Gabriela Laura Purvis
Dirección Provincial de Educación Primaria (DGCyE) - Universidad Nacional de La Plata
RESUMEN
El presente artículo se propone reflexionar sobre el concepto de promoción de la lectura en el contexto escolar. Se abordan, en primer lugar, algunos discursos y prácticas asociados a esta categoría desde los modos de hacer en relación a la lectura ya instalados en la institución educativa. En segundo lugar, se sistematiza lo que, creemos, es lo distintivo de la promoción de la lectura en la escuela, esto es, la formación de lectores, poniendo el acento en el trabajo conjunto de mediadores docentes (maestras bibliotecarias y maestros bibliotecarios y maestras y maestros de grado). Por último, se explicitan algunas consideraciones acerca de la selección de los materiales para la promoción lectora y se puntualizan intervenciones fundamentales para la formación de lectores literarios, sobre todo durante la escolarización primaria.
Palabras clave: Lectura, Promoción, Escuela, Biblioteca, Formación de lectores.
APROXIMACIONES AL CONCEPTO DE PROMOCIÓN DE LA LECTURA.
Hace más de cincuenta años Bourdieu y Darbel (2004) pusieron en evidencia que la asistencia a los museos aumenta a medida que se asciende
“Busco un hombre que haya olvidado las palabras para poder hablar con él.” Marina Garcés (2012).
En El susurro del lenguaje Roland Barthes sostiene: “respecto a la lectura me encuentro en un gran desconcierto doctrinal: no tengo una doctrina sobre la lectura, mientras que, a mis ojos, se está esbozando poco a poco una doctrina de la escritura [...] ni siquiera sé si es necesario tener una doctrina sobre la lectura, no sé si la lectura no será, constitutivamente, un campo plural de prácticas dispersas, de efectos irreductibles [...]” (Barthes, 2013, p. 45-46). Creemos que algo similar puede sostenerse respecto de la promoción de la lectura. Más allá de la existencia de múltiples conceptualizaciones teóricas, la noción de “promoción de la lectura” es un concepto de difícil delimitación. En su Poética del espacio, Gastón Bachelard retoma de la filosofía de Bergson la metáfora del cajón para referirse a la rigidez de los conceptos: “los conceptos son trajes hechos que desindividualizan los conocimientos vividos. Cada concepto tiene su cajón en el mueble de las categorías. El concepto se convierte en pensamiento muerto puesto que es, por definición, pensamiento clasificado”(Bachelard, 2016, p. 108). Prevenidos con esta metáfora bergsoniana del cajón, estamos convencidos de que, contrariamente, la noción de promoción de la lectura aparece como más amplia y abarcativa, refiriendo más bien, a un haz de prácticas disímiles, a una serie de estrategias que se despliegan en un tiempo y en un espacio concreto y que abarca diversidad de destinatarios, materiales y, sobre todo, propósitos e intenciones de lectura.
En este sentido, y siguiendo a Florencia Abbate, hay que insistir en que “la lectura no es un valor abstracto sino una práctica. No es una virtud ni un ideal sino un ejercicio y un hábito” (Abbate, 2013, p. 124). Hay algo del orden de lo azaroso (más allá de lo planificado), de lo artesanal, algo del orden del acontecimiento y de la ocasión (lo que sucede justo allí) en estas prácticas: algo que sucede cuando libros, mediadores (lectores expertos) y lectores (destinatarios de la promoción) se encuentran.
La complejidad para la definición responde, al mismo tiempo, a la persistencia de tres grandes nudos problemáticos en relación con la promoción de la lectura: la falta de estudios sistemáticos sobre el tema, la polisemia de la palabra “lectura” y la diversidad de sujetos que involucra (Abbate, p. 24). A ello podemos agregar toda una serie de discursos y supuestos sobre la promoción que para nada colaboran en una sistematización del concepto y que inciden en las prácticas que se llevan a cabo en la escuela a la hora de formar lectores.1
El discurso sobre la lectura placentera por ejemplo, –el eslogan “leer por placer”– es quizás la retórica que más ha cimentado los imaginarios sobre el quehacer de las maestras bibliotecarias y los maestros bibliotecarios en la escuela respecto de la lectura. Este funcionó, en un sentido práctico, en el momento en que por los años de la década de 1980, la literatura como tal hizo su ingreso definitivo en la escuela y el lema hizo de “valla” para impedir su didactización. Como sostiene Graciela Montes (1999), el temor a la “domesticación” de la literatura, el viejo fantasma (siempre al acecho) de la pedagogización, hizo que este “leer por placer” –eslogan y práctica– atracara con fuerza en aulas y bibliotecas escolares transformando la lectura en algo exclusivamente recreativo, en lugar de abrir la puerta a prácticas que hicieran posible la efectiva formación de lectores. La idea de “desescolarizar la lectura literaria'' presente en muchos discursos sobre la promoción de la lectura, parte de una representación negativa de lo que se hace en torno a ella en la escuela cuando se lee (Bajour, 2014, p. 76),2 y es este combate por la “desescolarización” lo que ha dado lugar a su movimiento contrario: la llamada “lectura por placer” (Carranza, 2007). Así, frente al arraigo de los discursos hedonistas sobre la lectura la pregunta por la relación entre "el placer de leer" y la formación de lectores se vuelve fundamental. ¿De qué manera, y cuánto tiene que ver el placer con el hecho de hacerse lector? ¿Y la dificultad? ¿Qué relación habría en la lectura, entre “lo dificultoso” y “lo fácil”, lo placentero? Convenimos con Marcela Carranza en que “placer no es lo contrario de conocimiento y esfuerzo” y que convertirse en lector no tiene que ver con un placer pasatista aunque este sí está presente en eso que Graciela Montes llamó “emoción intelectual” (2017).
