Universidad Nacional de Tres de Febrero – CONICET
Educar para transformar al pueblo.
Apuntes sobre la educación de primeras letras en Buenos Aires (1810-1820)
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RESUMEN
En el presente artículo se explora la vinculación entre el poder político y la educación elemental durante el proceso revolucionario desencadenado a partir de 1810 en Buenos Aires. En particular, se ofrece una indagación en las publicaciones periódicas de la época, ya que estas prestaron particular atención a las reformas que se anunciaban desde los sucesivos gobiernos. Además de esas menciones, en la prensa se disertaba acerca de los planes implementados en Europa, el alcance social que debían tener las escuelas, la participación de los religiosos y, sobre todo, la necesidad de mayor control del Gobierno en ese ámbito. De ese modo, la instrucción elemental se transformó en un tema en torno del que se discutieron proyectos y se desplegaron las expectativas que los actores tenían en relación con la sociedad que buscaban cimentar. El trabajo se organiza en tres partes. En el primer apartado, se analizan las decisiones tomadas desde el poder político en el terreno de la educación elemental y cómo estas fueron presentadas en la prensa oficial. En el segundo, se examinan las discrepancias entre el Gobierno central (Directorio) y el Cabildo de Buenos Aires. En la tercera parte, se explora el contexto de las innovaciones introducidas por el gobierno de Buenos Aires luego de 1820, haciendo especial hincapié en la oficialización del sistema lancasteriano.
INTRODUCCIÓN
La crisis que atravesó la monarquía hispánica en 1808 impulsó a los actores locales a concebir reformas tendientes a la reorganización de la vida política. El cautiverio del rey proyectó, sobre todo el Imperio, intensos debates acerca del origen de la legitimidad del poder monárquico (Guerra, 1992). En su reemplazo, la concepción republicana de «ciudadanía» se sustentaba en la “postulación de un conjunto de derechos básicos que pertenecían naturalmente a los individuos”. Esto propició “transformaciones ideológicas y culturales” que cuestionaron la propia legitimidad de los miembros de esa élite en el poder (Myers, 1999, p. 111). Asimismo, tanto en Europa como en América, se afianzó un clima de ideas que postulaba a la educación general del pueblo como la herramienta indicada para lograr innovaciones sociales profundas (Caruso & Dussel, 2001). En ese marco, los hechos de mayo de 1810 abrieron la posibilidad de pensar a la instrucción pública para legitimar la autoridad del gobierno criollo y contribuir a la pedagogía revolucionaria.
Inmediatamente después de la asunción del poder político en Buenos Aires por parte de la Primera Junta, los periódicos anunciaron las medidas tomadas por el nuevo Gobierno en el área de la educación de primeras letras. Además de esas menciones, en la prensa se disertaba acerca de los modelos para emular, el alcance social que debían tener las escuelas, la participación de los religiosos en ellas y, sobre todo, la necesidad de mayor control del Gobierno en ese ámbito. Esto marcaba un quiebre con el régimen político anterior, ya que quienes reclamaban sin éxito reformas educativas en aquel contexto encontraban, en la revolución, un escenario propicio para que las innovaciones finalmente se plasmaran. De ese modo, la instrucción elemental se transformó en un tema en torno del que se discutieron proyectos y se desplegaron las expectativas que los actores tenían en relación con la sociedad que querían construir.
Desde el campo historiográfico, se ha destacado la presencia de nuevos ideales educativos y la convicción de los ilustrados sobre el rol central de la educación en el escenario revolucionario (Manganiello, 1980; Weinberg, 1984; Newland, 1992; Narodowsky, 1994; Puiggrós, 2003). Si bien esa imagen da cuenta del imaginario de la época, deja en segundo plano los desacuerdos en el interior de la élite y reduce la posibilidad de ver esas controversias como parte de disputas políticas más amplias. En ese marco, este trabajo propone una lectura crítica de algunos periódicos para rastrear indicios sobre las relaciones existentes entre los diferentes grupos de opinión y los cambios educativos que se intentaban impulsar. La prensa, como “vehículo de proyectos, instrumento de debate y propulsor de valores” (Alonso, 2004, p. 10), oficiaba como caja de resonancia donde esas discrepancias eran trasmitidas al público lector.
EDUCACIÓN Y POLÍTICA EN EL PRIMER CICLO REVOLUCIONARIO (1810-1814)
Durante estos años, los sucesivos gobiernos, a través del Cabildo de Buenos Aires, tomaron la educación de primeras letras como una cuestión central para modificar. El Ayuntamiento no solo puso en marcha la inspección sobre losestablecimientoseducativosconelfindecontrolaralosmaestros. Antela inexistencia de un método pedagógico oficial, intentó también tener alguna injerencia en los contenidos y los modos de impartirlos.1 Un observador contemporáneo describiría, años más tarde, la situación con agudeza:
El pueblo estaba educado en la ignorancia más estúpida (…) En las escuelas no había un sistema de educación; los maestros de primeras letras eran en lo general ignorantes y viciosos, toda su enseñanza era cual se podía esperar de ellos (…) Por medios indirectos, se fomentaba en los americanos la pereza, y con ella todos los vicios que la siguen (Gorriti, 1836, p. 49).
A partir de 1810, los exámenes públicos, a los que asistían representantes del Gobierno y miembros de la élite, oficiaban de medios de control de la tarea de los educadores. El Cabildo entendía que, a través de ese mecanismo, se estimularía en los maestros el “fomento de la enseñanza pública” (Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires [en adelante AECBA], 1811). Esos exámenes, además, constituían “un despliegue de símbolos del Estado, una demostración de lealtades políticas y una representación del orden social y sus valores” (Roldán Vera, 2010, p. 67).
Otra de las primordiales inquietudes era la necesidad de ejercer algún tipo de unificación en los métodos de enseñanza (Weinberg, 1995). Para ello, el Cabildo dispuso una comisión que debía inspeccionar el estado en que se encontraban las escuelas y ordenó la impresión de un “pequeño libro” para ser repartido entre los “niños pobres”.2 Asimismo, la independencia con que contaban los maestros también era objeto de intervención y monitoreo por parte del Gobierno, sobre todo en lo respectivo a los modos de aplicar las pautas disciplinarias.
Los castigos corporales en las escuelas de primeras letras se presentaban en la prensa como prácticas heredadas del viejo régimen a las que se debía combatir, lo que ponía a los educadores bajo un estricto control. Para ello, el Gobierno anunciaba en la Gaceta de Buenos Aires la abolición de las penitencias con la aplicación de azotes y las sanciones que serían aplicadas a los preceptores que continuaran con esa práctica (Gaceta de Buenos Aires, 1813).
Esta preocupación por ordenar y controlar los establecimientos educativos marcó los primeros años de la Revolución. Como se ve, los distintos gobiernos que se sucedieron depositaron en el Cabildo la potestad de implementar medidas y anunciarlas en la prensa oficial, donde se realzaba el rol trascendental que debía cumplir la educación en el futuro de la patria. Sin embargo, a la par de las disputas políticas en el gobierno de la revolución, emergerían desacuerdos en los discursos educativos en los años siguientes.
TENSIÓN ENTRE EL CABILDO Y EL GOBIERNO CENTRAL (1814-1819)
En este período comienzan a aparecer señales de una marcada tirantez entre la autoridad central y el Ayuntamiento de Buenos Aires. Al igual que en otros terrenos, donde el poder político debió llevar adelante transformaciones que imponía el contexto revolucionario, la gestión de la educación generó conflictos y tensiones entre las distintas instituciones que lideraban el nuevo orden. Por esta razón, resulta pertinente cotejar las opiniones difundidas por el periódico oficial (Gaceta de Buenos Aires) con las expresadas en El Censor, órgano de prensa del Cabildo en un contexto de “confrontación entre los poderes públicos” (Goldman, 2000, p. 10). En estos años, además, se hacen numerosos comentarios en la prensa sobre el sistema lancasteriano.3 Estas notas ilustran sobre la valoración positiva con que contaba el método, incluso varios años antes de ser adoptado como “plan oficial”. El modelo para emular era la Francia de Napoleón donde “... muchas escuelas están estableciendo el plan de Lancaster, pero los curas, viendo que por este medio el pueblo se ilustraba, se han opuesto con todas sus fuerzas” (Gaceta de Buenos Aires, 1816).
No solo la Gaceta se encargaba de referir las bondades del método lancasteriano. El Censor también ensalzaba la figura de Bonaparte, a la vez que presionaba al Gobierno por el establecimiento de la sociedad filantrópico-literaria. Dicha sociedad era presentada como requisito para diseñar un “plan general” aplicable a todas las escuelas de primeras letras (El Censor, 1816). A esa exhortación se sumaban otros periódicos como Los Amigos de la Patria y de la Juventud :
Escuelas gratuitas, mejorar la instrucción, proyectos para las artes y toda clase de industria, sus adelantos y perfección: he ahí lo que ella [la sociedad filantrópica] manifestará con el tiempo si a sus honorables socios les acompaña toda aquella constancia que el noble objeto de tan arduas tareas requiere (Los Amigos de la Pa- tria y de la Juventud, 1816). 4
En un período de convulsiones políticas (Herrero, 1995), dicha sociedad continuó sin la autorización del Gobierno y las críticas se tornaron más directas. El Censor entendía que, de modo similar a lo que sucedía en Francia, había fuerzas adversas que obstaculizaban los progresos necesarios:
El malo siempre se resiste a la razón, y entra en sus cálculos que ésta jamás se forme; por eso cuidan los déspotas de mantener en la ignorancia a los que quieren esclavizar impunemente, mientras ellos se creen exentos de toda dependencia […] Discutidos en nuestra sociedad filantrópica con una sincera dialéctica, irán desapa- reciendo los abusos que en todos ramos nos destruyen sin sentir. […] Allí aprendere- mos que toda autoridad ha sido establecida sólo para el bien de los pueblos, y para proteger al pobre contra las tropelías y usurpaciones de los poderosos. Allí conoce- remos que ningún hombre tiene derecho a mandar a otro hombre, sino como padre. […] Un padre no avasalla sus hijos, y todo hombre de cualquier dignidad que sea, que quiera vilipendiar a sus semejantes, es una bestia monstruosa y feroz, contra quien todos debemos luchar hasta destruirla (El Censor, 1816).
Así, el pedido de autorización al Gobierno para la sociedad filantrópica y los elogios al Plan de Lancaster se entrelazaban en los artículos. Unos meses más tarde, El Censor publicaba un artículo en el que se elogiaba a Estados Unidos porque allí “las escuelas según los famosos sistemas de Bell y Lancaster” eran más numerosas “que en cualquier otra parte” (El Censor, 1817). Al respecto, el editor del periódico se manifestaba favorable a aquel método:
[…] la brevedad y perfección con que los niños aprenden a leer, escribir, y las me- joras que se observan en sus potencias y conductas. Al observar de cerca una de estas escuelas, parece un método tan natural, tan sencillo y ventajoso que se admira uno de que no esté adoptado generalmente (ídem).
La valoración positiva del sistema no solo se fundaba en las mejoras que podía producir en materia educativa. Desde su punto de vista, la generalización, uniformización y gratuidad de la educación de primeras letras tenía una directa relación con la forma de organización política, el tipo de gobierno y, en consecuencia, con la manera de ejercer la autoridad. Dicho de otro modo, si un gobierno realmente deseaba consagrar al pueblo como sujeto de soberanía debía implementar los medios para que este se instruyera desde la “niñez más temprana”. En la continuación del texto anterior se explicaba la importancia política que tenía divulgar la educación:
En un gobierno despótico el pueblo no tiene parte en la formación ni en la ejecución de las leyes. Él es un mero esclavo de una autoridad arbitraria de cuyo capricho depende su vida y hacienda. […] Pero en un gobierno moderado donde la soberanía reside en el pueblo, cuya voluntad hace las leyes, es de absoluta necesidad que el pueblo sea ilustrado. […] El plan de Lancaster, adoptado en muchas de nuestras po- blaciones mayores […] es un método expedito y sencillo para instruir un gran número de discípulos, y en esto es superior a todos los otros (ídem).
La prensa oficial del Gobierno central, en paralelo, describía un panorama educativo alentador y pasaba por alto las demandas de nuevos planes. La Gaceta elogiaba a los jóvenes que se encontraban en plena instrucción y establecía un quiebre irrefutable con respecto al pasado cuando afirmaba: “todo lo que pertenecía al sistema colonial o se ha mejorado o ya no existe” (Gaceta de Buenos Aires, 1818).
En el año 1818, un importante hecho relacionado con la educación pública tuvo su repercusión en la prensa. Se trataba de la apertura del Colegio de la Unión del Sud. Si bien esta institución estaría abocada a impartir los “estudios superiores”, las diferentes lecturas de su apertura que hicieron los dos periódicos analizados permitirán apreciar la existencia de dos modelos educativos en pugna.
La institución estaba ubicada en el predio del antiguo Colegio San Carlos, convertido en cuartel del Regimiento de Patricios en 1806 y que pasó a albergar al primer y al segundo tercio cívico en 1812 (Di Meglio, 2007, p. 31). Los requisitos para asistir a esta nueva institución eran tener los diez años cumplidos, haber cursado “con éxito” las primeras letras y pagar una suscripción. De todos modos, el Gobierno anunciaba que, a través del sistema de becas, “todos los jóvenes pobres” tendrían la posibilidad de concurrir a esas aulas.5 Al respecto, El Censor no dejaba de aplicar su tono crítico cuando se lamentaba porque la cantidad de becas dotadas por el Gobierno no podría más que alcanzar a una parte muy pequeña de los jóvenes pobres:
Es necesario hallar un modo de generalizar la instrucción, y parece que este no puede ser otro que el que se ha adoptado desde el renacimiento de las letras en todos los países cultos del mundo, y consiste en abrir las puertas de la instrucción y de los estu- dios a cuantos jóvenes pobres quieran concurrir a oír a los maestros (El Censor, 1818).
Una actitud contrapuesta mostraban las páginas de la Gaceta donde su editor se contentaba al publicar las listas de las autoridades y jefes de oficinas que hacían “donación voluntaria del uno por ciento de sus sueldos” para financiar becas en el Colegio. Nuevamente, se apelaba discursivamente a un corte simbólico con el pasado y se ensalzaba “el celo infatigable del Supremo Director” (Juan M. de Pueyrredón) como responsable político de esta reapertura (Gaceta de Buenos Aires, 1818).
El Censor, por su parte, continuaba reprobando aquella manera de entender la instrucción pública por suponerla una prolongación del pasado. Los colegios de “puertas cerradas”, donde los jóvenes permanecían como pensionistas a cambio del pago de una suscripción anual -o a través del beneficio de una beca-, eran considerados una modalidad antigua que no se adaptaba a las necesidades de la mayoría. Por lo tanto, se remarcaba la incompatibilidad de ese sistema tradicional con los beneficios de una educación generalizada:
Si buscamos en general las causas del atraso de los estudios en América, las hallamos primero, en que sólo se daba educación a jóvenes encerrados en Colegios pagando cierta pensión anual. Los que o no podían pagarla o seguían alguna ocupación, no tenían donde instruirse en lo que necesitaban (El Censor, 1818).
El debate, en definitiva, estaba motivado por el tipo de “educación pública” que el Estado debía brindar y el eje del cuestionamiento partía de la generalización o no de la instrucción. Además de reclamar la gratuidad, se criticaba la permanencia dentro de la institución en calidad de pupilo, ya que se tornaba una traba para aquellos potenciales alumnos que tenían ocupaciones rentadas. A cambio de esto, El Censor abogaba por la generalización de un plan que alcanzara a la mayor parte posible de los jóvenes y criticaba el formato antiguo y elitista que propulsaba el Gobierno. Otra de las polémicas con la Gaceta estuvo enmarcada en la apertura de las cátedras de Filosofía, Teología y Leyes en el Colegio de la Unión y en la metodología utilizada para elegir a los maestros. En ese marco, se presentaba como absurdo un sistema en el que “se leía o discurría por espacio de una hora sobre los puntos y en latín se respondía a los argumentos” (El Censor, 1818). Por esto, el periódico sostenía:
[…] este método no es ya digno de las luces, gusto, y civilización de la época actual, de los nuevos y grandes progresos de la razón y de las ciencias, ni de la situación política a que hemos llegado, que es incompatible con las antiguallas propias de tiempos tenebrosos, y en que debemos aspirar a la imitación de mejores modelos (ídem).6
Los dos modelos educativos estaban bastante claros. Por un lado, el Cabildo y algunos miembros de la elite ilustrada presionaban por la generalización de un método único que pudiera llegar a los sectores populares. Por medio de ese plan se generaría un tipo de ciudadano con el grado de instrucción necesaria para participar en el escenario político, ya no en la forma de actos tumultuarios, sino a través de la deliberación organizada, como lo demostraba el ejemplo de Estados Unidos. La Gaceta, por otro lado, como órgano de prensa oficial del Gobierno central, olvidó su preocupación inicial respecto de los “modernos planes” implantados en Europa. En lugar de ello, una vez llegado al Directorio Juan Martín de Pueyrredón (1816), el periódico puso en juego una ferviente retórica a favor de la educación pública que tuvo su correlato en la fundación del Colegio de la Unión (Solari, 1949).
Si bien era un establecimiento no gratuito orientado a la élite, la
articulación de un sistema de becas, tan celebrado en la prensa oficial, demuestra la necesidad de generar en el público lector la imagen de una educación pública más inclusiva para con los sectores sociales postergados. De alguna manera, el discurso político del Gobierno colisionaba con la realidad de las medidas tomadas y El Censor ponía en evidencia dicha contradicción. Mientras que la Gaceta señalaba la fundación del Colegio como una ruptura con un pasado de oscuridad y atraso, El Censor mostraba una actitud crítica y describía un presente donde la ilustración del pueblo aún pertenecía al terreno de los deseos.
EL GOBIERNO DE BUENOS AIRES Y LA GESTIÓN EDUCATIVA: OFICIALIZACIÓN DEL “PLAN DE LANCASTER”
En medio de aquellos debates, el 6 de octubre de 1818 arribaba al puerto de Buenos Aires, procedente de Liverpool, el Secretario de la Sociedad Lancasteriana de Londres (British and Foreign School Society), James Thomson.7 Poco tiempo más tarde, el pastor protestante escocés pasaba a ocupar el lugar de Segurola como Director General de Escuelas del Cabildo (AECBA, 1820). En sus cartas, Thomson se lamentaba por la lentitud con que se introducían los cambios, aunque destacaba que ya había puesto en funcionamiento un establecimiento con cien alumnos bajo ese método (Thomson, 1827).
Más allá de estos avances, el año 1819 mostraba diversos síntomas de agitación política: asumía el cargo de Director Supremo José Rondeau
-como reemplazo de Pueyrredón- y se disponía a terminar con la disidencia artiguista en el litoral. Esa estrategia culminaría en febrero de 1820 con la derrota en la batalla de Cepeda. Como consecuencia, el Cabildo reasumió el mando y convocó a la formación de una Junta de Representantes de la Provincia de Buenos Aires (AECBA, 1820). En ese contexto, el pastor escocés encargado de generalizar el sistema lancasteriano se trasladaría a Chile invitado por su Gobierno. Al comunicar a Londres esa decisión, Thomson se mostraba confiado en la continuidad del sistema en Buenos Aires, dado que una buena cantidad de maestros ya se encontraban instruidos para enseñar bajo el nuevo sistema de instrucción y dos escuelas se encontraban funcionando (Thomson, 1827).
A diferencia de lo que la historiografía tradicional ha señalado como una medida perteneciente al conglomerado de reformas que llevaría adelante el ministro Rivadavia,8 la adopción del sistema lancasteriano fue una de las últimas determinaciones que el cuerpo capitular tomaría en Buenos Aires. En los meses finales del conflictivo año 1820, el Cabildo anunciaba el establecimiento de todas las escuelas bajo el nuevo plan de enseñanza mutua (Gaceta de Buenos Aires, 1820). La adopción del plan de Lancaster trajo aparejada una reforma quizá más llamativa: el Cabildo abría la suscripción voluntaria para establecer una sociedad encargada de otorgar educación a las niñas. 9
En diciembre de 1821, la institución encargada de las escuelas que brindaban la instrucción elemental era suprimida (Halperin Donghi, 2005, p. 360). Tras esa decisión, el Gobierno colocó a las escuelas públicas de primeras letras bajo la jurisdicción de la flamante Universidad de Buenos Aires y el método lancasteriano fue declarado obligatorio por Rivadavia, tanto para las escuelas públicas como privadas, propiciando la primera unificación del sistema pedagógico (Newland, 1992).
Durante los años posteriores, en un contexto de conflictividad rural generada por la resistencia a las políticas gubernamentales (Fradkin, 2006), el Gobierno llevaría adelante una gran campaña de fundación de escuelas en los pueblos. En ese marco, desde un periódico oficialista –El Centinela– se analizaban los fines que debía seguir aquella instrucción en los pueblos:
[…] El joven labrador, hacendado o jornalero, que puede entretenerse y entretener a su familia con un libro en los ratos de descanso, y en los días de fiesta, tiene en sí el mayor preservativo contra todos los vicios […] Las utilidades, que tanto el gobierno como las clases acomodadas de la sociedad pueden sacar de que nuestros cam- pestres sepan leer, son tan varias, numerosas y trascendentales, que sería difícil pintarlas exactamente […] Un estado, en que hasta los jornaleros de su campaña leen los papeles públicos, debe adquirir una especie de cultura general, utilísima a las clases inferiores; pero infinitamente más importante a todos los que su mayor riqueza estarían, si esto no fuese así, a merced de un populacho feroz, e indigente (El Centinela, 1823).
Como se observa, la educación elemental continuó siendo objeto de debates en un marco político nuevo. Ya no se la presentaba como herramienta para la construcción de un “pueblo ilustrado”, sino como garantía de paz para las élites que buscaban poner fin a la movilización y politización generalizada. Además, la implementación del Plan Lancasteriano en los pueblos de la campaña brindaba la posibilidad de alejar del ámbito educativo a las órdenes religiosas sobre las que el nuevo Gobierno también avanzaría con reformas.
A MODO DE CIERRE
Este recorrido analítico a través ciertas publicaciones periódicas ha permitido demostrar que la educación de primeras letras constituyó un tema recurrente y de creciente interés para los sectores políticos de la época. La instrucción elemental, que se encontraba a cargo de las órdenes religiosas o en manos de maestros particulares, se transformó, a lo largo de aquellos años, en un campo de acción para los sucesivos gobiernos. El modo en que estos se refirieron a la “instrucción pública” y el anuncio en la prensa de las medidas tomadas nos posibilitaron acceder al discurso político desde una óptica que no ha sido explorada en toda su dimensión. La existencia de diferencias ha puesto en evidencia diversas intencionalidades y expectativas que ponen en tela de juicio las imágenes historiográficas construidas al respecto. En ese sentido, la publicidad del sistema de enseñanza mutua en la prensa fue utilizada como puerta de acceso a las representaciones que, sobre la instrucción pública, circulaban en el imaginario de la época.
Buenos Aires, una vez separada del resto de las provincias (1820), fue
el escenario de una nueva administración que reformó el Estado en pos de una centralización de todas las dependencias públicas. La educación no fue la excepción. Sin embargo, lo novedoso no estuvo dado por la introducción del sistema inglés, sino por el impulso que se le dio al declararlo oficial y obligatorio. La historiografía interesada en el período ha enfatizado la reforma educativa centrando su atención en las acciones del ministro Rivadavia. En esa imagen, la adopción del sistema lancasteriano encajaba perfectamente en la concepción económica y social del Ministro. La misma construcción historiográfica ha ubicado al Cabildo en una
posición reticente respecto de las reformas “liberales” llevadas adelante por Rivadavia (lo que habría reforzado su decisión de suprimirlo). Por lo general, no se ha considerado que, en lo que a la instrucción elemental respecta, el Ayuntamiento de Buenos Aires ya había allanado el camino para aquella transformación.
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COMPILACIONES DOCUMENTALES
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— p. 245 [29 de agosto de 1820].
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A-Z Editora.
1 La educación de primeras letras, hasta ese momento, era dispensada por maestros particulares, a veces en sus propias casas, algunos de los cuales recibían algún subsidio del Cabildo. Además, el Ayuntamiento sostenía algunas escuelas gratuitas que la mayoría de las veces terminaban funcionando en una situación semiprivada a cargo del maestro, quien cobraba alguna suscripción a las familias que enviaban a sus niños. Véase Newland (1992, pp. 59-64).
2 El libro se denominaba Tratado de las obligaciones del hombre y su autor fue Juan de Escóiquiz, canónigo de Zaragoza y maestro de Fernando VII. Respecto de las lecturas en las escuelas de la época, véase Cocuzza (2012).
3 El sistema se basaba en una metodología de enseñanza mutua donde los alumnos más avanzados se desempeñaban como instructores de sus compañeros. Estos alumnos, titulados monitores, eran supervisados por los maestros, mantenidos por salario desde el Estado. Al respecto, véase Narodowsky (1994).
4 En su primer número, el periódico indicaba que su objeto sería “el proponer y discutir cuanto pueda ser conducente a la pública instrucción”. Véase Los Amigos de la Patria y de la Juventud, 18 de noviembre de 1815, Nº 1. Al parecer, tanto Senillosa –editor de Los Amigos- como Antonio Valdés-editor responsable de El Censor- se encontraban muy involucrados con la causa. En 1817 publicaron dos libros para ser utilizados en la enseñanza primaria (Narvaja de Arnoux, 2010; Goldman, 2002).
5 El Cabildo se encargaba de financiar seis becas cuyos beneficiarios serían “los individuos más pobres que merecen consideración de preferencia” (A.E.C.B.A., 5 de julio de 1818, serie IV, tomo VIII, p. 78).
6 Para una visión más exhaustiva de los debates en torno a la enseñanza de la Filosofía en el Colegio de la Unión, véase Di Pasquale (2011, p. 68).
7 Era pastor bautista y su Iglesia lo envió a Buenos Aires con la misión de propagar el sistema lancasteriano. Permaneció en Buenos Aires hasta mediados de 1821 cuando partió para Chile. El éxito del método lancasteriano llevó al Cabildo de Santiago a aceptar la proposición del Tribunal de Educación Pública en el sentido de difundirlo a las demás escuelas de Santiago, y poco después a todo Chile. En 1822, Monteagudo lo llamó para fundar escuelas en Perú, lugar donde se entrevistó con San Martín. Luego, continuó su misión en Guayaquil, Bogotá y las Antillas. Falleció en Londres en 1864 (Cutolo, 1968, p. 330).
8 Para la interpretación citada véase: Ramos (1910); Portnoy (1937); Salvadores (1941); Piccirilli
(1943); Solari (1949).
9 Para rastrear los orígenes del debate acerca de la educación pública para niñas véase Solari (1949, p. 30).
Fracchia, D. (2023). Educar para transformar al pueblo. Apuntes sobre la educación de primeras letras en Buenos Aires (1810-1820). Anuario sobre
Bibliotecas, Archivos y Museos Escolares, 3, 141-157 1 41