Pequeña gran historia de una biblioteca de familia
(Autobiografías de sangre lectora)
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Cuando me convocaron para escribir este texto sobre la trascendencia de las bibliotecas, los libros y las lecturas en el transcurso de mi existencia, es decir, el desafío discursivo de estar a mitad de camino frente a la demandante redacción académica y la poco frecuente narrativa personal, se me impusieron, casi como un mandato impensado (acaso también susurrado desde el pasado) tres motivos ineludibles. Tres aspectos sobre los cuales sobrevolaría mi persona en este texto sin citas bibliográficas y, en alguna forma, íntimamente ligados en una tríada mancomunada.
Primero recordé la frase inicial de un maravilloso libro de L. P. Hartley, El mensajero (The Go-Between), que comienza con una sentencia luminosa: “El pasado es un país extranjero: las cosas se hacen allí de otra manera”. A partir de ella, en un segundo momento, pensé en la biblioteca que me cautivó con su paraíso lector: la biblioteca de mis padres en un lejano pasado de infancia y adolescencia montevideana, pues en esa época las bibliotecas irradiaban “de otra manera”. Y, en tercera instancia, vinieron a mí los avatares lectores que viví en ese lugar de la felicidad. Sepan perdonar, amables lectores, aquellas y aquellos que leen este breve texto la tiranía de mi yo en sus páginas. Las bibliotecas, como todo organismo biológico –ellas respiran más que nosotros–, evocan sus propias realidades y ficciones. Realidades que van más allá de lo real. Pero ante todo, una biblioteca remembrada es como una patria o matria de la evocación emotiva y un territorio donde medran los aspectos mágicos. Esta sensibilidad lectora de “lo emocional” de la biblioteca de mis padres en Montevideo, por supuesto, no escapó (estas palabras son una prueba) a la transfiguración de su propia narración.
El tema en cuestión se centra en el fin o la aparente destrucción de una biblioteca cuando es sometida al imperio histórico del suceder. ¿He podido salvar, a lo largo de los años, algo del contenido de sus estantes? Una pregunta que posee su doble vertiente de gradación dialéctica. Por un lado, la “salvación” que logré realizar gracias a las lecturas que los libros me impusieron en forma dominante, pues sostengo, a diferencia de autores consagrados como Michel de Certeau o Roger Chartier, que nosotros no capturamos a los libros como si fuéramos los paseantes recolectores de un Edén; todo lo contrario, ellos nos arrojan sus cebos y nos atrapan y dominan, sin tener en cuenta el homínido relato de un universo centrado en nosotros. Por lo tanto, no tendré más remedio (gozoso placebo) que abocarme a esta duplicidad del rescate: las lecturas realizadas y sus recuperaciones del objeto libro. Aquí se impone un nuevo interrogante:
¿cuáles fueron las lecturas que se me sirvieron en bandeja en esa biblioteca familiar, formada por los libros de mis padres y la biblioteca “sucursal” de mi tía? Porque debemos de estar de acuerdo que una biblioteca hogareña es la madre de todas las batallas del amor lector.
Mis padres, a partir de su primera juventud en el barrio de Capurro, habían formado una colección de obras según sus diversos intereses culturales y políticos. Una colección que se inició en esa olvidada parroquia periférica y se consolidó, hasta la dispersión, en la elegante aspiración burguesa del barrio de Pocitos. Debemos recordar que en el Río de la Plata, acaso aún en forma más intensiva, el libro y una nutrida biblioteca estaban bruñidos por un pragmatismo indiscutible: eran elementos vitales no solo de movilidad social sino, ante todo, en pos de la consolidación de esa volátil y caprichosa clase media. También es imperioso comentar (aquí me alineo con lo sostenido por el gran paleógrafo Armando Petrucci) que un plantel de libros no es una construcción modelada por la inocencia: toda lectura y toda biblioteca, implícita y explícitamente, desarrolla una práctica de ideación política. Ningún acervo bibliográfico es un canto a la neutralidad candorosa de estar fuera del mundo.
¿Cuál era el matiz político de mis padres? Porque de esto depende esa cosa misteriosa que llamamos biblioteca. Mi padre era un socialista con cierta moderación –algo que suele trasmitirse a sus descendientes masculinos– que consideraba que la lectura no tenía sentido alguno si no existía un importante dominio de la escritura. Quizás podría criticarse a esta figura paterna como influenciada por el liberalismo uruguayo cuyas raíces abrevan en el positivismo pero, sin duda, no es así. Él, en este punto, fue un adelantado rioplatense de aquello que hoy día preconiza Martyn Lyons: es imposible hacer una Historia de la Lectura sin hacer una Historia de la Escritura.
Por lo tanto, sus emprendimientos de apropiación del libro y de la lectura hacia su hijo se afincaban en una estrecha articulación entre la lectura a viva voz, escritura y corrección según la normativa vigente de la gramática española. Una gran hermandad de caballeros templarios entre lengua y matemática. El lema, aunque moderado, era: “la letra con sangre entra”. Se sucedían los ejercicios y problemas de matemáticas y el dictado de “trozos selectos” de un conjunto ingente de libros cuyos títulos se evaporan en lo pretérito –en esa geografía “de una comarca foránea”. El abrazo del oso o la llave de lucha libre de la figura paterna sobre mi pequeño cuerpo, al mejor estilo Martín Karadagián con sus titanes, se corporizaba en dos libros con los que, a la postre, tuve un amor-odio histérico: ¿Quieres escribir sin faltas? de Serafín Ledesma y Aritmética de Pedro Martín. A los que se adicionaban el Manual de ingreso en 1er. Año. Matemáticas y Castellano de Pedro Berruti y Vida: lecciones y ejercicios normales de lectura expresiva y literatura de José Henriques Figueira. Cada fin de semana, uno tras otro, debía ejercitar mi comprensión del español a la par de resolver un grupo de problemas. Sin dejar de mencionar el intento fallido de que aprendiera algo de taquigrafía con el Sistema Martí, adaptado por la profesora Otaegui Parodi. La pobre Otaegui siempre ignorará la magnitud de mi fracaso descomunal.
Pero la memoria, que es fuertemente interesada y selectiva, puede
rescatar algunas de las obras con las cuales trabajábamos o, al menos, “giraban por los anaqueles”: Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, el delicioso y purísimo Perico de Juan José Morosoli con las ilustraciones de Ayax Barnes y Carlos Pieri, Bichito de luz de Yamandú Rodríguez, El origen de la vida de Aleksandr Ivánovich Oparin, las Poesías completas de Julio Herrera y Reissig, varios títulos de Rubén Darío (me vienen a la cabeza Azul y Ariel, y también los arabescos modernistas de estos dos últimos autores que me atormentaban), Shakespeare, Goethe, Jorge Manrique –y sus releídas Coplas a la muerte de su padre–, Flor nueva de romances viejos recopilados por Menéndez Pidal, las eternas poesías de Ramón de Campoamor, Cuentos de la Alhambra de Washington Irving, Garcilaso de la Vega, Miguel de Unamuno, Germán Arciniegas –con Biografía del Caribe y Entre la libertad y el miedo–, Hermann Hesse (Peter Camenzind y Rosshalde), Felisberto Hernández, José Enrique Rodó, los cuentos de Javier de Viana, Juan Zorrilla de San Martín con su interminable poema Tabaré, los poemas gauchescos de Serafín J. García con Tacuruses, Los tres gauchos orientales de Antonio Lussich, Mario Benedetti con su trágica La tregua y sus relatos de Montevideanos, la muy amada La cartuja de Parma de Stendhal, “por su rigor de adelantada en literatura novelesca”, y la crítica literaria con Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal. Nos detuvimos en el Poema del Cid, con sorpresa de mi parte porque pensé que me iba a resultar un verdadero bodrio y lo leí con interés épico y de caballero andante, en la mítica Colección Austral, con el texto cuidado por Ramón Menéndez Pidal y la prosificación moderna de Alfonso Reyes. La literatura del Mundo Antiguo estaba representada por Homero, Virgilio, La República de Platón y, en primer plano, por el teatro clásico: Esquilo, Sófocles y Eurípides.
De este último, poseíamos todas sus tragedias y un excelente análisis
literario, Eurípides y su época de Gilbert Murray, además las Vidas paralelas y los Comentarios de la guerra de las Galias de Julio César (en la pequeña edición de Aguilar).
Finalmente, con donaire y pátina barroca, el escritor por excelencia de mi padre: Francisco de Quevedo, del cual era un adicto lector y que me resultaba incomprensible hasta que muy entrado en la vida me enteré que era amado por Jorge Luis Borges (cuyos libros también acompañaban a mis padres, entre ellos El Aleph, Ficciones, Historia universal de la infamia, y la primera edición de La muerte y la brújula). El viejo tenía tres estrambóticos libros que adoraba como si fueran la Lolita de Nabokov, vaya a saber fundado en qué misterio: Dioses, mitos y héroes de la humanidad: 50 siglos de mitología universal de Ciges Aparicio y Peyró Carrió, editado por la aún más enigmática editorial mexicana Pavlov (casi troskista), el venerado y constantemente alabado Tiempos antiguos de Lincoln (nombre bien uruguayo) Machado Ribas y su esposa Orfilia, y el exótico Cuentos de la caravana (en una pulcrísima edición de Kraft de 1952). Tres obras que ocuparon un sitial privilegiado en la biblioteca y que consultaba con asiduidad de maníaco. Una mención de color –seguramente encarnado– debo hacer al rememorar a Fray Luis de León y su Cantar de los Cantares prologado por Enrique Díez-Canedo y con los dibujos eróticos de Barbasano, que mi padre poseía en las alturas inaccesibles de sus libros y que fue el sembrador de mis despertares nocturnos.
¿Y mi madre, cómo configuró políticamente esta biblioteca? Ciertamente,
desde su voracidad de mantis religiosa de la lectura, tal como era ella. Una
figura que personificaba el acto de leer en forma demasiado intensa para un niño, como yo era, temeroso de su entorno hasta el recelo de la simple posibilidad de abrir un libro y navegar con él. Durante años estuvo afiliada al Partido Comunista y llegó a tener un programa radial en el cual difundía, en plena época estalinista, las virtudes de esta ideología. Hasta que un día, en el living que llevaba a la terraza “del mar” de Pocitos (el “río leonado” de los porteños) rompió, totalmente desencantada, el carnet del partido, ocasionando mi alivio y redención ante mis amigos. Pero los vestigios de esta etapa marxista quedaron, por suerte, en la biblioteca familiar. Las obras de Karl Marx, Friedrich Engels, Lenin (donde descollaba ¿Qué hacer?), Mao Tse-Tung (y su púrpura Citas del presidente Mao Tse-Tung conocido como “El libro rojo”) y los títulos tan sugerentes y seductores como Escucha, yanqui de C. Wright Mills, Los condenados de la tierra de Frantz Fanon y Pedagogía del oprimido de Paulo Freire que pasaban de un lector a otro como un besamanos. Libros que me resultaban, al intentar superar sus primeros capítulos, de una complejidad que escapaba a mis posibilidades. Ante tantos intentos fallidos por fin esta madre dio en el clavo: me ofreció un pequeño librito impreso en la URSS por la famosa editorial MIR, I. P. Pavlov: su vida y su obra científica de E. A. Asratian, donde los perritos pavlovianos mostraban un condicionamiento de sus conductas que me atraían y, al mismo tiempo, asustaban.
Pero continuaron los ruegos para que leyera los grandes autores que eran devoción de ella, aquellos que reinaban en nuestra biblioteca, y que yo recién leería a partir de 1976, salvo algunas excepciones: Gustave Flaubert (Madame Bovary “que hay que leer o morir”), Papá Goriot y La falta del abate Mouret de Balzac, su queridísimo Zola (solo pienso en La Conquista de Plassans o en La Débâcle y tiemblo), Poe, Whitman y sus sacramentales Hojas de hierba, Sartre (muy de moda en esa época casi feliz y algo suicida) particularmente Las palabras, García Lorca y su Romancero gitano, Isidore Ducasse (el Conde de Lautréamont en su oceánica Los cantos de Maldoror), Jules Supervielle, Jules Laforgue y, en especial, sus autores de culto: el existencialista (nadie decía esto de él pero así lo veíamos) Joseph Conrad (en su magnífica Lord Jim y la no tan lograda El colono de Malata), William Faulkner, 1984 de Orwell, Walden de Thoreau, Trópico de Capricornio de Henry Miller, John Dos Passos, Viejo muere el cisne y Los demonios de Loudun de Aldous Huxley, Scott Fitzgerald, James Baldwin, Richard Wright, el angustiante relato sobre el miedo y la valentía La roja insignia del coraje de Stephen Crane, Una tragedia americana de Teodoro Dreiser, el rabioso Roberto Arlt con “su juguete”, Los siete locos y El amor brujo, Frazer y el asiduamente consultado La rama dorada, la biografía del reformador alemán Lutero de Roland H. Bainton, La revolución inglesa: 1688-1689 de Macaulay Trevelyan, y las imprescindibles Historia social de la literatura y el arte e Introducción a la Historia del Arte de Arnold Hauser, entre muchos otros títulos cuya densidad discursiva era una limitación para mis ansias de leerlos e intentar parecerme a los adultos.
Existían autores, además de Flaubert, Zola, Thoreau, y Faulkner, que tenían un tratamiento preferencial. Lawrence Durrell y su tetralogía El cuarteto de Alejandría (susurrado en los rincones), D. H. Lawrence con Mujeres enamoradas y El amante de Lady Chatterley, El tercer hombre y El poder y la gloria de Graham Greene, Viñas de ira (edición Claridad) y La fuerza bruta de John Steinbeck como también El camino del tabaco de Erskine Caldwell. A los que se suman algunos escritores europeos: Bel-Ami de Maupassant, La isla de los pingüinos de Anatole France, Colette, Stefan Zweig y Emil Ludwig (cuando había que zambullirse en la grandes biografías), Thomas Mann y el entusiasmo excepcional por La montaña mágica, Strindberg y la irremplazable La señorita Julia, Fallada, Ibsen, Svevo, Pirandello (con El difunto Matías Pascal y Seis personajes en busca de autor), Moravia, Teorema de Pasolini, El caballo Trípoli de Quarantotti Gambini, Lagerkvist (con el éxito sostenido de El enano, El verdugo y Barrabás), y la encomiada sutileza de Tomasi di Lampedusa y su El gatopardo que alcanzó el clímax con la versión cinematográfica de Visconti.
El “género” –en ese entonces se usaba la expresión feminismo– era algo inexpugnable para mí y estaba nutridamente representado en nuestra biblioteca, con varias autoras, algunas de ellas de vanguardia y progresistas que, posteriormente, admiré: Virginia Woolf, Mi vida de Isadora Duncan, Simone de Beauvoir, Violette Leduc, Armonía Somers y su novela La mujer desnuda, Delmira Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira, Juana de Ibarbourou, Idea Vilariño, Ida Vitale, Gabriela Mistral, Sara de Ibañez, Rosalía de Castro, la más moderna Cristina Peri Rossi, Alfonsina Storni y su El dulce daño (un título que me conmovía). Estas eran las lecturas “que debía leer” y, en consecuencia, las que yo me proponía “no leer”, solo por afirmar mi personalidad de “varoncito” incipiente. No obstante, muchas de ellas las realicé en un período que no puedo precisar a ciencia cierta, pero que se extendió desde mi pubertad hasta los diecisiete años. Fueron la totalidad de ellas, indudablemente, un mérito de mi madre, esto es, una verdadera conquista de una plaza fortificada defendida por mis deseos de hacer deporte y no perder el tiempo leyendo. Dos lecturas que fueron constantemente “rogadas y sugeridas” tipo manus militaris (increíblemente declinadas por mí) eran Flush y Un cuarto propio, cuyos libros siempre estaban circulando entre las mujeres de la casa. Al encarar sus lecturas, ya en Buenos Aires, a fines de la década del setenta, comprendí el fervor que profesaban en mi hogar por la Woolf. Me hubiera gustado volver a la biblioteca familiar y a su living “de las acogedoras lecturas”, para comentarle a mi madre que el perrito Flush hubiera salvado de las aguas finales a Virginia y que tener un cuarto propio para una mujer era una construcción de género que quebraba cualquier techo de cristal. Una habitación como la que había tenido Emily Dickinson en su puritana Nueva Inglaterra.
Cuando pienso en las primeras lecturas elegidas por mí, caigo en el
típico lugar común de un muchacho criado en la década del sesenta del milenio pasado: Julio Verne, Emilio Salgari, James Fenimore Cooper, y Jack London. Una tabula rasa de las lecturas de aquel período y que, muy difícilmente, pueda actualmente jactarse un sesentón de haber eludido su influencia. Por supuesto, no faltaba el universo de las historietas (que aún no tenían la categoría intelectual para ocupar un sitio en la “gran biblioteca”), fundamentalmente representado por la editorial mexicana Novaro y sus “Vidas ejemplares” y “Vidas ilustres”. Las historietas preferidas: Periquita, La pequeña Lulú, Tarzán de los monos, Superman, Batman: el hombre murciélago, El pájaro loco, El super ratón, Roy Rogers, El conejo de la suerte, Porky y sus amigos, Popeye, El correcaminos, Daniel el travieso, Tom y Jerry, Archie, Maguila el gorila en un banquete de plátanos y, tanto en televisión como en revista, el increíble cegatón Mister Magoo. Las argentinas Correrías de Patoruzito (mi predilecta) y Locuras de Isidoro por la fabulosa mano de Dante Quinterno.
Y como resultado de mi formación patriarcal, el tedio y aburrimiento que sentía por Susy, secretos del corazón, adorada por mi hermana. Ya sumergidos en el firmamento de las revistas infantiles, debemos hacer una nota al pie: la puja entre la tradicional y conservadora Billiken y la novedosa Anteojito. Huelga decir que le enfaticé a mi madre que no deseaba la primera y le rogué que me comprara la del “anteojudo”, ideada por Manuel García Ferré, cosa que cumplió, puntualmente, semana tras semana. Unos años más tarde tuve la suerte de conocer, por la gracia y el don de mis amigos (los Dioses están a nuestro alcance), los grandes álbumes de historietas argentinas: D’artagnan, El Tony, Fantasía, Intervalo, etc. Publicados por la Editorial Columba a la cual le debemos una peregrinación a la Meca de los comics. Pero al poco tiempo inició para mí un largo invierno borrascoso en el que dejé a un lado las historietas en general (hecho que siempre lamenté). Fue porque con desazón y amargura, al repasar la recién llegada a casa Para leer al Pato Donald de Ariel Dorfman y Armand Mattelart, se me develó el dominio imperial de este formato aparentemente tan inocente. Desazón y amargura que recién podría superar ya mayor.
Es importante aclarar que, antes de estas lecturas “elegidas” por mí, existieron otras añoradas y moduladas por la voz: eran las que me leían cuando no sabía leer o las primeras que comenzaba a deletrear. El indiscutible lazo entre oralidad, lectura y escritura. Me refiero a la lectura nocturna que se realizaba cuando surgía la frase inevitable: “es hora de irse a la cama”. Allí, bajo la calidez de las frazadas y cobertores en el invierno, desfilaron un sinfín de cuentos infantiles: Hansel y Gretel, El gato con botas, Pulgarcito, Pinocho, El flautista de Hamelín, El sastrecillo valiente, Peter Pan. Escuchando las voces de mis padres prendidas en el surco de cada una de las palabras con sus inflexiones, graves y agudas, junto a las de los hermanos Grimm, Perrault, Collodi, Barrie, también. De grande, en más de una oportunidad, tuve plena conciencia de que este río de lo oral era el mismo que bañaba a los gauchos analfabetos cuando un mediador lector les recitaba el Martín Fierro.
En esta cadena de eslabones afectivos y lectores, un reconocimiento al
primer libro que leí yo solo: Las mil y una noches impreso por Sigmar, en gran tamaño, que incluía cuatro cuentos: “Aladino y la lámpara maravillosa”, “Alí Babá y los cuarenta ladrones”, “Simbad el marino” y “El pájaro que habla”. Con su espectacular cubierta que reproducía a un jinete montado en un brioso corcel (como “El llanero solitario”), en las orillas de un río, bajo una noche estrellada de Oriente y con una ciudad con cúpulas como fondo arquitectónico. Atrapado –era yo quien volaba en una alfombra mágica– como un pez en su red para el festín de la lectura. Acompañados de otras “obritas” de Sigmar: Festival de Walt Disney (con su tapa roja y el dibujo del rostro de “Donald” y metido de contrabando en mi cuarto debido a la fobia maternal por el monopolio infantil de esta empresa de entretenimiento de la primera edad) y el simpático Niños del mundo de Raúl Stévano y Julia Daroqui.
Antes de pasar a otros temas debo incursionar en un aspecto cautivador y encantado de las aficiones de las niñas y los niños: las figuritas. Ellas eran las reinas indiscutidas de la infancia. Comprar el sobre, sin saber su contenido, romperlo (un momento de plena epifanía que nunca volví a experimentar), tener las estampas a la vista e ir pegándolas con engrudo en el álbum, era la felicidad de las felicidades. Una vez, el azar tiene sus gambetas, logré llenar –sin una sola laguna– mi colección del libro de figuritas “Payaso” en el año 1964. El premio era suculento: una pelota de fútbol número 5. Fuimos con mi padre a retirarla, aún siento el palpitar de mi pecho apretando el álbum. La decepción fue mayúscula: la mayoría de los pibes habían logrado mi hazaña y las pelotas estaban totalmente agotadas. Con bronca regresé a casa, pero por algún mandato bibliotecario, lo coloqué, como si fuera un premio invalorable, junto a mis libros de la Editorial Acme. Allí estuvo muchos años, recordándome que las figuritas están solidarizadas (muy hermanadas) con los inicios de la lectura.
Mi primer acercamiento a Don Quijote de la Mancha –aún infantil pero
fascinado, sin saber que en la adultez recopilaría, en forma arriesgada y temeraria, su bibliografía en la Argentina–, fue la adaptación de Nora Bigongiari y con las ilustraciones de Santos Martínez Koch, por la editorial Sigmar. Además, ya en texto pleno e ilustraciones, El Príncipe Valiente de Harold Foster y Bomba, bajo el seudónimo de Roy Rockwood, ambas editadas por la mítica Acme, textos que también codiciaba mi hermana Mónica. Cuando escribimos sobre la Editorial Acme, que ha sido motivo recientemente de un hermoso libro de Carlos Abraham, el tumulto variopinto de títulos se manifiestan en nuestra memoria. Obras que nos regalaban parientes que desconocíamos pero a los cuales les estábamos muy agradecidos: Hombrecitos y Mujercitas de Louisa May Alcott, Corazón de Edmundo de Amicis, Historia del hombre primitivo de Hendrik Willem van Loon, La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, Azabache de Anne Sewell, el clásico Robinson Crusoe de Defoe, las deliciosas Aventuras de Tom Sawyer y Aventuras de Huck de Marck Twain, y la presencia de la autora inglesa Enid Mary Blyton (decantación de mi hermana). Dentro de esta cohorte de libros “para las infancias” habría que señalar dos obras: la infaltable La cabaña del tío Tom de la estadounidense Harriet Beecher Stowe, y Rip Van Winkle y otros cuentos de Irving, ambos en la impresión de los talleres Peuser. Sin contar las intentonas malogradas, pero atrayentes, de doblegar a Quintin Durward de Walter Scott.
La competencia es una de las características del capitalismo. Nada se escapa a los rigores pautados por el mercado. La editorial Acme tampoco se sustrajo a esta norma. Tuvo varios contrincantes de fuste que, en sentido real, rivalizaron con su público juvenil. La Editorial Bruguera, con su colección “Historias Selección”, estuvo disputando, palmo a palmo, su clientela lectora. La estrategia de esta empresa consistía en colocar, además del texto, abundantes ilustraciones (en algunos casos pasaban las 250) en forma de viñetas. De modo tal que se entrecruzaban los elementos discursivos con el formato del comic. Impresos y adaptados en España, con representaciones en Buenos Aires, Bogotá, Caracas, Río de Janeiro y México, su catálogo tenía autores diferentes pero varios comunes a Acme: Verne, Salgari, Alcott, De Amicis. Otra editorial en la línea de competición fue la argentina Kapelusz, con su inmaculada colección “Iridium”. Hace poco recuperé un ejemplar que me deleita en estos primeros meses de mi jubilación: Grishka y su oso de René Guillot. La lectura y su inspiración, como bien sabemos, no tienen edad. En mi caso personal, tuve varios de ellos intercalados con los de Acme, recuerdo con gran placer mi ejemplar de Un capitán de quince años de Verne editado por Bruguera. Fue mi primera lección no marxista sobre el libro como mercancía.
Recordemos el bienaventurado y dichoso El Tesoro de la Juventud, en
su antigua aparición de la década del veinte (y posteriores) con el sello de Jackson, destinado a una lectura de ojeo sibarítico en los días lluviosos, junto con algunos ejemplares de PBT y Caras y Caretas. Una mención de agradecimiento sin límites debo puntualizar para El Correo de la Unesco, cuya colección completa estaba en custodia de la tía Beba, que la recibía sagradamente todos los meses, y que además del goce de su lectura me servía de apoyo para todo tipo de deberes. Sin embargo, debo añadir algunas predilecciones. De Verne me encantaba Miguel Strogoff, Viaje al centro de la tierra, Veinte mil leguas de viaje submarino, El faro del fin del Mundo y La isla misteriosa. Recuerdo pensar qué hubiera hecho Miguel, el correo infalible del zar, en la Rusia de los soviets que tanto eran admirados en mi familia. Aunque Salgari era de obligatoriedad casi de índole escolar entre mis compañeros, sus aventuras no podían, a mi gusto, rivalizar con las hazañas científicas y predictivas de Julio Verne. Con un libro suyo (¡cuánto le debemos a este autor, por una u otra razón!) aprendí el arte sutil y delicioso de la relectura (un vicio impune que me acompañaría a lo largo de la vida lectora). Me refiero a Héctor Servadac y su imaginería que me trastocó de la cabeza a los pies, cuando navegábamos en un aerolito a través de los planetas y los astros siderales. A posteriori, ya terminando la adolescencia, el impacto de esa gran novela de la autoconstrucción de un escritor que es Martin Eden de Jack London y, por añadidura, sus cuentos extraordinarios.
En el epicentro de estas lecturas juveniles nos conquistaron, esto era fervorosamente compartido por todos mis amigos, las obras del ya citado Hermann Hesse, que estaba presente en la biblioteca familiar y que implicó el fin de “la infancia lectora”. Tres de sus libros fueron abordados y comentados hasta el cansancio: Siddartha, Demian y El lobo estepario. Cada uno de ellos con grandes debates, subrayados en el texto impreso y recitados entre nosotros. Siddartha por su deslumbramiento alegórico de lo oriental, Demian por la temática atrapante y devoradora del gnosticismo en torno a un personaje enigmático, y El lobo estepario por su psicologismo introspectivo y por su revulsión al contexto social de la época. Un autor cuya presencia se proyectó en el curso de varias generaciones y que dejó una indeleble impronta en sus lectores. Además había un escritor también alemán que acompañaba a Hesse en nuestras preferencias, en este caso, las antibélicas: Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque. Otro de los autores de rigor que rivalizaba con Hesse era Julio Cortázar: leído como un misal pagano. No sé bien por qué fenómeno selectivo de la mente, aunque de ese interregno recuerdo todos sus grandes cuentos, solo se me presenta el año 1974 y la aparición de Octaedro que alcanzó, en mi hogar y entre los compañeros, una verdadera notoriedad. Y un suceso de ventas espectacular que por varios años arrasó con otro rival libresco y que entre los míos fue leído y releído: La expedición de la Kon-Tiki: a través del Pacífico en una balsa del noruego Thor Heyerdahl.
También, enel vórtice de una gran agitación social en Montevideo, llegaron
los platillos voladores. La legendaria colección “Minotauro” estableció su cabecera de playa en nuestros anaqueles y generó una verdadera locura intergaláctica entre todos los miembros de la familia, sin distinción de sexo ni edades. Comenzamos a leer Crónicas marcianas y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury (donde “los bomberos”, para mi asombro sin límites, quemaban los libros), Los cristales soñadores y Más que humano de Theodore Sturgeon, y la fascinante El día de los trífidos de John Wyndham, donde la barbarie, la ceguera, la desesperación y las plantas mutantes invaden el mundo. La época victoriana, contrastando con los trífidos, armó su trampa para que me tropezara en su cosmos lector.
Cayó en mis manos, cuando acababa de cumplir trece años, David Copperfield de Dickens, un libro perteneciente al elenco subsidiario de mi tía, en la antigua edición, en tres tomos, de la archifamosa “Colección Universal” de la editorial madrileña Espasa-Calpe. Su larga lectura, extenuante pero sabrosa como una droga del planeta Marte, me confinó en mi cuarto durante un par de semanas. Supe entonces aquello que era perder tu propia vida por un libro. De Dickens, vaya a saber debido a qué hado benefactor y siendo aún un precocísimo lector, desemboqué en dos obras que “los grandes” cultivaban y que me sacudieron (esa es la palabra) con intensidad: los Relatos de Hemingway (edición de Caralt), con su estilo despojado y preciso, y el impactante cuento “El infierno tan temido” de Juan Carlos Onetti. E incorporé, a mi pequeño atadito de libros propios, una obra que compré en la conocida Librería Ruben, de la aún más conocida calle y Feria de Tristán Narvaja: los relatos de miedo y el horror de Antes y después de Drácula en la hoy muy buscada edición de Rodolfo Alonso Editor. Y en los meses siguientes, en el territorio perturbador del terror y lo fantástico, la antología Las narraciones más extraordinarias, una soberbia selección de F. J. Solero editado por Schapire, donde el periplo me llevaba desde Henry James con Otra vuelta de tuerca hasta La pata del mono de William Wymark Jacobs.
¿Y los mitos urbanos librescos? Porque toda biblioteca casera construye
las propias mitologías para cautivar a sus posibles lectores. Estaba la leyenda, en nuestra familia, que un novio de la hermana de mi padre le había regalado a una de mis tías varios anaqueles de libros en su cumpleaños, pero como estrategia para consumar y saciar su aguerrida lectura y no la de ella. Una estrategia que merece sacarse el sombrero (chapeau). O cuando los militares nos rasguñaban los tobillos y se tuvo que enterrar los perversos libros de izquierda cerca de un pozo negro en una casa del balneario La Tuna y, como era lógico, en poco tiempo la tierra y las materias fecales se los engulleron.
Pero no solo de libros vive el hombre sino, además, del íntimo y cálido vínculo entre su lectura y la vida trémula de las bibliotecas. Aquí se presenta otra tríada divina (no religiosa, sino profana) integrada por los libros, las lecturas y ese objeto material y latente que son las librerías personales y familiares. Así, pues, antes de comentar sobre la peripecia y el itinerario aventurero de la biblioteca de mis padres (ya poco importa si fueron libros leídos o simplemente poseídos), quisiera mencionar, en unos pocos ejemplos, algunos hechos que demuestran, nuevamente, que nuestras vidas son una comunidad de deseos e intereses con esos objetos impresos que llamamos libros.
Volvamos a mi madre que, además de sus autores de cabecera que sería imposible enumerar (no debo olvidarme del peruano José María Arguedas y Los ríos profundos, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, el idolatrado Juan Rulfo, Alejo Carpentier, y sus rusos superlativos: Tolstói con Anna Karénina y La sonata a Kreutzer, Gorki y la impactante La madre, Gógol con Taras Bulba, Pushkin y La hija del capitán, Chejov y sus cuentos insuperables, Dostoievski y su increíble Crimen y castigo, etc.), participó en varias gestas y consagraciones del libro y su culto como objeto. La que más me llamó la atención fue su código cifrado de exlibris. Yo los llamaba “sus libros de la página 21”, pues ella lo primero que hacía al comprar un volumen, como si fuera la encargada de la catalogación de una importante biblioteca, era firmar con sus iniciales esa página: su número favorito para la vida plena e invocado también en las quinielas semanales y los números de lotería (así debían terminar) de Navidad y Reyes. ¡El enigmático y fascinante número 21! Sus guiños camuflados hacia los lectores del futuro. Hoy, entre mi modesto acervo bibliográfico, guardo algunos de ellos. No los leo, simplemente abro el volumen en esa página y me invade el aroma maternal signado por la belleza de su cursiva. Hay en esto una curiosidad paradójica: ella falleció muy joven a consecuencia de un accidente y como correspondía, un 21 de abril.
Pero en torno a esta mujer giraron otros acontecimientos. Uno de ellos era la comedia de equívocos con el actor estelar Marcel Proust. La mayoría de las mujeres de mi familia quería leerlo al mismo tiempo, en esa ceñida edición (ahora me está guiñando un ojo desde el estante) en dos volúmenes, en papel biblia, impreso en 1952 por José Janés Editor (algunos años más tarde se sumaría la famosa biografía de George D. Painter, el último libro que comprara mi madre antes de morir). Mi tía vivía en el piso de arriba de nuestro edificio y, por lo tanto, bajaba a casa y se lo sacaba a mi madre y, como furtiva empresa de revancha, esta última emprendía su incursión hacia las alturas y lo recuperaba. Yo no lo entendía: ¿por qué esta demencia con ese Proust y el tiempo perdido en un libro que subía por el ascensor y luego, al momento, bajaba por las escaleras? También debo añadir a esta galería a Delmira Agustini y su terrible femicidio (la prohibitiva denominación de “crimen pasional”, tan empleada a mediados del siglo pasado) que sonaba como un eco aterrador. El relato era propio de una novela. Cuando mi madre era estudiante en el secundario (hablamos del liceo en Uruguay) tuvo un maestro que adoraba. ¿Cuál era el mérito de su adoración? Una primaveral tardecita montevideana, que ella recordaba con vientos que venían de la rambla, el muy bendito y empíreo docente la había conducido a la habitación de la calle Andes donde el exmarido de Delmira le había dado muerte. Corolario: la biblioteca tenía los libros de la poeta asesinada, especialmente, Los cálices vacíos.
A propósito del asunto del exlibris de la célebre página 21, la fiesta de los libros puso en escena otras dramaturgias. Se trata de la inolvidable “batalla de las firmas de propiedad”. Esta querella consistía en una puja de sainete, con simulados enojos irrisorios y sobreactuados, para determinar quién era el dueño o dueña de un libro. Los dramatis personae actuaban de la forma siguiente: mi padre compraba un libro y redactaba su rúbrica en la portada, luego lo leía mi madre y estampaba la suya y, cuando llegaba el turno de mi tía, con gran habilidad, encontraba los espacios en blanco para escribir su signatura. Era una comedia de equívocos muy divertida, con reminiscencias casi shakesperianas. Lo lúdico del divertimento manuscrito y las escrituras de posesión interrelacionadas con las páginas de imprenta. Aún poseo un par de estos encantadores ejemplares, donde la obra de teatro, cuando los hojeo, comienza su función perpetua.
En este “aleph borgiano” que es toda biblioteca familiar, me refiero a una
biblioteca que sostiene en las noches la tersura de las manos lectoras de aquellos que hemos amado y que amaremos hasta nuestro “lecho de muerte” (y esta frase me recuerda otro libro que estaba en un estante perdido y que fue un impacto para mi adolescencia y mi relación con los animales, Los seres queridos de Evelyn Waugh), estaba además la figura de mi padre y su desmesura contenida. Él hablaba poco y prosperaba a la sombra de mi madre como un vegetal amigable y no parásito, y cuando quería expresarse era un verdadero lord de las buenas costumbres y la civilidad.
Entonces un buen día dejó de morder sus frenos y se desbocó en una intensidad lectora. Su imagen en mi retina es prístina. Como nuestra biblioteca tenía ciertos sectores inaccesibles, me refiero a los estantes que lindaban con el techo, una nochecita luego de la cena, creo que fue a los pocos días que Neil Amstrong, como una dama eduardiana en la plenitud de su delicadeza, posó el pie en la superficie lunar en 1969, lo vimos trepado en el último anaquel con cierto balanceo poco confiable de buen fin. Al bajar tenía una obra de un digno tamaño en sus manos. Su saludo, al irse a la cama, tenía algo de picardía y autosatisfacción. La mañana siguiente fue pródiga en cuanto a la gracia de su persona. Era un madrugador obsesivo que se levantó al mediodía. Tenía una sonrisa que solo los libros brindan a los señalados que los devoran. Había llevado a buen puerto (como la nave de Horacio, autor también presente en nuestra biblioteca) su lectura integral, en una sola noche, de Contrapunto de Aldous Huxley. Así que mi padre no se limitaba solo a leer la enorme colección del semanario Marcha y la revista argentina Panorama que tenía, en dos descomunales pilas, en su mesita de luz, sino que era capaz, y de taquito, de devorar la gran literatura preconizada por mi madre.
Había una clase de libros de compleja clasificación relacionados con la esfera paterna, que actualmente llamaríamos “misceláneos”. Textos de contabilidad (el viejo era bancario), un folleto muy consultado por él frente a los dolores de espalda titulado Para pacientes con sufrimiento de columna (editado por el área de kinesiología del Centro de Asistencia del Sindicato Médico del Uruguay), y el primer tomo de las 48 lecciones de Radio de José Susmanscky (una afición fuertemente masculina y muy vendido en el Río de la Plata). Entre varios títulos que ya no retengo, estaban la obra inicial con la cual aprendí el desafío del “escaque”, Ajedrez elemental de V. N. Panov (presentado con un prólogo del gran maestro internacional español Arturo Pomar), Fútbol pasión del mundo, de Nilo J. Suburú –adquirido en mi etapa de fanático del balompié– y, como no podía ser dejado a un lado, una variante del amor coleccionista con Catalogue de timbres –poste Yvert & Tellier de los años 1957 y 1959.
En este ítem de obras no comunes para mí había un título que pertenecía a mi hermana y que era inquietante: Hay un destino en tus manos de Regina Orrego, un pequeño texto sobre quiromancia de tapa negra y con una palma abierta algo siniestra que temía leer porque así sabría lo que me deparaba el destino. Es oportuno, en este apartado, articular el hecho de juntar estampillas con la lectura porque cuando conseguía algún sello de un país desconocido para mí, mi padre me señalaba el diccionario para que identificara correctamente el país. Igualmente, cuando el tema del sello me era desconocido (un personaje célebre, una mujer destacada, un acontecimiento histórico, etc.) debía cumplir el mandato pater familias de consultar dicho libro de referencia, que no era otro que el bien ponderado Diccionario enciclopédico ilustrado de la lengua española realizado por la Editorial Sopena y con la dirección de José Alemany. Gracias a este aprendizaje doméstico conocí varios autores y autoras que estaban en la biblioteca de la familia.
Hay otra perla a favor de la figura del padre: siendo ateo y socialista le interesaba la Biblia (en aquellos tiempos los socialistas eran abiertos, cultos, ecuménicos y lejanos a posiciones llamadas conservadoras en el presente) y, de algún modo, en forma oculta, en su carrera de relevos, me trasmitió la posta de leer los libros fundacionales de las grandes religiones. Estamos ante una historia sin fin. La lectura se caracteriza por su ubérrima falta de conclusión. Una historia que recuerda a la escritura oral de Heródoto, quien no solo inventó la Historia sino que enlazó a los receptores oyentes con los nuevos lectores, como aprendí más tarde, en una edición mexicana de Historias que me regaló mi padre cuando vivíamos en Buenos Aires. Él me legó su amor por la gramática, la ortografía y la lengua española, y en este círculo íntimo poseía un buen lote de libros gramaticales: uno de ellos, a modo de ilustración, era La oración y sus partes de Rodolfo Lenz. Tampoco faltaban los libros de lenguas extrañas e inaccesibles: tal como fueron varias obras de todo tipo y pelaje cuando decidió que debía estudiar el ruso (acaso porque triunfaría la Revolución Rusa en todo el orbe) y venía un profesor de esa lengua eslava a casa que estaba furioso por lo complicado y barroco que era el español. Además, obviamente, los libritos para aprender inglés como Apuntes de inglés de A. M. Whitaker, editados en 1945 por A. Monteverde y el Palacio del Libro, e “infectados” por todo tipo de intervenciones manuscritas.
Durante esta temporada maravillosa de la lectura en los años de
formación, tan fuertemente evocadora de Rimbaud –con el subrayado del vocablo “temporada”– que ya intentaba leer (con gran fracaso por mi parte, me refiero ante todo a su brillante poema “El barco ebrio”), surgieron otras prácticas que me sacudieron. Porque la lectura tiene mucho de lo beat en sus virtudes creativas. Sin embargo, se está siempre ante una lectura de vicisitudes y apropiación personal. Una esfera donde lo imposible se transforma en posible, donde el leer es una construcción del ser en el mundo. Ser en el universo como lector agrupa varios momentos inesperados que me brindó esta biblioteca de mi sangre. Por ejemplo, el descubrimiento de la poesía. El hallazgo se concretó con Vicente Huidobro y sus poesías, pero especialmente en el cautivante juego de palabras de “Altazor y la golondrina”. Un poema de apertura poética: gracias a él encontré en la biblioteca a César Vallejo y sus heraldos, Antonio Machado y sus Poesías completas, Antología poética de Rafael Alberti, Amado Nervo, las Rimas de Becquer, Antología de Miguel Hernández, Los versos del capitán y 20 poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda, El son entero de Nicolás Guillén, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge de Rainer Maria Rilke. ¡Existían otros mundos además de Julio Verne y Jack London!
Como colación culposa ya es hora de que confiese una lectura fallida de esa etapa que me ha obsesionado y perseguido hasta el día de hoy. En plena efervescencia de las cuestionadas elecciones de 1971, en la casa de un compañero de la adolescencia que vivía frente a la embajada de la otrora URSS, descubrí una hermosa biblioteca familiar. Como siempre todas y todos hablaban de política y esto, en Uruguay, era un bien o un mal inevitable. Para evadirme (siempre busco una salida de emergencia de la política) solía pararme embelesado ante las atiborradas estanterías. Era una biblioteca muy similar a la de mi hogar pero, para mi sorpresa y admiración, tenía muchos títulos que me resultaban absolutamente desconocidos. La madre de mi amigo se dio cuenta de mi sed ante el hechizo de su biblioteca. Luego de varias charlas sobre libros y autores, me dijo que debía experimentar con un español más rico y caudaloso en sus expresiones. Salí de la sala de estar con un grueso libro: La Celestina. Tragicomedia de Calisto y Melibea atribuida a Fernando Rojas, en una bellísima edición de Ángel de Estrada impresa en 1949 y con un prólogo de Adolfo Bioy Casares. Aquí comenzó mi calvario y los sucesivos intentos para leerlo. Pasaron las semanas, los meses y, al cabo de más de un año, con vergüenza y con la cola entre las piernas se lo dejé en el aula a mi amigo para que lo llevara a su casa. Esto tuvo varias consecuencias en mi transcurrir lector. Primero, el bochorno de no enfrentar a su madre, que tan amablemente me había aconsejado su lectura (y la de otros libros); segundo, la marca indeleble de una no-lectura (a lo Marc Augé), pues he llegado a tener cinco ediciones distintas de La Celestina y aún, como si fuera ayer, en un credo a mi afrenta, no lo he leído. Entonces puedo dar fe que un libro poseído no significa, necesariamente, un libro leído.
Nuestra biblioteca de familia tenía libros que me estaban esperando en
otras encrucijadas. Una de las más significativas, en la preparatoria, me
la ofreció un profesor de literatura: su apellido, Otero. Era un preparatorio de Agronomía, por lo tanto, el mundo literario solo era un barniz de cultura general para futuros y rudos hombres de campo, aunque los uruguayos eran muy obsesivos y con una dura disciplina en el momento de trasmitir conocimientos. Pero Otero, el primer día de clase, en medio ya de fuertes rumores de Golpe de Estado, decidió que la totalidad del curso se iba a dedicar preferentemente a dos autores: William Shakespeare y el Evangelio de Lucas. Nos miramos entre contentos (la suerte de estudiar a lo largo del año únicamente dos autores) y, debo admitirlo, desconcertados: ¿no sería este docente una especie de chupa cirios y tendríamos la cantinela de Dios y sus mandatos en un país no creyente y de raíces liberales? No fue así. La lectura es un agua bendita o un licor que conquista todos los corazones, aun los más áridos y cerriles. Nos hizo leer seis o siete veces Hamlet, desde distintos ángulos e interpretaciones literarias. El punto crucial –el verdadero y suculento postre– estuvo cuando emprendimos su lectura en voz alta y con pequeñas interpretaciones improvisadas de la obra por todo el “elenco” de la cursada. Ese profesor no solo logró nuestro amor por Shakespeare, ya impulsados por el huracán que arrasaba políticamente con el paisito, sino que también nos hermanó a todos a través del lazo invisible de la lectura que signaría, para quienes quisieron escucharlo (igual que Jesús), el resto de nuestras vidas.
Así, gracias a la presencia voraz y ubérrima de tantos libros, comencé
a juntar mis primeros volúmenes nucleados en una temática: una modestísima colección (ya alboreaba el pequeño vicio del coleccionismo impreso) de historia uruguaya. Intenté expropiar a mi madre, con menguado éxito, la Historia de la República Oriental del Uruguay (1830-1930) de Pivel Devoto y su esposa, la Historia de los orientales de Carlos Machado, Las venas abiertas de América Latina de Galeano, Historia del Uruguay y de América de Alfredo Traversoni. Al mismo tiempo incrementé este pequeño elenco con dos obras sobre José Gervasio Artigas: Artigas: del vasallaje a la revolución de Jesualdo Sosa y Artigas de Oscar H. Bruschera, editada en la Biblioteca de Marcha. Poco a poco la figura de este heraldo del federalismo se fue desprendiendo del actual territorio uruguayo y se expandió hacia su proyecto de Patria Grande en América del Sur. Pero debo hacer un homenaje a una pequeña obra cuya seducción planea sobre mi cabeza constantemente y a la que mucho le debo: La Banda Oriental: pradera, frontera, puerto de Reyes Abadie, Bruschera y Melogno. Una joyita de la historiografía de una tierra suavemente ondulada antes de convertirse en un “país tapón” por obra y gracia de la Corona británica. Y un libro donde me enteré, un poco sorprendido dados mis héroes estadounidenses, del importante papel de los rusos en el último conflicto bélico internacional: La segunda Guerra Mundial de G. Deborin.
Al concluir este tópico de inclinación temática es necesario buscar su origen, una iniciación que me llevaría, cuarenta años después, a ser docente en Historia del libro en la Universidad de Buenos Aires. La mayoría de los principios son insospechados e imprevisibles. Lo iniciático está, nuevamente, en el liceo secundario. Para reforzar mis lecturas de estudio con manuales modernos, en mi casa me dieron los textos en los cuales habían estudiado mi madre y mis tías en la década del treinta. Estaban plagados de oraciones manuscritas y divertidos comentarios en las guardas y blancos de las hojas impresas. A pesar de su antigüedad fueron muy valiosos para poner en caja mi desordenada cabeza inclinada a la dislexia. Pronto dejé a un lado los libros que me recomendaban los profesores y me sumergí en el desfile de Grecia, Roma y la Edad Media, con autores como el francés Albert Malet, y los uruguayos Óscar Secco Ellauri y Pedro Daniel Baridón. Había logrado además un premio que me serviría de mucho en el futuro: la importancia de la marginalia para comprender la apropiación de los textos por los lectores, o más bien, por las lectoras consanguíneas. De más está decir que, cumpliendo con el mandato, escribí en sus hojas nuevos comentarios manuscritos.
Debo recordar un episodio jocoso dramático que ocurrió con una obra del historiador Traversoni, pues mi afición a cosechar en nuestra biblioteca algunos manuales secundarios se la debía a los textos de Malet y Ellauri. Para mi pesadumbre asistí al desmembramiento brutal de una de sus obras, en la que fui un cómplice indirecto. Un compañero que en la clase de historia se sentaba a mi lado me pidió prestado el libro de Traversoni en el momento que estábamos realizando una prueba escrita final, y comenzó a copiarse en forma descarada. Inmediatamente fue visto por la profesora Velázquez y le pasé la voz de alarma. Este buen amigo no tuvo mejor idea que tirar el libro al suelo y darle un tremendo patadón como si fuera a hacer un gol olímpico: el pobre libro atravesó entre los pies de las compañeras y los compañeros que se sentaban en los pupitres que nos seguían hacia delante. Su carrera finalizó en la pared donde colgaba el pizarrón, al lado del escritorio de la profesora, totalmente deshecho y con sus cuadernillos en abanico. Era uno de mis manuales predilectos y que ya no podría depositar en la biblioteca de la familia.
Las colecciones temáticas, según las inclinaciones y gustos de los integrantes de la familia, tampoco faltaron en nuestra pequeña gran biblioteca. Mi tía Beba poseía numerosos libros de ciencias naturales, muchos de los cuales pasaron a mi poder. Dan su testimonio en mi elenco actual, Tratado de botánica de Gola, Negri y Cappelletti, Zoología general de Storer y Usinger, Historia de la vida sobre la Tierra de Padoa, La célula viva de Firket, la imponderable Biología de Claude A. Villee, Las hormigas y el hombre de Caryl P. Haskins (en mi súbito enamoramiento por la entomología), El sentido de la evolución de George Gaylord Simpson, y un lote considerable de libros de química (mi tía era química farmacéutica), bioquímica y genética. A propósito de la química ocurrió otra anécdota memorable. Un 31 de diciembre, cuando los mayores navegaban en los efluvios del alcohol, mi primo Luis tomó de la biblioteca sucursal de mi tía un gigantesco volumen de Química orgánica que siempre había sido motivo de bromas por su interminable extensión y peso: tenía más de 2000 páginas. Ante la protesta de mi tía, este libro-adoquín se utilizó para sostener una puerta, pues se había levantado, ya de madrugada, el típico vendaval montevideano desde el río. Una nueva enseñanza de nuestra biblioteca que bien me guardé en la cabeza: los libros tienen múltiples usos y su materialidad contundente, a veces, como en este caso, no es un beneficio intelectual o de conocimiento. ¡Larga vida a los libros adoquines! Como flamante estudiante de Agronomía incrementé este lote con varios ejemplares: Geología del Uruguay de Jorge Bossi (que la dictadura me privó de tenerlo como profesor), Flora arbórea y arborescente del Uruguay de Atilio Lombardo (quien, junto a Roberto Juarroz, fue el más grande docente que he tenido), Gramíneas uruguayas liderada por Bernardo Rosengurtt (un sobresaliente botánico al que apodábamos “El canguro”), además de Plantas ornamentales de Eduardo Marchesi (posiblemente el primer libro que compré con mis ahorros). Y una acotación del afecto, que nunca puede faltar, estimulada por dos impresos que me regaló mi tío Elvio para motivarme en mis estudios agronómicos: Contribución al estudio de la geología y de la paleontología de la República Oriental del Uruguay de Augusto Taisseire y Arbustos para parques y jardines de Alfonso Cervera y
H. D. Rosso, una de mis guías para identificar ejemplares en los parques
porteños. Me refiero a Elvio D. López, un brillante precursor de la forestación
en el Uruguay, que en 1943 había publicado Árboles forestales en el Uruguay y problemas afines (1943) en coautoría con Carlos M. Cussac. Porque los libros trasmiten el amor y el encantamiento por la elección de una profesión que llevará adelante nuestras vidas. Un conjunto de títulos que nos recuerda, con constancia y dedicación, la importancia de las ciencias en su articulación con las letras y las humanidades.
Retomando mi agradecimiento a los manuales, denostados debido a su “pedagogía perniciosa por ser demasiado enciclopédicos”, es menester abordar otras presencias. Dos de ellos eran de mis padres: La República del Uruguay de Elzear S. Giuffra (que no consistía en un manual pero que se lo utilizaba como si lo fuera) de 1935 y del que no me cansaba de recorrer sus figuras y láminas; y el siguiente de mi madre, Elementos de cosmografía de Alberto Reyes Thevenet, una disciplina que ella no dejaba de trasmitirme con su típica emoción. Otros ejemplares son adiciones de bonus track de mi cosecha: Introducción al análisis matemático de Luis Osin. Un libro con propia órbita satelital en su recorrido, pues para apuntalar mi decaída matemática el viejo lo compró en la librería técnica de los Hs. Borderre en Montevideo. Cuando me trasladé a Buenos Aires se lo dejé, entre varios ejemplares, a mi tía. Unos meses después, ella se radicó en esta ciudad y lo volví a tener. En la década del noventa, en las temibles “reducciones de espacio”, lo doné a una biblioteca. Pero su órbita me persigue con cariño matemático y, en breve, por Don Mercado Libre o por la feria del Parque Centenario, volverá al sitial de honor del cual jamás debió partir. Y en este ranking, tengo que recuperar, con la especial frescura de una semisombra en el verano más tórrido, el manual de mis ensoñaciones: Introducción a la física, en dos volúmenes, de Alberto P. Maiztegui y Jorge A. Sabato, en la atractiva edición de Kapelusz. Donde la física se convertía en una amante de la literatura.
Una sección que era, indudablemente, la mayor por su enorme cantidad de libros, fue la colección de obras de y sobre cine de mi padre. Un acervo particular de significativa importancia con varios estantes a su disposición y que, parcelada y mutilada, continuó sus peripecias en las continuas mudanzas de sus herederos. El sector contiguo estaba representado por los libros de filosofía, historia, artes plásticas y psicología (la mayoría de propiedad materna). Martin Buber, las Obras completas de Nietzsche (fundamentalmente El origen de la tragedia) y Freud, El héroe de las mil caras de Campbell, Introducción a la Psicología de Wolff, Introducción al psicoanálisis para educadores y Psicoanálisis del niño de Anne Freud, Leibniz, El pensamiento de la India de Albert Schweitzer, Kant, Heidegger, Fichte, Schopenhauer, Spinozay Jung –con El hombre y sus símbolos. Allí también estaban el filósofo uruguayo Carlos Vaz Ferreira, con Fermentario, Lógica viva y Moral para intelectuales; el españo-estadounidense George Santayana con Personas y lugares, Tres poetas filósofos (Lucrecio, Dante, Goethe) y Diálogos del limbo, y cerrando esta enumeración La rebelión de las masas de José Ortega y Gasset.
Tres autores lideraban el podio para ser leídos a toda costa por “las y los grandes” (se afanaban por no quedar fuera de la tutela que imponía la moda “sesentosa y setentosa”) y que planeaban de un lado a otro en nuestras bibliotecas: El hombre unidimensional de Herbert Marcuse, El arte de amar y El miedo a la libertad de Eric Fromm y, como una verdadera locomotora, las obras de Jean Piaget. Volviendo a la historia, en un solo ejemplo, mencionaré El otoño de la Edad Media de Johan Huizinga que, vaya a saber por qué designios, siempre aparecía mezclado entre los libros de filosofía. Otro libro que hacía referencia al “realismo fantástico” y que estaba en cada biblioteca particular rioplatense era El retorno de los brujos de Louis Pauwels y Jacques Bergier. Por lo poco que leí y comprendí, un adelantado de muchas temáticas posmodernas: la parapsicología, el esoterismo, las civilizaciones desaparecidas y una pátina de elementos del nazismo (tan en boga en nuestro padecimiento actual del mundo). Como corolario, con Bergier y Pauwels a la cabeza, una revista famosísima de la época: Planeta, la “portavoz del movimiento del Realismo Fantástico”. Una publicación que ocupaba un lugar preferencial en un estante de la biblioteca.
En este apartado debo hacer referencia a una serie que resultó ser la punta del ovillo para saber que existía una literatura uruguaya: los tomos tan recatados y sobrios de la espectacular “Biblioteca Artigas”, con su color oliváceo de moho invasor, a cargo del Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social. Y dos sellos editoriales que se encontraban agrupados en la biblioteca: los libros editados por las emblemáticas Arca y Ediciones de la Banda Oriental. Divisiones temáticas por colecciones y empresas editoras que me señalaron la importancia de reunir las obras por otros órdenes y no solo por autores, algo que sería vital para mi profesión de bibliotecario.
Hay libros que estaban totalmente ausentes, como si no tuvieran existencia propia, a lo largo y ancho de esta librería de los placeres hogareños. Impresos que en los decenios venideros los consideraría como documentos invalorables para reconstruir las lecturas de mediados del siglo XX y, en su sentido más rotundo, como objeto de estudio académico. La enseñanza de esta “menuda literatura” me la dieron los hombres y mujeres del pueblo. Aquellas y aquellos que siempre hay que escuchar. Placeres y Dora fueron dos mujeres que trabajaron en mi casa para llevar las tareas domésticas. Eran buenas lectoras, pero lectoras de “libritos” ignorados por mí y a los que comencé a prestarles atención, cuando ellas los dejaban sobre la mesa de la cocina al iniciar sus labores. Allí comencé a navegar por los mares de Corín Tellado y las fotonovelas. Corín, luego supe que era un seudónimo, con títulos del corazón parecidos a la revista de historietas Susy y con grandes dramas sentimentales. La conmoción se incrementó con las fotonovelas, cuyas temáticas eran casi iguales a las de Tellado, pero con la atracción de las fotos que te atrapaban con sus actitudes hieráticas e impostadas. Fue un gran honor conocer “los fotogramas” de Idilio, Nocturno, María Rosa, Sentimental, Tú y Yo, Linda, Encanto. Los gustos lectores de Placeres me resultaban más indescifrables, porque ella a hurtadillas de mis padres me solía llevar a la iglesia a iniciarme en los misterios de la misa, y poseía toda esta literatura de los sentimientos pasionales articulada, a la buena de Dios, con los de oraciones, misales y, como era de esperar, un Kempis.
A estos discursos amados por el pueblo lector, habría que añadir otras hermosas novelitas (novelitas de la pequeña extensión, mínimas, pero grandes en su alma) que traían varios obreros y operarios que venían a realizar algún arreglo a nuestro edificio, con asuntos tales como el Lejano Oeste y sus cowboys (de la editorial barcelonesa Toray), relatos sobre la Segunda Guerra Mundial, el mundo de los espías en pleno auge de la Guerra Fría, y episodios con versos y narrativas gauchescas. Muchos de estos trabajadores los leían con una dedicación que envidiaría el más afamado especialista en Don Quijote y, una vez agotada su lectura, por unos pocos centavos, los cambiaban por otros en algunas de las incontables librerías de canje de la ciudad. A todas ellas y ellos les debo tanto en mis gustos lectores que agradecerles de rodillas es poco. ¡Cuánto le debe la cultura impresa a estas obras fuera de la hegemonía de los libros “cultos”! El arte de leer es una ancha avenida infinita, sin márgenes ni límites. Eso, simplemente, me trasmitieron y espero haberlo aprendido. También aprendí que, por el contrario, era ella, la fabulosa biblioteca de mis padres la que, con sus ausencias, tenía sus límites.
Desearía hacer un tributo al verdadero “Magazine Popular Argentino”: Leoplán, esa joya caníbal de la lectura, editada por la inefable Editorial Sopena Argentina. No existía una casa, club social y deportivo, biblioteca escolar, sociedad de fomento, biblioteca municipal y pública que no apilara sus números, que abundaban como granos de arena, en una fila temblequeante. En la colección sucursal de mi tía, al lado del internacional y ya citado El Correo de la Unesco, afincaba su soberanía resplandeciente ese magazine que fue la llama sagrada de varias generaciones para acceder a las más grandes novelas y cuentos de la literatura universal, a un precio por debajo del regalo.
Metidos en este suculento caldo nutritivo de las “apropiaciones impresas populares”, es fundamental ir por la recuperación de un grupo de títulos que jamás ha perdido su vigencia. La memoria, esa tierra de las bifurcaciones hechiceras, puede transportarnos a la hora de la siesta en los años sesenta del siglo XX. Mi prima y mi tía que trabajaban como condenadas gestionando una farmacia con los consabidos turnos, los sábados, luego del almuerzo, leían y sesteaban a lo bestia. A pesar de ser su mandadero a la hora de ir a la panadería para abastecer su merienda de sabrosos bizcochos, no tenían en cuenta mis ojos avizores sobre la lectura “pasatista” que ellas, tan educadas, realizaban con total desparpajo y desenfreno. Agatha Christie y su “Hércules Poirot”, el “Perry Mason” de Erle Stanley Gardner en la prolífica Editorial Molino, el “Mike Hammer” alter ego de Mickey Spillane (cuya versión televisiva, aunque podría estar en la prehistoria de las series actuales, les brinda una cátedra de órdago), Georges Simenon y el deductivo “comisario Maigret”, Raymond Chandler y la complejidad marginal de “Philip Marlowe”, Dashiell Hammett y su recordado “Sam Spade”, el “Nero Wolfe” de Rex Stout, y las novelas de la serie “El Séptimo Círculo”. Toda una cátedra para leer el género policial hasta morir, aún en una siesta montevideana, cuando el mayordomo se acercaba con su facón del morir.
En ese entonces, además, ya metía la cola otro personaje como si
fuera presentado por el bardo inmortal de Avon: la inefable y demandante política que, como un sello grabado a fuego, parece que jamás abandonará las márgenes del Río de la Plata. Mi casa y varios de sus habitantes incursionaron en ella, algunas en forma decidida y otros con prácticas más moderadas. Existieron vínculos con grupos relacionados con los movimientos revolucionarios urbanos. Unambientedetal saturación política que nadie se privó de respirar el elixir de su denso vapor. Por añadidura, siendo aún menor de edad, no fui la excepción a su deslumbramiento. Durante unos meses comencé a participar en la agrupación estudiantil, Frente Estudiantil Revolucionario 68 (FER 68), donde la lectura de los textos sobre el foquismo, cuando nos reuníamos en las escaleras internas del edificio de la Facultad de Química, estuvieron a punto de liquidar mi amor por la lectura. Intentando resistir la dictadura uruguaya caí detenido en el último cuatrimestre de 1973, a consecuencia de mi tenue y muy velada militancia en el secundario. Estuve preso durante prácticamente un mes en tres lugares: una comisaría, en el estadio de básquet el Cilindro Municipal capitalino y en el Instituto de Menores Álvarez Cortés. Toda una trayectoria para mi existencia de eludir los asuntos políticos.
Resultaron “centros de rehabilitación” algo crueles y con pocas contemplaciones para un menor. Pero en ese mes, debo confesarlo, coseché mi mayor experiencia del mundo real articulado con la lectura en acción y no como una mera abstracción introspectiva e individual. Ya que la permanencia en “El Cilindro” estuvo signada por un libro que se encontraba en mi casa pero que me había pasado en forma totalmente desapercibida: Papillon de Henri Charrièrre. Resultaba raro que mis padres tuvieran un best-seller de inaudito éxito comercial, acaso por ello no cayó en la esfera de mi interés. Pero lo que aconteció en la detención fue ante todo un fenómeno de trance lector colectivo. Todos los presos, de todas las edades, esperábamos tener la dicha de que nos llegara alguno de los ejemplares que circulaban más o menos furtivamente. Una noche, luego de la comida, llegó a mis manos y logré hincarle el diente (no los ojos). Lo leí con hambruna incontenible. Era un espléndido ejemplo de lo que estaba aconteciendo en nuestro firmamento carcelario. Un preso, Papillon, que buscaba la libertad y planificaba la huida de la cárcel con una obsesión paradigmática. Por primera vez experimenté esa catarsis comunitaria en las “representaciones” de los lectores. La totalidad de los detenidos éramos Papillon. Allí comprendí que la lectura, su historia y sus prácticas me iban a signar de por vida.
Este episodio de vida anónima tuvo su coda final también articulado por los libros. Héctor Gutiérrez Ruiz y Zelmar Michelini (luego serían asesinados en mayo de 1976), exiliados en la Argentina, reclamaron por los atropellos a los derechos de los menores en Uruguay. Como resultado de sus denuncias los militares resolvieron “sanear” cuanto antes esta situación. Nos llevaron ante un tribunal militar y nos juzgó un innombrable y feroz juez, cuya triste fama conocen muchos orientales: el coronel Federico Silva Ledesma. Me hizo parar frente a su escritorio (otras de las formas de sus vejámenes), colmado de libros y expedientes castrenses, donde reinaba una cultura manuscrita e impresa que yo creía inexistente por su maldad. Luego de ver mi expediente, me dijo: “Hoy se va, pero pronto nos volveremos a ver y se quedará”. Al salir del infierno de su oficina (el pobre Dante Alighieri militaba en ligas inferiores), si no recuerdo mal, en una zona céntrica de Montevideo, tenía dos certezas irreductibles: una, que Silva Ledesma jamás me volvería a ver y, la otra, que gracias a los dioses en mi biblioteca de familia no existía un solo libro de los que él tenía sino, por suerte, ni una sola palabra. Su terrible jauría de libros era el gran silencio debajo de un continente de silencio. Todo lo contrario a la locuacidad amable de los libros.
Además, en ese marco histórico de militancias permitidas y prohibidas,
ocurrió otro hecho de importancia con los libros familiares: la vinculación entre la política, la lectura y el cine. Ya no recuerdo el año, creo que en la primavera de 1969, pero fue a los pocos días en que los tupamaros habían tomado una pequeña ciudad del interior del Uruguay, en una demostración de fuerza y pericia estratégica que me llamó poderosamente la atención y que era algo similar a tener cerca de casa un episodio de la serie Combate. Lo recuerdo perfectamente porque estaba en cama cursando la varicela. Cuando casi de la nada, apareció un muchacho muy joven que, con los años, supe que había que ocultar. “El lechuga”, con ese apodo lo conocí, se instaló en mi cuarto a leer y charlar conmigo. Apenas tenía unos años más que yo y pensé que iba a resultar contagiado por mí. Pero esto no sucedió. A él le debo otras lecturas y otros modos de apoderarse de los libros. Se paraba ante la biblioteca familiar y la recorría con la vista y con las manos, estante por estante, volumen por volumen, a lo largo de la tarde. Hasta que, en el segundo día, dijo: “este libro lo estaba buscando hace mucho y al fin tengo un buen tiempito para leerlo”. La obra que tenía en sus manos, cuando se sentó a leerla de un tirón, era y es (el tiempo no existe para los libros), El país de las sombras largas del escritor suizo Hans Ruesch. Un libro, como tantos, que había pasado indiferente para mí. Lo leyó con tal fruición y gozo, con el comentario dialogado de muchos de sus pasajes narrativos, que lo único que deseaba era que se fuera y no se llevara el libro, así es el egoísmo narcisista de la lectura. Pero la maravilla estaba en el enlace de esta obra con otro mundo. Hacía muy poco, en un cine club, había visto Nanuk, el esquimal de Robert Flaherty, y cuando leí el texto de Ruesch, descubrí la magia que existe entre el cine y la literatura, aunque a veces este estado maravilloso nos defrauda.
Un encanto que volvió a aparecer pero ahora por intermedio de la televisión. Una noche en la cual mis padres habían salido, procedí a violar lo pactado: tenía que acostarme a las 22 horas. Sabía perfectamente que ese día, a las 23 daban por TV, creo que en el Canal 4, Monte Carlo, La máquina del tiempo del director George Pal y “estelarizada” por Rod Taylor. Hacía poco que había comenzado a ver la serie homónima y estaba poseído por los viajes temporales, en un estado dionisíaco. Durante una semana enloquecí a mi padre para que me comprara la novela de H. G. Wells. Un viernes, cuando ya daba todo por perdido, al regresar del banco, el viejo venía con un gordo volumen de las obras completas de mi autor ditirámbico: el tomo uno de las Obras completas de Wells en la edición de Plaza & Janés. El vértigo fue tan avasallador como el ímpetu incontenible de las novelas que se sucedieron: La máquina del tiempo, La isla del Dr. Moreau, El hombre invisible, La guerra de los mundos, Cuando el durmiente despierta, etc. Y de yapa, una muy interesante historia de un ángel cazado y llevado en “su estadía terrestre” a la vicaría: La visita maravillosa. Ahora el triángulo estaba cerrado: literatura, cine y televisión, un cóctel delicioso para mis años de Coca-Cola, Crush y Freskyta.
Hubo, por otra parte, el suceso relacionado con una ballena blanca que me conmocionó en mi temprana juventud. Había adquirido en la Feria de Tristán Narvaja, proveedora de libros a precios regalados, la “edición homenaje-texto íntegro” de Moby Dick escrito por Herman Melville, con el sello editorial de Bruguera. Un voluminoso ejemplar cuya historia es esta. La primera lectura fue gloriosa y en un marco, como debía de ser, marítimo. Lo leí en una playa de la Costa de Oro uruguaya, frente al mar y a la vista de los albardones de una isla. Una lengua de arena a pocos kilómetros antes de Piriápolis y donde el “Pequod”, entre la espuma de las olas, asomaba su proa. Lo guardé en la biblioteca como un tesoro. Cuando llegó el momento de marchar a la Argentina, por supuesto, lo incluí en los pocos títulos que pude llevar. Su destino último estaba en la casa de mi hermana, en el barrio de Versalles, donde había un muchacho encantador e inocente, parecido al personaje “Don Fulgencio” creado por Lino Palacio: un joven que era perseguido por la dictadura de Uruguay y que estaba esperando para salir del país. Tanto mi hermana como yo estábamos encantados con él. Por su personalidad, por su candor, por su mirada infantil. Tenía pánico de irse del Río de la Plata a una ciudad tan extraña como París, sin gauchos ni asados. No tuve mejor idea que regalarle mi Moby Dick de Bruguera, uno de mis bienes más queridos. Quizás como un símbolo del cruzamiento entre las fuerzas del bien y el mal, o vaya a saber por qué lo hice. Lo cierto es que se lo regalé con el corazón en mis brazos, para brindar, a través de la ballena blanca, un recuerdo de la patria sudamericana. ¿Acaso el Conde de Lautréamont no se había criado en Montevideo? Pero la tragedia nos mordía los talones. Este joven hombre, muy oriental de nacimiento, al poco tiempo de arribar se suicidó en la Ciudad de las Luces. El puñal del exilio y la némesis del extrañamiento lo habían atravesado. Nunca volví a reponer en la biblioteca la edición de Bruguera de Melville, aunque tuve numerosas oportunidades de hacerlo.
Una última bifurcación de las ciencias políticas que fue necesario vivir y padecer, pero con tonalidades absurdas e irónicas. Nuestra biblioteca poseía varios títulos de Franz Kafka, otro de los autores de rigor casi normalista: La condena, los inquietantes Diarios (en una contundente edición de Emecé de 1952 con más de quinientas páginas), El proceso (que en el cruce cinematográfico recientemente había intentado compararlo con la versión de Orson Welles) y, la frutilla del postre, La metamorfosis. Leí, en forma temprana, esta última. Indudablemente, las alucinaciones me hostigaron por el temor de convertirme en Gregorio Samsa. El hecho kafkiano ocurrió a fines de 1974 o comienzos del 75, cuando hice un viaje relámpago a Buenos Aires, a pocos meses que la dictadura uruguaya festejara el “Año de la Orientalidad”. Como ya estaba harto del asedio político (algo que me acontece permanentemente), no tuve la mejor idea que ir de paseo por las prodigiosas librerías de viejo porteñas para completar nuestra serie de Kafka. Al terminar la tarde había comprado, a precios irrisorios, América y La muralla china. Chocho de la vida tomé el aliscafo a la ciudad de Colonia y el cosmos real me brindó, con mantel y servilletas de lujo, su atención inexcusable. Las autoridades uruguayas me detuvieron por segunda vez (sin percatarse que le había prometido a Silva Ledesma que no me iba a ver ni siquiera un pelo). Como no podía ser menos, llevaba libros de literatura subversiva: una obra maoísta china y la terrorista “América”. Las horas pasaron mientras les explicaba a los milicos portuarios quién era Kafka, una situación verdaderamente kafkiana para esos pobres gendarmes (luego me enteré, como la idealización macabra de un mito urbano, de las confiscaciones y prohibiciones del manual para estudiantes de ingeniería La cuba electrolítica). Para colmo llevaba una significativa cantidad de semillas que había recogido en el Jardín Botánico de Buenos Aires. Como bien se sabe las drogas y los panfletos de izquierda forman un combo difícil de superar. Pero cerca del mediodía esta gente estaba hambrienta y entre Kafka, los chinos y mi sementera, luego de revisar todas mis pertenencias, resolvieron darme los olivos para Montevideo. Al llegar a casa, religiosamente, los deposité en la biblioteca familiar: era mi aporte libresco a las obras del genial escritor que adoraban mis padres. Sin embargo, se presentó un Kafka al cuadrado a los pocos años. Estaba en Buenos Aires en los inicios de los noventa, enfrascado en uno de los tantos cambios de domicilio que solemos desplegar por puro gusto los humanos. Al tomar el libro América (el tan sobado y mirado por los gendarmes) para ponerlo en su caja, la obra se cayó y quedó abierta: cobijada en sus páginas tenía una foto del Che Guevara, una imagen que de milagro había escapado a la mirada escrutiñadora del milicaje. Sin duda, de haber ellos encontrado su fina estampa de Hombre Nuevo en tierras bolivianas, otra hubiera sido mi historia. Cosas extrañas hacen los libros con nosotros, siempre para salvarnos del bullicio en el cual vivimos.
Es significativo revelar algo antes de terminar este discurso: una vez
cometí, siendo un púber, el pecado de usurpar la autoría de un autor. El vandalismo fue perpetrado a un escritor idolatrado, Horacio Quiroga y el libro, uno de los tantos que teníamos de él en la biblioteca, fue Los cuentos de la selva. Como un personaje platónico intervenido por una divinidad, había sucumbido por los cuentos “La guerra de los yacarés” y “La tortuga gigante”. Yo ya era el otro. Ese otro (mi Dios) era Quiroga, la alterna forma de mi Yo. Tenía que solucionar el eterno problema de la identidad. No tuve piedad. Tomé el libro y con la goma de tinta borré su nombre de la tapa y escribí, con lapicera fuente, el mío. El reto de mi madre fue homérico. Nunca se había enojado de esa manera, a pesar de mi terrible conducta y travesuras que le costaron muchas lágrimas. Este aprendizaje fue de gran importancia para mi futura actividad académica y docente: jamás plagié ni usurpé una cita sin mencionar, como corresponde, a su autora o autor.
Cada vez que redacto la bibliografía de un trabajo, como un fantasma protector aparece Quiroga con sus tortugas y yacarés.
El final llegó como todos los finales. Hubo que liquidar la biblioteca porque teníamos que irnos a Buenos Aires antes de que los aconteceres políticos nos desbordaran en forma definitiva. Se vivió una liquidación de libros como nunca antes la volví a experimentar. Mis padres llamaron a sus amigos. Los invitaban a cenar y ellos se iban con su “paquetito de los libros regalados”, como las sorpresas palpitantes y tibias de un cumpleaños. Sentado en la cocina o haciéndome el distraído en el balcón, observé cómo desfilaban muchas de las obras amadas. Podría citar un minucioso catálogo, pero sin duda sería ocioso y odioso. Luego de varias décadas, al capricho del azar, al recibir una donación de libros en mi carácter de bibliotecario profesional, suelo pensar si no vendrá entre los volúmenes donados el primero que salió de casa en ese legado impuesto por la realidad: El motín del “Caine” de Hermann Wouk, donde en la cubierta aparecía un barco sacudido por las olas y, en la parte superior, un hombre ante un tribunal extendiendo su brazo acusador. Como si nosotros y nuestra propia biografía lectora, fuéramos señalados por la biblioteca familiar en su destino trágico de los adioses. Una verdadera alegoría de la cultura impresa.