Muchas escritoras y muchos escritores han reivindicado la dificultad que comporta convertirse en lector (Andruetto, 2015; Zuleta,1980; Castrillón, 2021); y estamos de acuerdo con el filósofo colombiano Estanislao Zuleta cuando sostiene que “hay que poner un gran signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo aquello que no exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar nuestras posibilidades” (1980, p. 17).3 En “Sobre la lectura”, Zuleta agrega: “leer es trabajar [...] No hay textos fáciles [...] no hay autores fáciles [...]. Toda lectura es ardua y es un trabajo de interpretación” (1982).
De allí que, parados en el discurso del placer, cualquier actividad que se lleve adelante en la biblioteca y no está asociada a leer algo “porque sí” roza siempre el temor de didactizar la lectura, de pedagogizarla. Este hecho, incluso, termina por obstaculizar el verdadero trabajo en pareja pedagógica entre profesionales bibliotecarios y docentes que toda formación de lectores requiere en la escuela primaria, al llevar a una suerte de especialización de tareas entre aula y biblioteca: en el aula se aprende, en la biblioteca se leen historias, se entretiene o se busca información. No se trata de dejar de lado la dimensión de lo recreativo o lo placentero en la promoción, pero sí es importante tener en claro que la biblioteca escolar no debería promover solamente la lectura lúdica, de ser así sería quedarse en una posición reduccionista y hedonista de la lectura (Castrillón, 2012): la misión de la biblioteca es tener en claro que la biblioteca escolar no debería promover solamente la lectura lúdica –y de las maestras bibliotecarias y los maestros bibliotecarios– dentro de la escuela los convoca a implicarse en una tarea que haga posible que las y los estudiantes se formen como lectores autónomos y críticos, que ejerzan prácticas lectoras en un sentido social y cultural. Afirmamos, entonces, que es precisamente entre los dos polos del discurso y de las prácticas instaladas en la promoción de la lectura, esto es, entre la lectura instrumental y el puro placer como fin único, donde se halla la construcción del lector.4
Si pensamos entonces la promoción de la lectura como una práctica situada en la escuela, surgen algunas cuestiones que nos interesa dejar planteadas: ¿De qué hablamos cuando hablamos de promover la lectura en la escuela? ¿Qué prácticas concretas implica para bibliotecarias y bibliotecarios y maestras y maestros de grado? ¿Qué situaciones de lectura, en qué tiempos, con qué propósitos e intenciones “promovemos la lectura” en el contexto escolar y qué la diferencia, por caso, de las estrategias de promoción lectora comunitarias? La promoción de la lectura en la escuela primaria, ¿no implicará pensarla siempre en relación a la formación de lectores a lo largo de toda la escolarización? Y aún más, yendo más allá de la promoción de textos literarios, ¿no habrá que concebirla también en relación a la información, y en un sentido más amplio, a la “cultura escrita”?5
HACIA LA FORMACIÓN DE LECTORES LITERARIOS
“La educación literaria es un proceso que incluye distintas facetas y que siempre está en dependencia con la formación del lector.” Antonio Mendoza Fillola (2008).
OBJETOS Y PRÁCTICAS: LIBROS Y MEDIACIONES
Los objetos
En un capítulo de su libro Escritura e invención en la escuela llamado “Sin libros, no se aprende”, Maite Alvarado sostiene que “los niños y los jóvenes necesitan que la escuela los ponga en contacto con aquellos géneros o discursos a los que no pueden acceder en sus intercambios cotidianos, los géneros más elaborados, la mayoría de los cuales requiere un proceso sistemático de enseñanza para ser dominados” (2013, p. 241).6 Enfatiza además la importancia del objeto libro para las y los lectores en formación, dado que todo el dispositivo paratextual de la obra (tapa, contratapa, prólogos, índices) actúa como un campo semántico a partir del cual se activa en la memoria del lector toda una serie de conocimientos conceptuales, lingüísticos e intertextuales que le permitirán elaborar una primera hipótesis de anticipación sobre el libro que tiene en la mano. Es decir, donde hay lectores tiene que haber libros.
Y es aquí donde entran en escena tres cuestiones nodales para la promoción de la lectura literaria: la accesibilidad, la disponibilidad y la variedad de materiales con que nos acercamos a las y los lectores. Respecto a la variedad, entra en escena el complejo tema de la selección, 7 de sus criterios. ¿Cómo seleccionar, del cúmulo de libros que se editan año a año para la infancia, aquellos que, por su calidad estética y literaria, van a permitir avanzar en la educación literaria, sostener y profundizar recorridos lectores? ¿Cuáles serán aquellos que van a provocar ese “pinchazo” (el punctum) del que habla Andruetto (2015), citando a Barthes? Sostenemos que se hace imprescindible que el mediador docente, bibliotecaria o bibliotecario, como “primer receptor” (primer lector) del texto literario tenga un conocimiento vasto y rico de lo hoy se publica para niñas y niños. Condición excluyente entonces: un mediador lector.
Si, como sabemos, la escuela es el mercado cautivo de las editoriales, al menos de los grandes grupos, hay una responsabilidad ineludible por parte de los mediadores: se vuelve fundamental conocer los catálogos de las editoriales más pequeñas, menos conocidas quizás, las llamadas independientes, ya que en la mayoría de los casos son ellas quienes realizan apuestas más desafiantes con propuestas estéticas muy cuidadas desde el diseño, la materialidad y el tratamiento del lenguaje, lo que implica un riesgo que los sellos más grandes, muchas veces, no están dispuestos a correr. Tener en cuenta esta diversidad (“bibliodiversidad”) requiere, por parte de las y los mediadores docentes, un gesto de apertura hacia lo desconocido, una apertura del canon escolar, dejar en suspenso lo que se lee siempre “porque funciona'', comprometiéndolos a seleccionar corpus desafiantes, aquellos que son capaces de dejar huella en las biografías lectoras. Por eso, la mediadora o el mediador como selectora o selector explora novedades, pero también se interesa por reediciones históricas de textos clave de la literatura infantil y juvenil (LIJ), critica, (se) interroga a los textos para provocar ese pinchazo que puede llevar a alguien a convertirse en lector de una vez y para siempre. Porque como sostiene Silvia Castrillón “para un joven desarrollar el gusto por la lectura es con frecuencia encontrar alguna vez un libro [...] que (le) conviene y apasiona” (1986, p. 61).
Las prácticas
A la hora de leer, la presencia de obras en la escuela es fundamental, pero con los libros no basta. Respeto a esto traemos a Jean Marie Privat quien cuestiona la concepción carismática de la literatura centrada en el libro como objeto cultural legítimo: “esta pedagogía se funda sobre el carisma de la obra. El discurso del maestro o del manual constituyen la referencia cultural y se esperan, ante todo, alumnos que entre en comunión 8 –con discernimiento, sensibilidad y emoción– con las obras o, al menos, con el discurso sobre las obras” (2013, p. 47). Esta concepción mágica de la apropiación de la literatura no problematiza el encuentro con los textos y “confía en que la salvación cultural está en las grandes obras, en ellas mismas y por ellas mismas” (2013, p. 48). Por ello, aunque fundamentales, los libros por sí mismos no convierten a las personas en lectoras: la presencia del adulto frente a la niña lectora o el niño lector se vuelve ineludible. Las mediaciones docentes en torno a libros y lectores, un conjunto de estrategias y planificaciones de presencia cotidiana en la escuela para llevar adelante la práctica de la lectura, son insoslayables.
¿Cuáles son esas intervenciones que en la escuela hacen posible interesarse por un texto en particular, hacer interpretaciones personales, conversar con otros sobre lo leído (formar comunidad lectora), querer seguir leyendo otras obras de una autora o un autor que nos gustó?
Nos referimos a prácticas, a intervenciones a través de las cuales las bibliotecarias y los bibliotecarios tengan verdadero peso y capacidad para incidir en las trayectorias de las y los estudiantes. Aprender a leer, escribir, buscar información, evaluarla críticamente, llevar a cabo pequeñas investigaciones, conversar después de leer, valorar una obra literaria, comprender un fenómeno natural o social, elaborar una argumentación, disfrutar de la lectura de un texto, son prácticas en que las mediadoras y los mediadores docentes se hallan íntimamente implicadas e implicados.
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La escuela es el lugar por excelencia donde se aprende la cultura letrada. Existe un supuesto acerca de que “el trabajo escolar propicia prácticas asociadas con la concepción ‘moderna’ de la lectura: una lectura individual, silenciosa, cercana a las prácticas académicas de leer [...] [pero] quienes han pasado algún tiempo en una escuela primaria puede constatar que ahí las prácticas de lectura no siempre se corresponden con este modelo. En el aula, la lectura es un acto social”, nos dice Elsie Rockwell (2005, p. 12). Efectivamente, uno se hace lector leyendo con otros, por participación en prácticas sociales de lectura.9 Y es esta práctica –la de leer con otros– lo que la escuela pone en el centro de la escena cuando se trata de leer literatura. Es escuchando leer en voz alta a otro –la maestra o el maestro, la bibliotecaria o el bibliotecario, una compañera o un compañero–, en un continuo intercambio oral en torno a los textos donde se construyen, de forma progresiva y en conjunto, las interpretaciones.
Con el tiempo y la frecuentación de múltiples y variadas situaciones de lectura se va ganando autonomía como lector... quizás hasta llegar a ese ideal tan decimonónico de quien lee, en solitario, bajo la luz de una lámpara o recostado en un sofá. Pero antes, la escuela y la biblioteca tienen mucho que hacer para promover dicha autonomía porque, como sostiene Teresa Colomer, “el acceso a la lectura implica hacer entrar en juego la valoración personal, la necesidad de interpretación recuerda que la resonancia de una obra en el lector se produce siempre en el interior de una colectividad” (2005, p. 198). Un lector se construye, así, en un espacio de intercambio entre pares y con lectores más experimentados.
Ahora bien, esto implica, para maestras bibliotecarias y maestros bibliotecarios, la planificación, en pareja pedagógica con la maestra o el maestro de grado, de ciertas intervenciones en situaciones de lectura compartida, como, por ejemplo, el intercambio lector, pero también pensar y elaborar otras mediaciones desde el conocimiento específico que poseen, como mediadores, de las obras. Cuando realizan recomendaciones para ampliar el repertorio de obras posibles en una secuencia pensada por la o el docente, al leer en voz alta en determinados momentos del proyecto lector o al habilitar el espacio de la biblioteca para el intercambio posterior a la lectura, entre otros, las bibliotecarias y los bibliotecarios están implicándose activamente en la formación de lectores, porque como venimos sosteniendo, la lectura en la escuela, puede, y deberá, crecer en múltiples espacios, más allá del aula (incluso, muchas veces, más allá de las paredes de la propia biblioteca, cuando se realizan actividades de extensión hacia la comunidad).10 La lectura es una práctica y, como tal, se aprende ejerciéndola, es por ello que cuanto más se multipliquen los momentos, las situaciones, las formas y los lugares en el encuentro con los libros en la escuela, más posibilidades habrá de que nuestras y nuestros estudiantes se conviertan en lectoras y lectores.
El gusto por la lectura no se adquiere de una vez y para siempre, tampoco de un momento a otro, debe ser alimentado en forma permanente y con intervenciones que legitimen el valor de la lectura tanto dentro como fuera de la escuela.
REFLEXIONES FINALES
De lo que se trata entonces, como intentamos hacerlo aquí, es de pensar la promoción de la lectura en la escuela más allá de eslogans, de discursos para develar así las prácticas que subyacen en el cotidiano escolar. Además del hecho de que cuando se habla de “cultura escrita” suele disociarse de esta a la información, quisimos hacer visible algo más preocupante: cuando se trata de literatura la promoción viene asociada de forma exclusiva con lo placentero, lo lúdico, el tiempo libre, el entretenimiento. Promocionar la lectura en la escuela es formar lectores. Como venimos sosteniendo, el desafío para este propósito está en instalar, a través de múltiples ocasiones, espacios y tiempos continuados y progresivos para la lectura en la escuela primaria: leer a través de la voz de otro (la maestra o el maestro, la bibliotecaria o el bibliotecario, la familia, una compañera o un compañero), conversar sobre lo leído, leer por sí mismas o mismos en voz alta, en silencio, en lectura entre privada y pública. Y de ir encontrando en esas ocasiones, por qué no, sitios propios, esas fronteras indómitas –esas oportunidades para ensancharla– de las que habla Montes, o las “cabañas”, los “refugios” de los que habla Michèle Petit (2012).
La invitación es a no reposar jamás en los sentidos cristalizados de las palabras (sobre lo que una cosa sea o deba ser), a liberarlas de todo lo que captura su uso y su sentido, a habitar los conceptos más allá de los intentos de definirlos, para encarnarlos en las prácticas cotidianas en la escuela e insuflarles el contenido de nuestras experiencias vitales. Esperamos que este artículo haya contribuido a este cometido en relación a pensar la promoción en la escuela, porque estamos de acuerdo con Marina Garcés cuando sostiene que “las palabras sólo tienen sentido cuando hablan de aquello que nos importa” (2016, p. 12).
FUENTE
Notas
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS