres patriotas, liberales, progresistas, que imprimiendo a la marcha del país un derrotero nuevo, lo aparten de la senda trillada de Gobiernos obcecados, vengativos, inertes para el bien, ocupados solo de satisfacer ambiciones ilegítimas, y que lo mantienen como el Prometeo de la fábula, amarrado a la roca de sus viejas desgracias (Hernández, 1872, pp. 69-78).
Es claro que el texto de Hernández sobre el camino trasandino no produjo mayor interés entre sus lectores, no aparece mencionado por sus críticos y comentaristas, además desaparece en posteriores ediciones. Pero es fundamental para comprender no solo cuál es el público al que va dirigido, sino también la manera en la que el autor participa en el debate público y los modos de argumentación destinados a promover la intervención de las autoridades en cuestiones relativas a la reforma social en las fronteras del país. Así, el tono civilizatorio que predomina en la Vuelta, ya estaba anticipado en ese texto complementario de 1872 y, sin duda, en la carta a los editores de la 8va. edición de 1874:
Para mí, la cuestión de mejorar la condición social de nuestros gauchos no es solo una cuestión de detalles de buena administración, sino que penetra algo más profundamente en la organización definitiva y en los destinos futuros de la sociedad, y con ella se enlazan íntimamente, estableciéndose entre sí una dependencia mutua, cuestiones de política, de moralidad administrativa, de régimen gubernamental, de economía, de progreso y civilización (Hernández, 1974 [1894]).
En ese momento, revelado ya el éxito popular de su Martín Fierro, Hernández identificaba al gaucho como agente de progreso en un país pastoril. Para ello, la condición era que ese gaucho paria se convirtiera en un ciudadano con deberes y derechos, “Las garantías de la ley deben alcanzar hasta él; debe hacérsele partícipe de las ventajas que el progreso conquista diariamente: su rancho no debe hallarse situado más allá del dominio y del límite de la Escuela”. En esa dirección, concebía su folleto como un instrumento que debía servir para inducir a los gobiernos a tomar decisiones que aliviaran “los males que pesan sobre esa clase de la sociedad”, así como también aspiraba a que estimulara a aquellos que “escuchen al calor del hogar la relación de sus padecimientos, el deseo de poderla leer” (Hernández, 1974 [1894]).
Pocos años más tarde, concurrió Hernández a la muestra en la que su amigo Manuel Blanes exhibía la pintura El juramento de los Treinta y Tres Orientales. Como retribución a esa invitación le escribió al pintor una elogiosa carta en verso, en la que describía el cuadro con la voz de Martín Fierro.8 Recuerda de este modo el artificio que en la gauchesca ya había realizado Ascasubi, cuando sus personajes, Contreras y Chano, conversan acerca de las celebraciones del 25 de Mayo en Buenos Aires; o las impresiones de Anastasio el Pollo, cuando concurre a la ópera en El Fausto de Estanislao del Campo (Ludmer, 2000, pp. 201-230). En este caso, Martín Fierro describía una pintura cuyo significado histórico se resolvía en la frase “esa gente tan dispuesta cuyo país va a libertar…dispuesta a triunfar o morir”. Lo hacía desde la perspectiva de un gaucho “para mí, más conocida, es la gente subalterna”, y en ese tipo social, antes que en los oficiales, detenía su mirada para observar “entre tanto valiente/Donde lejos se divisa/ el que en mangas de camisa/Se hace notar el primero/Un gaucho más verdadero/No he visto ni en los de Urquiza”. Destacaba de ese modo la heroicidad del gaucho de las guerras de independencia, en comparación a la representación que el propio Blanes ejecutó del gaucho de las guerras civiles, en la serie de pinturas de batallas que realizó para Justo José de Urquiza.
Ese gaucho representaba valores propios de una epopeya, que las guerras civiles dejaron atrás: “Espuela y bota de potro. Todo está como nacido, /Es patriota decidido, /Se ve que resuelto está…/Lleva su ropa y sus armas/Como quien las sabe usar”. Luego se detiene en otro gaucho, apenas visible en un rincón, que “Se ha largado a la patriada/Descalzo y de pantalón”. Gauchos que van con orgullo y decisión a liberar su país, “Peliando con valentía, /Quizás ni ropa tendrían”. El contraste se produce con quienes los trajeron en bote que, según Hernández, huyen de la pelea que se avecina “Parece que van diciendo…Tal vez ninguno consiga/Escapar de la matanza”. A diferencia de la crítica que realizaba Fierro a la leva forzada que lo arrastró al fortín y lo convirtió en desertor, en este caso Hernández no los justifica: “Yo los hubiera agarro/A los que el bote se llevan, […] Cuando pisaron en tierra/Debió principiar la leva”. De ese modo, surge una distinción entre los gauchos a quienes la leva los llevó a luchar por la independencia de su patria y el rol menos virtuoso que les tocó a los gauchos que participaron en la guerra contra el indio, la deserción parecía como la única opción para escapar de las condiciones a las que eran sometidos en el fortín.
La distinción entre el gaucho de las independencias, de la guerra civil y de la guerra contra el indio que realiza el autor, no tiene que ver tanto con el personaje, sino con el contexto en el que es llevado a intervenir y las virtudes de su causa. Algo similar sucedía con los héroes de la independencia, que sobresalían por sobre los que lucharon en las guerras civiles, como los generales Paz o Lavalle. Sin embargo, a diferencia de ellos, los gauchos eran héroes olvidados. Ello se reflejaba en algunas de las primeras lecturas de El gaucho Martín Fierro. Sobre todo, para quienes leyeron en la autobiografía de ese gaucho imaginario la historia y el destino de todos los gauchos. De este modo, su causa trascendía las circunstancias del presente y podía ser leído como una historia social del campesinado desde la revolución, casi siempre víctima de la exclusión política, social y económica que se había acelerado como resultado de la integración de la producción agropecuaria pampeana al mercado mundial.
Esa era, precisamente, la interpretación que va a impugnar Mitre en la carta que le escribió a Hernández en 1878. Por una parte, elogiaba al poema gauchesco, a pesar de que a su juicio exageraba el colorido local, abusaba del naturalismo y utilizaba barbarismos que no eran indispensables para que el libro alcance a todo el mundo. Pero, sobre todo, ponía en tela de juicio la “filosofía social” del poema:
que deja en el fondo del alma una precipitada amargura sin el correctivo de la solidaridad social. Mejor es reconciliar los antagonismos por el amor y por la necesidad de vivir juntos y unidos, que hacer fermentar los odios, que tienen su causa, más que en las intenciones de los hombres, en las imperfecciones de nuestro modo de ser social y político (Mitre, 1879, pp. X-XI).
Si para Mitre, la situación actual era resultado no de las políticas desarrolladas por los gobiernos sino de las condiciones socio económicas y culturales del medio en el que desarrolló su existencia; para otros lectores, la vida de Martin Fierro reflejaba la historia de un grupo social que fue víctima del proceso de formación del país que contribuyó a construir. En este sentido, José Tomás Guido le escribía a Hernández el 16 de noviembre de 1878 que veía en Fierro la manifestación de la raza, anticipando un rasgo que años después sería reconocido por Leopoldo Lugones, entre otros: “Hay en ese representante primitivo de nuestra nacionalidad, una mezcla singular de astucia y de candor. Pero domina entre los afectos de su alma la idolatría de su independencia”.9 Guido también recuperaba algunos tópicos sarmientinos en la asociación de su carácter al medio en el que le había tocado vivir. El desierto era el responsable tanto de su profundo sentido de libertad, como de un ánimo inclinado a la melancolía. Aunque en Guido se invertía el polo de positividad, ya que consideraba esos rasgos, en los que intuía sensibilidad y patriotismo, lo opuesto a la civilización funesta.
Pero lo más importante, con relación al argumento de este artículo, es que creía ver plasmados en el folleto de Hernández los problemas fundamentales de la sociabilidad rioplatense: “Las promesas de la revolución no se han cumplido todavía para los hijos del Pampero”. Por ello, Guido entendía que el mérito de Hernández no se agotaba en su aporte a la literatura nacional, sino que mediante el procedimiento de embellecer las tradiciones lograba “grabarlas no solo en la literatura sino también en la historia”, que lo había olvidado.
Los mismos juicios favorables emitía Saldías, que rescataba el hecho de que en sus 11 ediciones habían superado en ventas a la Constitución: “Su ‘Martin Fierro’ le lleva tres todavía; y recorre a caballo la llanura, las pulperías y los ranchos”. También observaba en el libro la reivindicación del Gaucho, cuya “huella ha sido la del martirio abnegado, su vida la del combate contra la adversidad, su destino, el de los eternamente desheredados”. De ese modo, Hernández recogía del olvido lo que el progreso sepultó con civilizaciones ajenas: “que amenaza prohibir el gaucho hasta del consuelo de ver en un día no lejano, el espectáculo de nuestras libertades arraigadas, de nuestros derechos dignificados, de nuestra prosperidad asegurada por las que el gaucho luchó durante cincuenta años con su lanza y a caballo”. Así, Adolfo Saldías leía en Martín Fierro la historia de desamparo de quien luchó por la libertad sin obtener por ello ningún beneficio:
A principio de este siglo el gaucho, con ser que ya había guerreado en nombre de su patria contra los ingleses, era el más desamparado de la suerte y de los hombres… Requerido constantemente para el servicio militar que demandaba nuestra guerra de la Independencia ¿dónde se dio una batalla en la que el gaucho no lanceó, acuchilló, baleó y venció a los españoles, haciendo gala de ese heroísmo temerario que es aliento poderoso de su alma, algo como carne de su carne?... La Independencia se iba logrando, el bienestar se acariciaba, se comenzaba a gozar algunos bienes, y entre tanto ¿qué participación tenía el gaucho en este nuevo teatro de la democracia, que él había contribuido a cimentar? patria ingrata que lo había engendrado para sacrificarlo, especie de Saturno que bebía sin saciarse la sangre de sus hijos. 10
En ese relato encontraba Saldías la explicación del surgimiento del caudillismo. Ramírez, López, Bustos, Facundo y Aldao, no habían sido más que los representantes genuinos de quienes habían sido excluidos de los beneficios de la revolución. Entre ellos, se destacaba en Buenos Aires Juan Manuel de Rosas, que:
fue como una Providencia que surgió de las entrañas de la Pampa en favor de los gauchos, que miraban con indecible asombro ese hombre para ellos extraordinario, y que era su propio engendro y que ya los había hecho brillar sobre todos, conduciéndolos a ahogar la anarquía en esa ciudad de Buenos Aires, que nunca había tenido un eco de consuelo para ellos…templaban sus guitarras para cantar sus alabanzas a ese gaucho hermoso y arrogante que protegía sus hogares y los hacía felices dejándolos vivir de su trabajo al lado de su hijos ¿Cómo pues el corazón de la campaña no había de abrirse con la espontaneidad de la flor del aire para elevar a Rosas al Gobierno? (Saldías, 1878).
De ese modo, ofrecía a través del poema una versión en la que se podía leer el revés de una trama que había sido construida en torno a figuras patricias y a la heroica ciudad de Buenos Aires. La contracara era la ciudad ingrata ante quienes lucharon por su libertad. Mientras que “La federación fue la venganza de los gauchos”. No se trataba de oponer valores y principios, no eran las bondades de la revolución, del orden republicano, de las libertades públicas, del progreso y la civilización los que estaban en discusión sino quiénes habían sido sus beneficiarios y quienes, habiendo luchado por ellos, fueron excluidos y olvidados.
Breves reflexiones finales
Jorge Luis Borges clasificó las críticas dedicadas al poema que consideraba una obra maestra en su género, “Tres profusiones ha tenido el error con nuestro Martín Fierro: una, las admiraciones que condescienden; otra, los elogios groseros, ilimitados; otra, la digresión histórica o filológica” (Borges, 1932-1974, p. 179). El breve recorrido que realicé en este artículo no tiene como objetivo las dos primeras opciones, en todo caso se trata de una excusa para realizar una digresión histórica. Tampoco fue mi intención proponer o menos aún restituir la que sería la interpretación auténtica del poema sino algunas de las interpretaciones que su lectura habilitó entre sus contemporáneos, antes de la publicación de La Vuelta en 1879. Al menos para aquellos que leyeron a través de él una versión no contraria al liberalismo, pero sí menos optimista de la historia nacional y, sobre todo, menos unitaria.
Para ello, intenté repensar un primer contexto de lectura del poema, para recuperar una versión que sin poner en cuestión el curso de la historia de la Revolución de Mayo ponía en agenda la deuda social que había con quienes lucharon por ella. Mientras que, aquellos que conocían la trayectoria política de Hernández, también podían observar una crítica a la tradición unitaria y una recuperación de la identidad federal.
El propio Borges —que, como señaló Alberto Giordano, a través de la adición de un recuerdo instaura un nuevo punto de vista para pensarlo— aprovechó su análisis del Martín Fierro para recordar a un antepasado que luchó en las guerras civiles en el bando opuesto a Hernández (Giordano, 2015). Al hacerlo, no solo tenía la oportunidad para reponer su orgulloso linaje familiar, sino también de ofrecer su versión polarizada de la historia nacional, que para Borges no era más que la historia de un pequeño grupo de familias. De ese modo, la digresión histórica de Borges ofrece la ocasión para recuperar aquellas lecturas que lo interpretaron como un modo de intervenir en una narrativa nacional cuya elaboración era contemporánea a su éxito.
Más cerca de nuestro tiempo, que en algún sentido es la summa de todos los tiempos, en una mesa redonda celebrada en la Universidad de Bordeaux se discutió en torno a la consigna ¿Qué resonancias sigue teniendo el clásico nacional del siglo XIX en la imaginación literaria del siglo XXI? En esa ocasión, Sandra Contreras repasó algunas de esas resonancias en El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, de Pablo Katchadjian, de 2007 y El guacho Martín Fierro de Oscar Fariña, de 2011. El primero, como un eco y el segundo, como “reescritura”, “transposición” o “traducción” del mundo gauchesco al villero, refigurado en clave de muchacho del conurbano que lucha por sobrevivir en un sistema de opresión estatal (Contreras, 2013). Más recientemente, Gabriela Cabezón Cámara repuso la historia para dar voz y protagonismo a la mujer de Fierro en Las aventuras de la China Airon. Por su parte, Simón y Marcelo Birmajer, realizaron una operación de recontextualización del Martín Fierro para inscribirlo en el siglo XXI (Katchadjian, 2007; Fariña, 2011; Cabezón Cámara, 2017; Birmajer & Birmajer, 2022). Una y otra vez, la historia del gaucho parece estar condenada a ser reescrita y actualizada, para expresar las injusticias de las que fue víctima, en las que se condensan las circunstancias de los subalternos en cualquier tiempo y lugar. Tal vez sea así, porque, como confesó el propio Hernández, era a esos subalternos a los que podía comprender mejor que a cualquier otro de los personajes que poblaban el cuadro de Juan Manuel Blanes.
Notas
FUENTES
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS