¿Qué se conmemora en 2020?

Marcela Ternavasio

Instituto de Estudios Críticos en Humanidades IECH/UNR/CONICET

Una de las frases tal vez más repetidas cuando se hace referencia a la muerte de Manuel Belgrano es que aquel 20 de junio de 1820 fue el día de los tres gobernadores de Buenos Aires. La expresión, aunque trillada, es elocuente de la crisis que experimentaba la que hasta cuatro meses antes fuera la capital de las Provincias Unidas del Río de la Plata, donde falleció el creador de la bandera sin que su deceso ocupara las páginas de los periódicos. Excepto la referencia que publicó fray Francisco de Paula Castañeda en su Despertador Teofilantrópico, los titulares de la prensa porteña eran otros. Una rápida lectura de la Gaceta de Buenos Aires revela que las novedades del extranjero y las disputas políticas y militares entre diversas facciones locales fueron los acontecimientos que adquirieron estatus de noticiabilidad, por usar una jerga contemporánea que, aunque anacrónica, es ilustrativa del clima que se vivía.

A doscientos años de aquellos hechos no deja de ser paradójico que la muerte de quien luego se convertiría en uno de los principales héroes del Panteón de la Patria pasara sin pena ni gloria, y que la crisis de gobernabilidad más extrema que viviera Buenos Aires haya sido el origen de un estado provincial autónomo y potente. La conmemoración bicentenaria de ambos acontecimientos invita a reflexionar sobre esa paradoja y a trazar los puentes entre el final de la trayectoria belgraniana y el nacimiento de una pequeña república portuaria que no tardará en expandir sus fronteras y su proyección hacia el mundo Atlántico.

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A comienzos de 1820, Belgrano arribó a Buenos Aires desde Tucumán, con su salud seriamente deteriorada. Las dolencias que arrastraba de joven se habían agravado durante los años de campañas militares a las que el gobierno patrio nacido en 1810 lo destinó para librar la gesta revolucionaria. El giro que adoptó su vida a partir de entonces estuvo precedido por la irrupción de acontecimientos inesperados que vendrían a cambiar el rumbo de su porvenir, según lo reconocía en su Autobiografía escrita en 1814: ¡Tales son en todo los cálculos de los hombres! Pasa un año, y he aquí sin que nosotros hubiésemos trabajado para ser independientes, Dios mismo nos presenta la ocasión con los sucesos de 1808 en España y en Bayona (Belgrano, 1814:109). En esa ocasión, sin embargo, marcada por la ocupación napoleónica de España y las imprevistas renuncias de los Borbones a la Corona, Belgrano estuvo lejos de ubicarse en una posición de ruptura con la monarquía. Por el contrario, desde su expectable cargo de Secretario del Consulado, lideró la alternativa de coronar en Buenos Aires como regente de América a Carlota Joaquina de Borbón, hermana mayor del rey Fernando VII y esposa del príncipe regente de Portugal, que se hallaba en Río de Janeiro. La infanta había arribado allí con toda la Corte de Braganza y miles de portugueses, huyendo de las tropas francesas, y era la única descendiente directa de la dinastía borbónica española que se encontraba libre del cautiverio que Napoleón Bonaparte le había impuesto a su familia (Ternavasio, 2015).

El plan de trasladar a la princesa a la capital virreinal fracasó y en mayo de 1810, casi sin advertir la aventura que se abría con las noticias procedentes de Europa, Belgrano se embarcó en ella y aceptó el cargo de vocal de la Primera Junta Gubernativa. Esa fue la única y efímera investidura política que ocupó en la carrera de la revolución, ya que pocos meses después fue destinado a dirigir una expedición al Paraguay, sin embargo de que mis conocimientos militares eran muy cortos, según confesaba en su Memoria sobre dicha expedición. A partir de allí iniciará su carrera militar, asumiendo las más altas posiciones y responsabilidades en los ejércitos que recorrieron diversas geografías y frentes de batallas.

Su título de abogado obtenido en España, su vocación de publicista y hombre letrado e, incluso, sus sueños de joven de convertirse en diplomático y de llegar a ocupar algún cargo de Enviado o Ministro Plenipotenciario… carrera brillantísima –como le comentaba a su padre en una carta enviada desde Madrid en 1790– quedaron sepultados (Halperin Donghi, 2014). La guerra absorbió la última década de su vida, con un solo paréntesis en 1815, cuando el gobierno del Directorio lo designó, junto a Bernardino Rivadavia, para cumplir una misión en Europa. Con esta misión pudo al menos ensayar su vieja aspiración de diplomático, aunque en este caso no formara parte de la avezada casta de embajadores de las cortes del Viejo Mundo sino de un gobierno que nadie reconocía y que por tal razón deberá sufrir el desprecio de no ser admitido en audiencia pública por las casas soberanas europeas.

En 1816, al regresar de Londres, volvió a ocupar el mando del Ejército del Norte y fue consultado por el Congreso Constituyente reunido en Tucumán para que emitiera su parecer sobre el futuro de las provincias rioplatenses. El 6 de julio, tres días antes de declarar la independencia, los diputados escucharon con atención las opiniones vertidas por Belgrano. En su alocución, pronunciada en sesión secreta, expuso básicamente dos argumentos. El primero fue su clara inclinación por adoptar una forma de gobierno monárquica constitucional y propuso que estuviera encabezada por algún descendiente de la dinastía de los Incas. El segundo refería al avance de las tropas portuguesas procedentes de Brasil sobre la Banda Oriental, gobernada por José Gervasio Artigas. En este caso, Belgrano sostuvo que Portugal no tenía apetencias sobre el Río de la Plata sino el objetivo de precaver la infección en el territorio del Brasil, refiriéndose en estos términos al movimiento artiguista.

Ambos argumentos permiten encuadrar los dilemas que vivía el gobierno de las Provincias Unidas en aquella sombría coyuntura y los conflictos que desembocaron en la crisis de 1820. La preferencia de Belgrano por la monarquía constitucional expresa el desafío que enfrentaba la dirigencia del poder central en el plano político: organizar constitucionalmente el nuevo orden recién emancipado y definir una forma de gobierno (Botana, 2016). La opinión, por otro lado, respecto de la amenaza que representaba el imperio portugués en la frontera rioplatense exhibe los peligros en el plano militar, con los diversos frentes bélicos abiertos y los escasos recursos humanos y materiales con que contaban los ejércitos.

Las disputas por las formas de gobierno declinaron en torno a dos antinomias: por un lado, la que oponía la república a la monarquía, y por otro, la que enfrentaba a los defensores de un régimen centralizado versus los que propugnaban un sistema federal con amplias autonomías para los pueblos y provincias.Artigas, que dominaba la Liga de los Pueblos Libres integrada por las provincias del Litoral, postulaba la adopción de una república de tipo confederal mientras la mayor parte de la dirigencia a cargo del gobierno con sede en Buenos Aires se inclinaba por establecer una monarquía constitucional centralizada.

Los conflictos en torno a la futura organización política ampliaron y entrelazaron los frentes militares abiertos en 1810 (Halperin Donghi, 1979). En la encrucijada de la independencia, la guerra presentaba, al menos, tres contendientes para el poder central: la monarquía española, la monarquía portuguesa que a comienzos de 1817 terminó ocupando Montevideo, y la disidencia federal del Litoral liderada por el artiguismo. La estrategia bélica adoptada ante la metrópoli fue la de desplazar el frente del Alto Perú hacia el Pacífico. El general José de San Martín cruzó la Cordillera de los Andes para liberar Chile con el propósito de continuar hacia Lima, mientras Belgrano quedó a cargo del Ejército del Norte para proteger el territorio de un ataque realista en la frontera. Respecto de Portugal, luego de sucesivas negociaciones frustradas con Artigas, el gobierno directorial decidió abandonar ese frente y terminar con la disidencia federal a través de las armas.

Para 1819, la situación en el dividido bloque revolucionario era dilemática. Las fuerzas portuguesas gobernaban la Banda Oriental y se preparaba una gran expedición de reconquista española al Río de la Plata que debía partir de Cádiz. Las noticias que arribaban de Europa eran temerarias y daban por descontada una alianza entre las coronas ibéricas para poner fin al movimiento revolucionario. Esta doble amenaza, sin embargo, no atenuó la virulencia del conflicto interno entre el gobierno de Buenos Aires y las fuerzas del Litoral. Dos guerras se solapaban en el escenario rioplatense.

En ese contexto, el Director Supremo de las Provincias Unidas ordenó a los jefes de sus ejércitos –el de los Andes y el del Norte– que trasladaran sus tropas al teatro de operaciones del Atlántico Sur. José de San Martín, al mando del primero, tomó la decisión de continuar hacia Lima, luego de haber liberado Chile, para concretar su proyecto inicial de atacar por el Pacífico al centro realista más poderoso de América del Sur. Una decisión que se conoce como la desobediencia del Libertador (Bragoni, 2019). Belgrano, en cambio, acudió con su ejército para intervenir en el conflicto de las provincias del Litoral y logró pactar un armisticio con el gobernador de Santa Fe, Estanislao López, en abril de 1819, mientras el Congreso sancionaba una constitución de neto carácter centralista. La tregua concertada fue efímera y no alcanzó a pacificar el virulento enfrentamiento entre el poder central y las fuerzas federales.

Belgrano, ya muy enfermo, debió delegar el mando e inició su último periplo hacia Buenos Aires. Una vez allí pudo observar el colapso del gobierno y la imparable fragmentación de los territorios recién emancipados. El 1° de febrero, en la batalla de Cepeda, las fuerzas federales combinadas de Santa Fe y Entre Ríos, al mando de Estanislao López y Francisco Ramírez, vencieron a las débiles tropas directoriales. El poder central se desmoronó, abriéndose así una crisis política sin precedentes en todo el escenario rioplatense.

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Mientras la vida de Belgrano se iba apagando, Buenos Aires se convertía en una provincia más entre otras. La caída del gobierno directorial y del Congreso arrastró al frágil poder que procuraba unificar a las ex jurisdicciones virreinales bajo un orden centralista y de sus cenizas surgieron nuevas unidades soberanas. Buenos Aires, disminuida al territorio de la ciudad capital y su campaña, lejos de celebrar el nuevo estatus independiente vivió con perplejidad y humillación la derrota. La Roma Republicana –según las imágenes difundidas en las representaciones literarias de la década revolucionaria– que irradiando los valores de virtud y heroísmo patriótico había formado las expediciones militares para liberar el interior del yugo colonial, y donde tenían sede las instituciones que gobernaban un amplísimo territorio, quedó sumergida en un literal vacío de poder (Ternavasio, 2009, 2013).

Sometida a la inminente amenaza de la empresa de reconquista española y a las condiciones impuestas por los caudillos vencedores en Cepeda, el temor ganó el espíritu de la población. La lenta agonía de Belgrano parecía el espejo de la agonía del poder revolucionario. Durante los siguientes meses, el pánico fue cediendo en el frente externo: el pronunciamiento liberal del ejército de casi 20.000 soldados que debía partir de Cádiz a Buenos Aires, y que obligó a Fernando VII a jurar como rey constitucional, abortó la temible expedición. Pero el frente interno era un verdadero caos. Durante ocho meses se sucedieron cabildos abiertos y numerosas asambleas, se eligieron tres Juntas de Representantes, se dividió la representación de ciudad y campaña en dos Juntas diferentes, el Cabildo de Buenos Aires reasumió el poder de la provincia en varias oportunidades, y fueron designados una decena de gobernadores, algunos de los cuales no duraron en el cargo más que unos pocos días. En ese tumultuoso contexto, el 20 de junio se superpusieron tres autoridades diferentes en la provincia de Buenos Aires: Ildelfonso Ramos Mexía, que sólo era reconocido por la Junta de Representantes, el Cabildo de la ex capital erigido en Gobernador y el general Miguel Estanislao Soler nombrado por la campaña. Tal como afirmó Bartolomé Mitre este fue el día famoso [...] en que ninguno de los tres era gobernador de hecho ni de derecho (Mitre, 1947: 266). He aquí el origen de la célebre frase con la que se recuerda la muerte en soledad de Belgrano: el día de los tres gobernadores.

