Ann M. Blair

Harvard University


Tapa del libro al margen del texto


Imprenta y exceso de información



EL EXCESO DE INFORMACIÓN A TRAVÉS DE LAS ÉPOCAS


Decimos que vivimos en la era de la información como si esto fuera algo completamente nuevo. De hecho, muchas de nuestras formas actuales de pensar y de manejar la información descienden de patrones de pensamiento y de prácticas que se remontan a siglos atrás. En esta sección, exploro la historia de una de las tradiciones más antiguas de manejo de la información: la recopilación y disposición de fragmentos textuales diseñados para consulta en lo que denomino, como una abreviatura conveniente, “libros de referencia”.1 En muchas ocasiones y lugares, las grandes colecciones de materiales textuales, típicamente consistentes en citas, ejemplos o referencias bibliográficas, se utilizaron como forma de facilitar el acceso a una gran cantidad de textos considerados claves. A veces, los libros de referencia han servido para buscar evidencias sobre puntos de vista comunes a propósito de temas específicos o por el significado de las palabras, y algunos (especialmente las enciclopedias) se han estudiado en razón del género que conformaron.2

Mi propósito al estudiar las herramientas de referencia a principios de la Europa moderna y la manera en que estas fueron concebidas, producidas y utilizadas por los contemporáneos, es comprender los ideales y las prácticas de lo que se puede llamar, anacrónicamente, “manejo de la información” en un período anterior al nuestro. Con ese objeto, he combinado una amplia red contextual, que abarca múltiples períodos, lugares y géneros de referencia, concentrándome específicamente en varios libros generales de referencia, generalmente escritos en latín, impresos entre 1500 y 1700.

El término “información” posee una larga historia, avalada en inglés desde el siglo XIV con el sentido de “instrucción” y, desde el siglo XV, con el sentido de “conocimiento acerca de algún hecho particular”.3 Hoy usamos ese término en muchos contextos, que van desde el de la biología, que estudia la transmisión de la información en muchos niveles, comprendido desde el del ADN a los procesos neuronales, hasta la informática, que analiza la información matemáticamente, sin prestar atención a su contenido semántico.4 De manera más coloquial, la noción de una “era de la información” (un término acuñado en 1962) se basa en la idea de que las computadoras cambiaron radicalmente la disponibilidad y los métodos de producción y uso de la información de orden superior (por ejemplo, el registro en la lengua o en los números).5 Empleo el término “información” de manera no técnica, diferenciándola de los datos (que requieren un procesamiento adicional antes de que puedan ser significativos) y del conocimiento (que implica un individuo que conoce).

Hablamos de almacenar, recuperar, seleccionar y organizar la información, con la implicación de que puede ser almacenada y compartida para su uso y reutilización de diferentes formas por muchas personas: un tipo de propiedad pública distinta del conocimiento personal. En segundo lugar, la información suele adoptar la forma de elementos discretos y de pequeño tamaño que se han sacado de sus contextos originales y que se han puesto a disposición como “trozos” listos para ser rearticulados.6

Sigo a otros estudiosos al aplicar el término a contextos premodernos, con cautela debido al riesgo de anacronismo, porque es eficaz para describir la manera en que los autores y lectores de los primeros libros de referencia manejaban su material, aunque ellos mismos articularan sus objetivos en términos no de información sino de conocimiento y educación.7 Por sus dimensiones y presentación, los libros de referencia premodernos y los de la modernidad temprana fueron diseñados para almacenar y hacer accesibles palabras y cosas (verba et res), para usar la categoría más común. Estos van desde definiciones y descripciones del mundo natural (por ejemplo, esta planta tiene esa propiedad, o ese fenómeno tiene esta causa) hasta acciones y dichos humanos (X escribió este libro; Y dijo que en estas circunstancias; esto le sucedió a Z). Los autores de los libros de referencia se presentaban a sí mismos como compiladores, responsables de informar con precisión lo que otros habían escrito en otros lugares, pero no de la veracidad de las declaraciones mismas. En consecuencia, los compiladores eran transmisores de información más que de sus propias opiniones o puntos de vista. Los autores también se jactaban de las muchas y diversas fuentes a partir de las cuales habían reunido material; podían nombrar y enumerar sus fuentes, pero no las discutían ni ofrecían una interpretación contextual del material que seleccionaban. En cambio, se exhortaba a los lectores a que usaran su propio juicio y a que eligieran entre estos tesoros algo que se adaptara a sus necesidades, una pepita para integrar en su propia producción de conocimiento, ya sea oral o escrita; típicamente, una composición de algún tipo (por ejemplo, una oración, carta o tratado). Por estas razones, sostengo que los autores y usuarios de herramientas de referencia premodernas estaban realmente comprometidos con la “gestión de la información” antes de que se acuñaran esos términos.