Los restos de la ahora colección mínima de mis padres terminaron
recalando, en cinco o seis estantes, en un pequeño departamento ubicado a pocas cuadras del Parque Chacabuco. Un poco más tarde, nuevamente reducidos, en otra brevísima estantería en pleno Barrio Norte porteño, en la calle Sánchez de Bustamante. No obstante, la pequeña colección de obras sufriría otras vicisitudes más apremiantes. Cuando hubo que alquilar el departamento en que vivieron mis padres fueron a parar a la baulera del sótano. El agua, como En la casa inundada de Felisberto Hernández (una viral lectura hogareña hundida en lo pretérito), no tardó en reclamar lo suyo. La profecía autocumplida de este cuento, finalmente, se concretó con creces. Logré salvar un pequeño grupo aún más empequeñecido en un alarde de minimalismo precursor, luego de luchar con la humedad.
Mientras batallaba con los ejemplares enmohecidos, me detuve en un voluminoso libro empapado e invadido por los hongos que lucían, con despiadada parábola, una infinidad de colores esmeraldas. Antes de tirarlo a la basura, lo abrí para cumplir con el luto de las despedidas: era la Biblia de mi padre socialista, la que usé para leer el Evangelio de Lucas con el profesor Otero, en la poética lengua de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. Recordé mi adolescente lectura de los libros de Job y de Jonás, con las primeras incursiones al salterio. Lo limpié con amor, pincel en mano y guantes descartables, con breves estadías bajo el sol otoñal, amparado bajo la suave sombra de nuestro liquidambar de maceta. Hoy día, ya hace muchos años, está en mi escritorio de profesor universitario, y cuando preparo una clase para esa fascinante materia que es Historia del Libro y de las Bibliotecas, leo mi salmo diario y me dejo absorber por la dimensión religiosa de sus palabras. Esta Biblia no ha tenido la famosa trayectoria de la biblioteca de Aristóteles, pero sus peripecias aventureras tienen el dejo inconfundible de su sabor.
La próxima etapa de esta biblioteca jibarizada dependió de un emprendimiento exclusivamente mío. Ya adulto, resolví reconstruir parte del acervo perdido. En consecuencia, primero comencé a buscar por las librerías de segunda mano las ediciones de la biblioteca parental y, en un segundo momento, a través de la web, no solo conseguí algunos títulos, sino que también logré ver la imagen de la mayoría de las obras del barrio Pocitos. Mientras coleccionaba unos pocos ejemplares no tuve en cuenta dos aspectos fundamentales y decisivos: el emotivo y el juego de la duplicidad de los espejos. No es una tarea fácil volver a tener sobre el escritorio un texto que intimó con uno en los inicios del transcurrir como lector. Las motivaciones, las autoras, los autores, las elecciones, los gustos, en fin, todo en su inmensa totalidad, han cambiado. Ya es otra geografía muy distinta a la actual. Uno es un extranjero o un exiliado en su propia biografía de lectura. Un señuelo de poco consuelo, pues ni siquiera consiste en el anhelo de tener ante sí “la mismidad del mismo libro”: resulta, nada menos ni nada más, que un doble especular de otro libro. Esta historia duró un par de lustros y, como era de esperar, fracasó. Aprendí, bajo el ardor de un hierro candente, que cada biblioteca, como un ser vivo, tiene su época y destino. Existe también el arte de dejarlas morir en su pasado esplendoroso y único.
¿Hay bibliotecas como esta que estoy escribiendo, la familiar y ancestral, que sucumbieron hace mucho y se las ingenian para mandar sus avisos de supervivientes? Por supuesto, son inventivas y reinas en el campo de los artilugios como Odiseo: suelen arreglárselas para decir presente y no pasar inadvertidas aunque parezcan liquidadas. En enero de 2018, cuando descansaba en el sur patagónico, me llegó la primera botella proveniente del mar primigenio de las lecturas: la marea la depositó en la forma de un WhatsApp con una imagen. Resultaba que Luis, un compañero de secundaria en el liceo Joaquín Suárez, ordenando sus libros había encontrado un volumen de nuestra biblioteca y me remitía, en un rito consensuado y agridulce que solo puede rescatar la amistad, su fotografía: la novela Memorias de Juan Pedro Camargo del escritor uruguayo José Monegal. Cuatro años después, en el mes de julio de 2022, Carlos, otro amigo de ese liceo (él se había llevado de nuestra biblioteca de familia, en varios viajes sucesivos, las hogazas de pan caliente de Estudio de la historia del historiador británico Toynbee), me envío por el mismo medio una imagen que me conmovió.
Acaso con la misma intencionalidad que alentó a Walter Benjamin cuando desembaló su biblioteca, dio con un libro que creía perdido por los numerosos préstamos y sus sucesivos cambios de domicilio. Era, tal vez, el libro predilecto de mi madre: Al faro de Virginia Woolf. En la portada estaba su firma y, por la vicisitudes de la fortuna (o el capricho con que los libros nos colocan en trance), no figuraban sus iniciales en la página
21. De modo que, muchos años después, como Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento en Cien años de soledad, recordé y tuve noticias de esta mujer que había sido mi madre, fallecida hace más de cuatro décadas. El hilo de Ariadna que llegaba a mi cuerpo a través de los decenios, me decía, con su murmuración cálida, que se había olvidado del nombre en la página cifrada.
También a este compañero de lecturas, le debo el rubro de “libros prestados” que circularon en nuestro ámbito hogareño y que no eran nuestros. Sobre todo, para citar un par de ejemplos, dos deslumbrantes libros: Trampa 22 de Joseph Heller y Matadero cinco de Kurt Vonnegut. El primero, estos avatares no los arrastra la corriente del Leteo, un buen día desapareció de mi cuarto y luego de buscarlo por todos los ambientes, lo encontré, algo semioculto, en los libros que mi padre tenía “obligatoriamente” que leer.
Sí, en los largos mientras tantos, no podía ser de otra manera, la pequeña gran biblioteca de la familia fue dispersándose, desgajando como migas sus obras para emigrar a otros rumbos y gestar nuevas bibliotecas. Debía ser una especie de galaxia enana por nacer, el gran Big Bang en continuo movimiento hacia la eternidad. El océano primitivo, proteico, impreso y lector. Como la placenta que acuna a las lectoras y los lectores en su propia matriz. Una inundación que al finalizar vuelve a recoger sus aguas para darle de beber a sus voraces náufragos en la escenificación del leer. Fue una biblioteca única y de todos, de cada una y de cada uno en la familia. Una brisa que recorría nuestros cuerpos donde se posaban los libros, como insectos por descubrir, con sus alas extendidas y temblando. Una biblioteca de los encuentros y los reencuentros, de los diálogos y los debates, de las autobiografías de sangre lectora de sus integrantes, de los susurros y los hasta luego. Como un animal libre y salvaje, indómito en su naturaleza del placer lector o una cantera en un planeta inexplorado. Una biblioteca de las esperanzas y de los abrazos abiertos. La mansedumbre del bien en la figura del Leviatán reflejado en el espejo.
¿Cuál, entonces, fue el sentido de su existencia? Porque no solo consistía en ser el repertorio, tibio, helechal y tropical de los libros iniciales en el tránsito de varias vidas. No solo marcó nuestras existencias y determinó la formación de las colecciones de libros en el porvenir. Ese eslabón perdido que, con su impulso incontenible y desmadrado, iba a cosechar nuevos textos y acervos. Una librería cuyo círculo evolutivo concluía en una metamorfosis no kafkiana: en mi transformación en bibliotecario e investigador sobre historia del libro, las bibliotecas y la lectura. No podía ser solo eso y para comprenderlo, el hado y su estrella me atraparon en sus mallas. El enigma tenía una esponjosa médula y un sedimento aún por develar. Un presagio que debía aguardar el momento preciso para su adivinación.
La respuesta llegó súbitamente, en el momento menos pensado. Su desenmascaramiento fue modesto y humilde, con tonalidades de pudor, como la piel de los pobres que construyen el mundo. No tuvo las raíces académicas y eruditas de los textos de Umberto Eco, Aby Warburg, Walter Benjamin ni Roberto Calasso, entre muchos y muchas. Fue una epifanía en su biología de criatura celestial al acecho, para surgir como un aliento renovado dentro de mi propio aliento. Su breve relato fue el siguiente. Con motivo de mi jubilación, una colega organizó un ágape en su casa. La cena y la cordialidad de las y los comensales fueron maravillosas, donde la dueña de casa lució sus finas dotes de anfitriona. A poco de terminar la velada, su esposo, un prestigioso docente y académico con una lúcida y sabia experiencia, miró su biblioteca personal, que la tenía a sus espaldas, y como en una confabulación preparada de antemano entre ambos, se convirtió en el demiurgo o pitoniso délfico que yo estaba buscando.
Debo hacer una aclaración. Yo estaba escribiendo (repito: sepan disculpar el asedio de este yo muy mío) el presente texto y me hallaba enfrascado en la búsqueda de su sentido y por qué lo escribía. Pero al entrar en el hogar de mis anfitriones, el frescor de un pálpito me conquistó por completo. En el living donde íbamos a cenar se reproducía, en forma muy similar, el living del apartamento de Pocitos. Solo dirigí mi mirada adonde debía guiarla: allí estaba la biblioteca melliza de mi casa, una de las tantas bibliotecas que se emparentan entre sí. Ubicada en la misma posición, con dos o tres cuerpos menos y con una suave madera clara (en la familiar montevideana los estantes eran negros como la primera noche bajo los astros).
¿Y las palabras de mi pitoniso al darse la vuelta hacia su biblioteca? Fueron una reflexión entre la memoria y el olvido cuando ambos sufren (o disfrutan) la dimensión de la duración en el tiempo. Nos comentó la dicha que le ocasionaba tomar un libro de los anaqueles y observar que había sido leído y subrayado por él en casi su totalidad, ya hace muchos años. Pero ahora había un elemento inesperado: tenía la oportunidad de una nueva lectura como si la anterior jamás hubiera existido. Su biblioteca, entonces, volvía a ser su biblioteca en una alteridad del don de la mutación y su constante e inmortal novedad. La biblioteca encerraba, en el tiempo, una anunciación.
En ese momento comprendí porque estaba escribiendo estas palabras, algo que permanecía encriptado y que ahora se manifestaba con una celebración: nuestra pequeña gran biblioteca familiar era la que me estaba dictando este texto, cabalgando entre la memoria y el olvido, en el olvido de su memoria. Su compañía y disgregación tenía esta finalidad de escritura para ser leída. Nada más. Ya solo restaba repetir la cita inicial y dejar hablar al mensajero encubierto de la biblioteca familiar: “El pasado es un país extranjero: las cosas se hacen allí de otra manera”.
Así, amigues, una biblioteca de familia son todas las bibliotecas.
Parada, A. E. (2023). Pequeña gran historia de una biblioteca de familia.
Anuario sobre Bibliotecas, Archivos y Museos Escolares, 3, 300-333