Sara Emilia Mata
Instituto de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades ICSOH-CONICET- Universidad Nacional de Salta
La lectura ha sido y continúa siendo una experiencia siempre renovada y renovadora que inicié en la infancia, continuó en la adolescencia y se prolongó luego en la universidad en una ciudad, Rosario, de la provincia de Santa Fe, en la cual existen numerosas e importantes bibliotecas.
Es agradable recordar las lecturas de la infancia que fueron, en esos años en los cuales no teníamos televisión ni Internet, una inagotable fuente de información acerca de lugares e historias que te transportaban a mundos y experiencias inimaginables, las cuales lograban transformar la cotidianidad de las horas escolares o de las siestas que, en verano, mis padres intentaban que hiciera con escaso éxito.
Fue mi abuela quien me introdujo tempranamente en ese mundo mágico, atrapante y diferente, contando innumerables cuentos infantiles. Luego, cuando aprendí a leer, mis tíos y mis padres me regalaban libros bellamente ilustrados entre los cuales no faltaron los clásicos de los hermanos Grimm. Así princesas y madrastas malvadas, palacios y chozas y hermosos bosques poblaron mi imaginación infantil. Recuerdo también con especial cariño una colección de libros sencillos denominada “Había una vez…” y en especial a “Botón Tolón” un pobre botoncito que atravesaba innumerables aventuras hasta finalmente ser rescatado por un buen sastre. De esas primeras lecturas conservo aún en mi biblioteca algunos títulos, como Dumbo, un elefantito objeto de las burlas por sus enormes orejas, El gato con Botas en el cual se destacaba la astucia como una virtud esencial para lograr los mayores objetivos, La brujita Pinchita o El gigante Bombogocho que demostraban el poder transformador del amor, capaz de convertir a una bruja traviesa y malvada en una hada dulce y buena, y a un gigante gruñón en un simpático muchachito. Todos ellos comenzaron a nutrir una biblioteca infantil, en un hogar donde no existía biblioteca y tan solo se conservaban algunas obras clásicas de Alejandro Dumas que mi abuela leía con entusiasmo.
A pesar de esa carencia, la lectura y el estudio eran para mi madre esenciales y los estimulaba de todas las formas posibles. Una de ellas consistía en regalarme libros para mis cumpleaños o Reyes, a la vez que alentaba la visita a la biblioteca de la escuela pública del barrio, a pocas cuadras de mi casa. Allí acudía acompañada por mi mamá, en búsqueda de libros cuya lectura compartía con mi abuela.
Tenía ocho años cuando leí Heidi de Juana Spyri, libro que obtuve como premio por mi “brillante trabajo acerca de tu madre”, según reza la dedicatoria de la Asociación de exalumnos de la escuela a la cual concurría. Y a partir de allí comenzó la lectura de otros títulos de Juana Spyri, así como también las conocidas obras de Luisa M. Alcott. Niñas y adolescentes cuyas historias y aventuras transcurrían en lugares distantes y desconocidos, en tiempos para mi lejanos, en los cuales no faltaban, en particular en las novelas de esta autora estadounidense, una cuota de romanticismo y nostalgia.
Poco después la lectura de David Copperfield y Oliver Twist de Charles Dickens1, así como también de De los Apeninos a los Andes de Edmundo de Amicis me transportaron hacia una realidad que, si bien continuaba siendo distante, mostraba toda la miseria, dificultades e incluso crueldad que acechaban a una infancia desprotegida del amor familiar. Estos relatos generaban una indecible curiosidad, me atrapaban y fascinaban al mismo tiempo, permitiéndome imaginar diferentes historias y crear nuevos personajes, en la inocente ilusión de escribir nuevos relatos. Fueron también estos libros los primeros que comenzaron a formar mi biblioteca, y a los cuales por supuesto aún conservo, prolijamente ubicados en los estantes destinados a los textos literarios junto a los cuales se encuentran también las obras de poetas que, con esfuerzo, fui adquiriendo en esos años que preceden a la adolescencia.
Con la poesía descubrí emociones diferentes. Las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer fueron, en un primer momento, mis preferidas. Luego comencé a frecuentar otros poetas clásicos como Rubén Dario, Antonio Machado, Federico García Lorca, Pablo Neruda, Alfonsina Storni, Gabriela Mistral, entre muchos otros. Recuerdo especialmente una edición de lujo, con tapas de cuero y hojas finas de bordes dorados, de Cantos de vida y esperanza de Rubén Dario, por supuesto retirado en préstamo de la Biblioteca de la Escuela Normal a la cual concurría. Todas estas lecturas, de las cuales solo menciono aquellas más significativas, aquellas que me permitieron sumergirme en el mágico mundo de la poesía y con las cuales de algún modo, difícil de expresar, me identificaba y hacían posible que una adolescente tímida disfrutara de un espacio único y personal, al cual nadie más tenía acceso.
Pero mientras la poesía era un espacio íntimo otras lecturas despertaron nuevos intereses. Las aventuras de Robin Hood, las andanzas del Rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda, las vicisitudes de los Cruzados en el cercano oriente, Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, Ana Karenina de León Tolstoy y hasta los Cuentos de la selva de Horacio Quiroga, entre muchos otros títulos, que referían a períodos y circunstancias históricas nutrían mi imaginación a la vez que despertaban mi interés por conocer más acerca de los lugares y períodos en que esas historias transcurrían.
Imposible expresar la fascinación que ejercieron, durante mi adolescencia, estas lecturas en las cuales se interceptaban la poesía, las novelas y el relato histórico. Intuyo que desde esos años y a partir de esas lecturas devino mi pasión por la historia. No es casual que entre los libros iniciales de mi biblioteca, se encuentren los ocho tomos de la Historia Universal de Charles Seignobos, publicados en 1964 por la Editorial AMAUTA, forrados en cuero con bellas ilustraciones en blanco y negro y un Atlas de Historia Universal de varios autores, que mis padres me regalaron cuando descubrieron mi interés por la historia. Es que si bien la literatura constituía una fuente de placer permanente, mi predilección por la historia se había intensificado de modo que, al finalizar los estudios secundarios, mi futuro profesional estaba decidido. Deseaba estudiar historia y fue así que, a pesar de la oposición de mis padres quienes anhelaban que su hija estudiara medicina o abogacía, ingresé a la carrera de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras2. Incluso antes del inicio del curso lectivo, compré y leí totalmente deslumbrada Introducción a la Historia de Marc Bloch3, que comienza con la sugestiva pregunta “¿Para qué sirve la historia?” Ese pequeño libro, escrito por Bloch en la cárcel durante la ocupación nazi en Francia, continúa siendo para mí indispensable y no dudo recomendar su lectura a los estudiantes de la carrera de Historia. Constituye, sin dudas, la piedra basal de mi biblioteca personal.
El primer año de facultad sentía una gran curiosidad hacia sociedades totalmente diferentes y poco conocidas. Me maravillé al leer El toro de Minos de Leonard Cottrell quien revelaba, a través de sus hallazgos arqueológicos, en la isla de Creta los trazos de la historia relatada por Homero en la Ilíada y la Odisea. Comprendí entonces que no solamente deseaba estudiar historia para ejercer la docencia. Comencé a soñar en convertirme en historiadora, en aportar nuevos conocimientos. A medida que fui avanzando en mis estudios, mis intereses fueron variando y pasé de la historia griega a la historia colonial. Las culturas americanas, previas a la conquista española, el momento del contacto hispano-indígena y la configuración de la sociedad hispano-criolla se convirtieron en un desafío apasionante. La lectura de Formaciones económicas y políticas del mundo andino de John Murra, Pueblos y culturas de Mesoamérica de Eric Wolf y la Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la Conquista de Miguel León Portilla me permitieron descubrir el impacto generado por el drama de la conquista y la colonización, cuyo conocimiento e interpretación resulta imprescindible para descifrar la complejidad del presente latinoamericano.
En 1972 cuando estaba finalizando mis estudios universitarios Tulio Halperín Donghi publicó Revolución y Guerra. Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla, un libro clásico de la historiografía argentina, al cual desde entonces releyera en repetidas oportunidades encontrando siempre, en cada una de ellas, nuevas preguntas y sugerentes problemas que orientaron mi investigación.
En este recorrido a través del tiempo y de diferentes experiencias lectoras las bibliotecas tanto escolares como públicas resultaron fundamentales. Agotada las posibilidades de nuevas lecturas en la biblioteca de la escuela de mi barrio, al ingresar a primer año de la Escuela Normal n°1 “Dr. Nicolás Avellaneda” de Rosario descubrí la belleza y la paz de las bibliotecas ya que, además de retirar libros, se nos permitía permanecer en la sala de lectura, lo cual hacía en las horas libres, pero también fuera de los horarios de clases. Comencé en esos años a frecuentar también la Biblioteca Argentina Dr. Juan Alvarez, próxima a la Escuela Normal cuya sala de lectura, silenciosa y revestida por estanterías desbordantes de libros, hacía sumamente placentera la lectura. Por esos años concurría también a la Biblioteca Constancio C. Vigil, lamentablemente destruida por la dictadura militar en 1976. Esta biblioteca se encontraba a pocas cuadras de mi casa y en mi calidad de socia retiraba libros que se prestaban, de acuerdo al requerimiento y el número de ejemplares con que contaban, por dos días a una semana. La sala de lectura de la Biblioteca Constancio C. Vigil carecía, sin embargo, de la magia que envolvía a la de la Biblioteca “Dr. Juan Alvarez”, convertida en mi refugio. Al ingresar a la Universidad, la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras me deslumbró. El edificio en el cual funcionaba la Facultad había pertenecido al Colegio y Abadía de la Santa Unión de los Sagrados Corazones cuya construcción en 1902, de estilo neogótico, contaba con una hermosa capilla en la cual se encontraba la biblioteca. Esta poseía no solo un valioso y nutrido acervo bibliográfico, sino también una belleza muy particular que invitaba a permanecer horas en ella disfrutando de la lectura. Las horas libres entre el dictado de una u otra asignatura se convertían entonces, para mí, en una oportunidad única para acudir a la biblioteca.
Aun hoy las bibliotecas ejercen en mí una fascinación difícil de explicar. Especialmente aquellas en las cuales los libros están en la sala de lectura, donde reina el silencio y las horas se deslizan con rapidez dejando, muchas veces, pendientes la lectura para el día siguiente. Sin dudas las lecturas de la infancia, la adolescencia y de esos años universitarios y la concurrencia asidua a las bibliotecas, a buscar libros o a quedarme en ellas leyendo largas horas, dejaron una marca indeleble en mi formación personal y fueron trascendentes en mi trayectoria profesional.
Notas