En la actualidad, dada la explosión sin precedentes de información asociada con las computadoras y con las redes de computadoras, somos particularmente conscientes de los desafíos que implica la gestión de la información. Los métodos para medir la cantidad de información son múltiples y complicados, pero la acumulación de la información cada vez más rápida es clara.8 Nos quejamos de la “sobreabundancia” en casi todos los campos, desde las existencias de las ferreterías hasta las bibliotecas, pasando por las búsquedas en Internet.9 La búsqueda en Google de la frase “exceso de información” genera en sí misma más de un millón de resultados, que van desde las promesas de soluciones por parte de tiendas de suministros de oficina, a consultores de gestión y a servicios de alivio del estrés, entre muchos otros. Pero la percepción y las quejas sobre la “sobreabundancia” no son exclusivas de nuestra época. Los autores antiguos, medievales y de principios de la era moderna, así como los autores que trabajaban en contextos no occidentales, también expresaron preocupaciones similares, en particular por el exceso de libros y la fragilidad de los recursos humanos para dominarlos (como la memoria y el tiempo).

Por eso, la percepción del exceso se explica mejor no apenas como resultado de un estado objetivo (el aumento en el número de sitios web o libros), sino más bien como el resultado de una coincidencia de factores causales, incluidas las herramientas existentes, las expectativas culturales o personales, así como los cambios en la cantidad o calidad de la información que hay que absorber y manejar. También es una sugerencia plausible e interesante (pero no tengo la experiencia o el método para evaluarla) que lo que consideramos capacidades humanas innatas –digamos de memoria y de recuerdo–, cambian con el tiempo, bajo el impacto de las expectativas culturales y de las tecnologías con las que operamos.10 Pero la sensación de exceso a menudo la viven quienes la experimentan como si fuera un fenómeno completamente nuevo, característica quizás de las sensaciones en general o de las autopercepciones en los períodos moderno o posmoderno especialmente. Es cierto que la percepción en la actualidad de experimentar la sobreabundancia como algo sin precedentes resulta dominante.11 Sin duda, tenemos acceso y debemos hacer frente a una cantidad mucho mayor de información sobre casi cualquier tema que las generaciones precedentes, y utilizamos tecnologías que están sujetas a cambios frecuentes y que son, por lo tanto, a menudo nuevas. No obstante, los métodos básicos que implementamos son en gran medida similares a los ideados hace siglos en los primeros libros de referencia. Las primeras compilaciones involucraban varias combinaciones de cuatro operaciones cruciales a las que pienso como las Cuatro Palabras que considero fundamentales para la gestión textual: almacenar, ordenar, seleccionar y resumir –The Four S: Store, Sort, Select, Summarize–. También nosotros almacenamos, ordenamos, seleccionamos y resumimos, pero ahora no solo nos apoyamos en la memoria humana –manuscrita e impresa, como en los primeros siglos (que también seguimos utilizando)–, sino también en los chips de la computadora, las funciones de búsqueda, la minería de datos –data mining– y Wikipedia, entre otras incorporaciones electrónicas a nuestro arsenal de técnicas.

Ahora bien, los libros de referencia constituyen solo una forma de gestión de la información, orientada a la información textual: palabras u oraciones o detalles bibliográficos, que fueron seleccionados, recopilados y vueltos accesibles en algún tipo de orden. También se almacenó, transmitió y gestionó información de muchos otros tipos en las culturas antiguas y premodernas: en colecciones de objetos, naturales y artificiales (en gabinetes de curiosidades, museos, jardines botánicos y zoológicos), en los registros comerciales o transacciones administrativas (archivos), o en la transmisión oral o empírica de habilidades y de habla en todo tipo de entornos (hogar, mercado o taller). Los estudios recientes han comenzado, en muchos casos, a examinar esas formas de acumulación como sitios de gestión de la información, cada uno de los cuales planteaba desafíos prácticos, intelectuales y políticos distintivos. A su debido tiempo, basándonos en muchos estudios específicos, esperamos identificar paralelos y líneas de intercambio entre los métodos de trabajo y organización, a lo largo del tiempo y en diferentes áreas; por ejemplo, entre el tratamiento de las palabras y las cosas, y entre las prácticas académicas, mercantiles y administrativas.12 En otra parte me he centrado en dos áreas de acumulación especialmente activas en el Renacimiento: las notas manuscritas y los libros de referencia impresos inspirados en el estudio humanista de la lengua y la cultura antiguas. Argumenté que los dos están estrechamente relacionados, ya que los libros de referencia se formaron inicialmente a partir de las notas de lectura tomadas por sus compiladores y, a su vez, ofrecían a los compradores un arsenal de notas listas para su uso sin las dificultades de tener que tomarlas directamente.13

Desarrolladas a partir de modelos medievales y antiguos, las primeras

herramientas de referencia modernas abarcaron una amplia gama de géneros que pueden ser difíciles de distinguir unos de otros mediante criterios estrictos y rápidos. Dejando de lado los libros de referencia especializados en teología, derecho y medicina, centro mi atención en los géneros que ofrecían acceso a información que se consideraba esencial para quienes se habían formado en cualquier ocupación.

Utilizando los términos actuales, estos comprendían principalmente: diccionarios de palabras (monolingües y políglotas) y de cosas (por ejemplo, diccionarios biográficos y geográficos), colecciones de citas o de anécdotas históricas y comentarios diversos diseñados para su consulta a través de un índice. Además, considero varios tipos de “libros sobre libros”, como bibliografías, catálogos de bibliotecas y librerías, que guían a los lectores hacia otros libros. Dependiendo de su disposición (alfabética, sistemática o miscelánea), las obras de referencia solían ofrecer una o más ayudas para la búsqueda, incluidas tablas de contenidos, índices alfabéticos, esquemas, diagramas dicotómicos, referencias cruzadas y una jerarquía de secciones y subsecciones visibles en la página mediante el empleo de diseños, símbolos y diferentes letras o fuentes. Está claro que muchos otros tipos de libros de la época moderna temprana estaban destinados a ser consultados, incluidos, por ejemplo, los libros de instrucciones o los libros de recetas y secretos, y se basaban en la misma gama de dispositivos de búsqueda, pero me he concentrado en los principales géneros de referencia humanista porque su tamaño excepcional y su amplio espectro ofrecen oportunidades especialmente buenas para estudiar los métodos según los cuales fueron compuestos, arreglados y utilizados.14

El enfoque de las Cuatro Palabras para gestionar una acumulación cada

vez mayor de material no fue la única respuesta a la explosión de información a principios del período moderno. En lugar de métodos que hicieran frente a la acumulación ambiciosa de información, René Descartes (1596-1650), por ejemplo (entre otros pensadores del siglo XVII que pedían una revisión de la filosofía recibida) recomendó ignorar el acervo acumulado de textos y comenzar de nuevo para fundamentar la filosofía desde los primeros principios:


 

Aun cuando toda la ciencia que pueda desearse estuviera comprendida en los li- bros, si lo que en estos hay de bueno está entreverado con lo inútil y esparcido en un montón tan grande de volúmenes, haría falta más tiempo para leerlos del que disponemos para permanecer en esta vida, y se necesitaría más inteligencia para seleccionar lo útil que para inventarlo uno por sí mismo.15


La acumulación de autoridades del pasado se había vuelto tan grande y tan discordante que a Descartes le pareció más sencillo prescindir de ellas. Aunque otros compartieron el desprecio de Descartes por la autoridad antigua (incluido Francis Bacon en algunos pasajes), el dominio de la cultura y la literatura antiguas siguió siendo fundamental para la educación europea y el principal criterio de distinción entre los educados y los no educados. Pero el rechazo y la drástica selección de la información acumulada siempre mantuvo un atractivo intermitente: los místicos, por ejemplo, en general enfatizaron la inspiración divina antes que el empleo del conocimiento humano acumulado; después de Descartes –quien advirtió que su nueva filosofía le llegó en un sueño–, el rechazo de la opinión recibida se convirtió en una postura común incluso entre autores que, por lo demás, eran consumidores y productores de información. En el siglo XVIII, varios escritores expresaron claramente fantasías sobre la destrucción de libros inútiles para detener la interminable acumulación: para Gibbon, los libros a destruir incluían “la pesada masa de controversias arrianas y monofisitas”; para d’Alembert, “obras históricas inútiles”.16 Un crítico ha identificado la articulación de lo sublime como otro tipo de respuesta a la sobreabundancia; Kant y Wordsworth se encuentran entre los autores que describieron una experiencia de bloqueo mental temporal debido a un “puro agotamiento cognitivo”, ya sea provocado por una superabundancia sensorial o mental. 17

En esos casos, transcurrido el momento (fuera este sublime o destructivo),

el filósofo generalmente regresaba a métodos de trabajo más tradicionales, incluidos aquellos que le permitían acceder y utilizar la información acumulada. Los libros de referencia ciertamente no representan la gama completa de respuestas a los desafíos que plantea administrar una información sobreabundante, pero ofrecen algunas de las mejores fuentes que tenemos para considerar cómo se manejó la información textual en los períodos premoderno y moderno temprano.

Mi propósito en esta primera parte no se limita a ofrecer una perspectiva histórica sobre nuestras preocupaciones actuales, sino principalmente arrojar nueva luz sobre la cultura intelectual de la Europa moderna temprana. Ni la percepción de sobreabundancia ni los métodos básicos de gestión de textos (las Cuatro Palabras) eran nuevos o exclusivos del Renacimiento. Además, muchas de las características del libro de referencia impreso –como el ordenamiento alfabético y los índices y diseños fáciles de consultar–, se adaptaron para imprimir a partir de las prácticas de los manuscritos medievales. Lo distintivo del Renacimiento fue la gran escala de acumulación de fragmentos textuales tanto en colecciones personales de notas manuscritas como en compilaciones impresas. De hecho, la impresión facilitó que explotara el número y las dimensiones de las obras de referencia editadas. La impresión hizo que fuera menos costoso producir libros –incluidos los voluminosos–, y de manera indirecta ayudó a la compilación a gran escala, aumentando, por ejemplo, el número de textos disponibles del que citar y estimulando la producción de papel, que también era el medio óptimo para almacenar notas manuscritas. Pero la impresión y la disponibilidad de papel no explican por sí mismas por qué los instruidos estaban dispuestos a invertir tanto esfuerzo y dinero en acumular grandes colecciones de información textual en sus notas manuscritas y en libros de referencia impresos. Los descubrimientos renacentistas de textos antiguos y de lugares lejanos también trajeron nuevos materiales para clasificar y almacenar, además de fuentes más tradicionales, pero subyacente a la reacción ante todos esos aportes estaba el factor causal más importante: una reciente y fortalecida lujuria informativa por recopilar y manejar la mayor cantidad posible de información. Los muchos tomadores de notas y compiladores que son el objeto de mi estudio expresaron un nuevo entusiasmo por ocuparse de cada libro y de cada disciplina buscando información potencialmente útil. Esperaban salvaguardar todo el material que recopilaban para prevenir la pérdida traumática del conocimiento antiguo de la que eran muy conscientes. Los compiladores también vieron su trabajo como una contribución al bien común que se beneficiaba con tantos temas e intereses diferentes como fuera posible.

Mi relato, aquí abreviado, que se centra en compilaciones a gran escala manuscritas e impresas, no es exhaustivo. Algunos autores del Renacimiento abogaron por un canon restringido de textos y fragmentos, en lugar de la visión amplia de los que acumularon las mayores colecciones.18 Pero los libros de referencia más voluminosos ofrecen perspectivas únicas sobre los métodos ordinarios y extraordinarios empleados para trabajar con textos, sobre el impacto de la imprenta, sobre la naturaleza y difusión de la lectura de referencia entre los que manejaban el latín y sobre el entusiasmo que suscitó esa difusión. Las grandes obras de referencia en latín fueron diseñadas para ayudar en la lectura y composición de textos latinos, tanto orales como escritos, y fueron utilizadas por estudiantes, maestros y predicadores, pero también por eruditos, autores y “hombres de acción”.

La mayoría de los primeros géneros de referencia modernos se basaron en gran medida en la forma y contenido de los modelos medievales, originados en el siglo XIII. Pero a principios del siglo XVI, varios de los nuevos libros eran más grandes y más diversos que los modelos medievales en los que se habían basado. Los más exitosos pasaron por decenas de ediciones, con frecuentes modificaciones y adiciones, hasta las últimas décadas del siglo XVII, cuando la mayoría de las obras de referencia en latín se imprimieron por última vez.

Estos libros representan una enorme inversión colectiva de recursos humanos y materiales, por parte de los autores e impresores que produjeron estos grandes folios (desde las 430.000 palabras de Polyanthea, de 1503, de Domenico Nani Mirabelli, médico y poeta italiano, hasta los 15 millones de palabras de los ocho volúmenes de Magnum Theatrum humanae vitae, de 1631, de Laurentio Beyerlinck, teólogo neerlandés). Las instituciones y las personas que los compraron también invirtieron de manera significativa. Por supuesto, como señaló sabiamente un historiador del libro, la mayoría nunca fue leída, dado que los impresores siempre especulaban sobre la cantidad de ejemplares que venderían.19 Pero esas grandes obras de referencia se vendieron bien, especialmente considerando su gran tamaño y costo, y he documentado cómo fueron realmente usadas, a pesar de que pocos autores reconocieron servirse de ellas. Sostengo aquí que los compradores buscaron en ellos el tipo de notas de lectura que desearían haber tomado ellos mismos si hubieran tenido los recursos (tiempo, energía, dinero) para leer los originales de los textos citados allí. Preguntándome cómo se produjeron físicamente esos libros de referencia –desde las notas manuscritas hasta el volumen impreso final–, descubrí algunos métodos inusuales ideados por compiladores para reducir su ardua tarea, incluida la manipulación de notas en trozos de papel y el corte y pegado de trabajos impresos para evitarse el trabajo de copiar. 20

Los métodos de trabajo que produjeron grandes referencias fueron característicos de las ambiciones humanistas y del Humanismo tardío, y se proyectaron para producir y exhibir dominio de la literatura y de la cultura antiguas. La atención a los métodos de trabajo también ha aumentado en los últimos años en otras áreas de la historia intelectual. Durante mucho tiempo, el principal grupo de especialistas que se ocupó de las notas de los manuscritos y de los borradores –además de las obras terminadas–, fueron los especialistas en literatura que practicaban la “crítica genética” y se concentraban en los principales autores de los siglos XIX y XX, de quienes se disponía de abundantes textos. Algunos medievalistas también han investigado los métodos de trabajo y sus términos, en particular los distintivos del escolasticismo.21 Pero ha surgido un nuevo interés por los métodos de trabajo en investigaciones recientes sobre la historia de la ciencia, especialmente en el período moderno temprano, que enfatizan la interdependencia de las ideas con los contextos sociales y materiales de su formación. Algunos estudios se han centrado en lugares propios del trabajo científico, como el laboratorio, el teatro de anatomía, el jardín botánico o el observatorio. Otros estudios que se originan en la historia de la ciencia han explorado contextos relevantes para el trabajo intelectual en general, incluido el entorno doméstico, en el que trabajaban a menudo los intelectuales, y la economía del manuscrito y la impresión en la que se formaron y difundieron las ideas. La atención cuidadosa al trabajo realizado en diversos contextos también ha señalado la presencia de muchos ayudantes, desde esposas e hijos hasta asistentes de laboratorio y amanuenses, quienes a menudo fueron tratados como “invisibles” y, por ello, son difíciles de identificar con precisión.22

Los libros de referencia arrojan luz sobre cómo trabajaron los compiladores, colaborando tanto a lo largo del tiempo como durante un lapso, así como también la forma en que investigaron aquellos que los utilizaron. Para comprender el trabajo de aquellos que incursionaron en el humanismo concibiéndolo de manera amplia –vale decir, los que se esforzaron por producir conocimiento sobre todo a partir del estudio de textos antiguos–, resulta particularmente útil aprender más sobre los tipos de libros y de lecturas a los que se dedicaron. Tenemos estudios del mobiliario y de los ambientes en los que trabajaban los humanistas, y acerca de cómo leían y anotaban textos antiguos los humanistas más conocidos. 23 Pero los humanistas y aquellos menos versados entre los que habían sido educados en el latín, entre 1500 y 1700, tuvieron cada vez más oportunidades de llevar a cabo lecturas de consulta, accediendo a un texto fragmentado gracias a dispositivos de búsqueda, con o sin pluma en la mano. 24 A pesar de que cualquier libro con un índice o del que se tenía una referencia precisa podía ser considerado como fuente de consulta, podemos aprender mucho sobre la forma de acercarse a esos textos examinando los géneros que fueron pensados ara ser consultados en lugar de para ser leídos. Las grandes obras de referencia latinas acumulaban una miríada de pequeñas unidades de información (citas, definiciones o ejemplos) de las que se invitaba a los lectores a seleccionar elementos de interés consultando el texto mismo y los dispositivos de búsqueda que lo acompañaban. Dadas las promesas de los compiladores a propósito de la precisión de sus materiales, los libros de referencia ofrecían un depósito de “hechos” textuales similares a los “hechos” que, cada vez más, se invocaban en muchas áreas de la cultura moderna temprana, especialmente en Inglaterra.25 Los libros de referencia pueden sustituir la lectura o, según las circunstancias, la relectura, o complementar otros tipos de lectura. Al incluir los tipos de libros que se daban por sobrentendidos –aquellos omitidos en las citas o en la discusión directa, pero impresos y poseídos en números cada vez mayores entre 1500 y 1700–, tenemos una imagen más completa de los métodos de lectura empleados por los eruditos y por un público más amplio instruido en el latín.

Los libros de referencia también ofrecen un nuevo ángulo desde el que considerar el impacto de la impresión en la Europa moderna temprana. Desde sus inicios como subcampo en la década de 1980, la historia del libro ha generado mucho trabajo nuevo sobre el impacto de la imprenta y de la “cultura impresa”. Elizabeth Eisenstein ha realizado las más amplias afirmaciones sobre el impacto de la impresión, enfatizando la mejora acumulativa en las sucesivas ediciones, y la rápida y amplia difusión de los libros. La reciente controversia en torno de su trabajo ha cuestionado si la impresión manual, con su variabilidad artesanal y prácticas comerciales inescrupulosas, ha fomentado el tipo de estandarización y confiabilidad que asociamos con la impresión en la era industrial.26 Otra respuesta a las afirmaciones de Eisenstein ha cuestionado la brusquedad de los cambios que ella asocia con la imprenta y sugirió que los manuscritos medievales tardíos presentaban muchas de las características del libro “moderno”, incluidos, por ejemplo, los índices, el diseño de página pensado para facilitar la consulta, y la producción especulativa en lugar del encargo a los scriptoria comerciales.27 A partir de mi estudio de obras de referencia en una serie de entornos premodernos –incluyendo la Europa antigua y medieval, y los mundos del Islam y China–, concluyo que las características centrales de las herramientas de referencia –incluida la compilación a gran escala, los dispositivos de búsqueda y los diseños para facilitar la lectura de consulta–, se desarrollaron independientemente de la impresión. Pero también sostengo que, en la Europa moderna temprana, la imprenta moldeó de manera importante la forma, el contenido y el impacto de esas obras.

La difusión de libros de referencia impresos provocó un flujo constante de quejas a lo largo del período moderno temprano. Las quejas se volvieron especialmente estridentes a finales del siglo XVII, cuando el propio aprendizaje del latín parecía amenazado por el dominio de las lenguas vernáculas (especialmente en Inglaterra y en Francia) y por la creciente sensación de que los autores e ideas antiguas debían abandonarse en favor de los más recientes y “modernos”. Interpreto esas preocupaciones como evidencias adicionales de la extensión de la lectura de consulta a franjas cada vez más amplias de personas alfabetizadas. Cuando ca. 1700 los libros de referencia en latín dejaron de imprimirse, ya se habían vuelto familiares los métodos de lectura de consulta, ampliando la reducida elite intelectual medieval a un público mucho más amplio de personas educadas en el latín. El siglo XVIII se conoció como la “era de los diccionarios” porque tanto los compiladores como los lectores admitían las justificaciones, herramientas y métodos de lectura de referencia desarrollados en los grandes libros de referencia en latín de los siglos XVI y XVII, aunque hoy esas obras son poco conocidas y solo tuvieron un impacto indirecto en los géneros “modernos” y vernáculos del siglo XVIII.

Durante unos dos siglos, los géneros impresos de referencia humanista difundieron el uso de métodos y herramientas de gestión de la información cada vez más sofisticados entre compiladores, impresores y lectores. Esas técnicas se adaptaron con facilidad a los lenguajes modernos y a los contenidos característicos de las obras de referencia de la Ilustración, y hoy nos resultan lo suficientemente familiares como para recordarnos que muchos hábitos que en la actualidad damos por sentados están en deuda con la transmisión de prácticas desarrolladas hace siglos en la Europa medieval y a principios de la moderna.



 

Ficha bibliográfica Autora: Ann M. Blair

Título: Al margen del texto. Sobre índices, glosarios y el universo paratextual

Editorial: Ampersand

Año: 2023

ISBN: 978-987-4161-89-5

 

1 Por libro de referencia me refiero a una gran colección de información textual diseñada para ser consultada en lugar de leída. En ese momento, no había un único término de uso generalizado para designar esos géneros, pero Gabriel Naudé, en 1627, usó “repertorio” como un término para esa categoría, del latín repertorium, como un lugar donde encontrar cosas; Naudé (1963: 51-52) y Blair (2010: 119-120).

2 Ver Moss (1996) sobre libros comunes. Sobre enciclopedias, la literatura es especialmente vasta; para buenos puntos de acceso, véanse Binkley (1997a), König y Woolf (2013), número especial de Brunelliana &; Campanelliana (2020).

3 Oxford English Dictionary, s. v. information (‘información’), esp. I.1a y I.3a.

4 Sobre la información en las ciencias biológicas, véase Wright (2007: cap. 1); en ciencia de la información, Shannon (1948).

5 Se le atribuye Machlup (1962) haber acuñado el término; ver Beniger (1986: 21).

6 Mi análisis sobre la información le debe a Nunberg (1996) y a Brown y Duguid (2000: 118-120).

7 Para otras aplicaciones del término al pasado, ver Hobart y Schiffman (1998).

8 Hilbert (2012).

9 Los 300.000 artículos de la ferretería McGuckins, por ejemplo, superan el número de entradas de muchos diccionarios; Norman (1993: 168).

10 Sutton (2002).

11 Para la cuestión sobre cómo cada generación percibe nuevamente la sobreabundancia, ver Rosenberg (2003: 2).

12 Entre los trabajos más recientes en esta línea, se incluyen: Park y Daston (2006, parte II) sobre sitios de conocimiento; Te Heesen y Spary (2002) sobre coleccionismo; Soll (2009), Blair y Stallybrass (2010) sobre mantenimiento de registros comerciales. Para una entrada a la nueva y rica literatura sobre archivos, ver De Vivo et al. (2015 y 2016), Corens et al. (2016), Friedrich (2018), Peters et al. (2018), Head (2019), Anheim (2019).

13 Para un tratamiento más extenso de este argumento, ver Blair (2010: caps. 2 y 4).

 

14 Ver Long (2001), Eamon (1994), Leong y Rankin (2011) para estudios de estos géneros.

15 Descartes (1996: vol. X, 497-498) [ed. esp.: La búsqueda de la verdad mediante la luz natural, trad. de Juan A. Canal, Oviedo, KRK Ediciones, 2009].

16 Sobre Gibbon, ver Yeo (2001: 90-91); D’Alembert (1753: tomo 2, 3-4), citado en Désormeaux

(2001: 61).

17 Hertz (1985: 40-60).

18 Véanse los consejos del jesuita Possevino (1593); el contraste se discute en Zedelmaier (1992).
19 Amory (1996: 51).

20 Blair (2010: caps. 4 y 5).

21 Ver, entre sus muchas obras, Weijers (1996) y Rouse y Rouse (1991a).

22 Ver el artículo fundamental de Shapin (1989); para estudios recientes de cuadernos científicos, ver Holmes et al. (2003); sobre el contexto doméstico del trabajo científico en particular, véanse Harkness (1997), Cooper (2006) y Algazi (2003). Sobre los amanuenses, ver Blair (2016a, 2019a).

23 Ver, por ejemplo, Thornton (1997) y Grafton (1997), y estudios más amplios de métodos de trabajo en Jacob (2011) y Waquet (2015).

24 Sobre los muchos tipos de lectura discontinua, véase Stallybrass (2002).

25 Para la historiografía de los “hechos”, véanse Poovey (1998), Shapiro (2000), Daston (2001) y Mulsow (2012).
26 Véanse Eisenstein (1979), Johns (1998) y Eisenstein y Johns (2002).

27 Ver Grafton (1980) y Needham (1980).


Blair, A. (2023) Imprenta y exceso de información.

Anuario sobre Bibliotecas, Archivos y Museos Escolares, 3, 238-251