En esa atmósfera de vértigo y confusión, no debe sorprender que el entierro de quien comandó los ejércitos patriotas y obedeció hasta último momento al gobierno recientemente caído haya pasado desapercibido. Al funeral que organizó su hermano, el presbítero Domingo Belgrano, concurrieron unos pocos parientes y amigos, mientras la prensa se ocupaba de otros asuntos y las armas hacían lo suyo en una lucha que no lograba tramitar los conflictos por la vía de la negociación política.

La flamante provincia de Buenos Aires continuó en una guerra fraticida que solo pudo concluirse a sangre y fuego. Los reductos federales de la ciudad, acantonados en el edificio del Cabildo, fueron finalmente derrotados en octubre con la intervención de las milicias de campaña al mando del general Martín Rodríguez –designado gobernador– y con la colaboración de las fuerzas reclutadas por Juan Manuel de Rosas. Los testimonios de aquel enfrentamiento revelan encarnizados combates, donde todos revueltos se mataban unos a otros sin compasión (Herrero, 2007: 3). La pila de cadáveres dispersos por la Plaza de la Victoria –actual Plaza de Mayo– era el corolario de una pacificación que culminó con las tratativas entabladas entre Rodríguez y López, concretadas el 24 de noviembre a través de la firma del Tratado de Benegas. La paz parecía asegurada, pero la crisis que atravesó a todo el año 1820 –y que la historiografía tradicional calificó como anarquía– dejaba una imagen amarga entre los bonaerenses; una imagen que un periódico porteño ilustró con pocas palabras: en aquellos días gobernó el que quiso (La Estrella del Sud, 9/9/1820).

El memorialista Juan Manuel Beruti, que registraba sobre la marcha los acontecimientos relevantes en su diario personal, agregó al final de su crónica de 1820 lo siguiente:

En este año falleció de hidropesía el excelentísimo señor don Manuel Belgrano, brigadier general de los ejércitos de la patria y capitán general del ejército auxiliar del Perú, sujetos de grandes méritos y servicios que hizo a la patria […] Su entierro fue en el Convento de Santo Domingo costeado por sus hermanos, pues murió muy pobre, y fue sepultado en la plazoleta de dicho convento, habiendo tenido la desgracia de no habérsele hecho honores fúnebres ni entierro de general, por las convulsiones que desde su fallecimiento han sobrevenido a esta ciudad y no tener el Cabildo fondos con qué costearlo, pues lo había ofrecido hacer por su cuenta, y de un día a otro, se ha ido pasando sin haberlo efectuado (Beruti, 2001:327).

A continuación de esta addenda, que buscaba conjurar el olvido y salvar la propia desatención que exhibió en su relato durante los días de junio, Beruti cerraba su comentario con un breve balance de lo ocurrido y una dudosa expectativa hacia el futuro inmediato: Últimamente este año ha sido el más fatal y desgraciado que hemos tenido en los diez años de revolución, dimanado por nuestras guerras con Santa Fe y mudanzas de gobiernos, por lo que nos encontramos llenos de partidos, pobres y abatidos; Dios quiera que el año entrante no sea como éste y logremos unirnos que seremos felices, pues si sigue la desunión nos haremos en el todo infelices (Beruti, 2001: 328).

Los deseos de Beruti se vieron, en gran parte, cumplidos. El año 1821 fue para Buenos Aires el inicio de un proceso de reconstrucción política, social, económica y cultural de la provincia. El gobernador Martín Rodríguez designó un gabinete de ministros, liderado por Bernardino Rivadavia en la cartera de Gobierno, que puso en marcha un conjunto de leyes y reformas para institucionalizar, ahora sí, una república legitimada en la soberanía popular y que se consolidará muy rápidamente como la más poderosa de las provincias nacidas del colapso del poder central. Pero esta reconversión pudo ser posible al costo de renunciar a ser el centro de una unidad política que parecía imposible. Así lo anunciaba un impreso anónimo que circuló en 1820:

Ha llegado el caso en que los hijos de Buenos Aires, cuando no impelidos por el deber que nos impone la patria, al menos escarmentados por la terrible experiencia de cinco años de tiranía congresal, debemos empeñar todos nuestros esfuerzos y nuestros conocimientos para fijar la suerte de esa provincia; y ponerla a cubierto de las invasiones exteriores, y de la envidia e ingratitud de las provincias interiores […] Debe pues separarse absolutamente de los pueblos, dejarlos que sigan sus extravagancias y caprichos, no mezclarse en sus disensiones. Debe declararse provincia soberana e independiente, darse una constitución permanente, prescindir del sistema de federación y guardar con todas paz y buena inteligencia (Anónimo, 22/8/1820).

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La paradoja señalada al comienzo de esta reflexión puede reformularse, retomando interrogante del título de este ensayo: ¿qué se conmemora en este 2020? Se podrían ensayar diferentes respuestas, siempre abiertas a convertirse en un terreno de debates y controversias de memorias disputadas. Pero hay allí un dato insoslayable: hace doscientos años, Buenos Aires supo convertir una derrota en victoria. Sobre los hechos consumados después de Cepeda, las dirigencias descubrieron las ventajas y beneficios que podían capitalizar de una autonomía que nunca buscaron ni proyectaron.

La imagen de la Roma Republicana mutó rápidamente hacia otra figura, la Atenas del Plata, que ilustraba mejor el nuevo estatus de la provincia de Buenos Aires (Aliata, 2006; Munilla Lacasa, 2013). Tal mutación, sin embargo, no se consumó en 1820 sino a partir del año siguiente, cuando los periódicos comenzaron a exaltar el dominio de la ciudad-estado, cuya influencia se hacía sentir sobre un vasto territorio que ya no debía conquistar a través de las armas sino del ejemplo que difundían sus instituciones republicanas, su régimen representativo, las artes y las letras, la paz conseguida y el progreso económico. La provincia gozará para sí, de allí en más, de los beneficios fiscales de la Aduana del puerto de ultramar e iniciará una expansión ganadera sobre su campaña que, volcada al mercado internacional, la habilitará a sostenerse económicamente por las siguientes décadas. Mientras Buenos Aires se convertía en una república pujante, las provincias restantes descubrían los costos de la autonomía que tanto habían reclamado y los sinsabores de una victoria pírrica que, cada vez más, se parecía a una derrota.

Será, pues, en ese renovado escenario, cuando en julio de 1821 el gobierno de Buenos Aires le rinda homenajes fúnebres a Manuel Belgrano a través de un ostentoso ceremonial con la participación de batallones militares y corporaciones, misa en la Catedral y una numerosa concurrencia que acompañó el cortejo por las calles de la ciudad. Recién en ese momento, la muerte de quien luchó por la unidad del orden emancipado, ocurrida un año antes, fue noticia en los periódicos (Eujanian, 2020). El futuro prócer recibía las postergadas honras en su ciudad natal, la que seis décadas después se convertirá en la capital de una república unificada.

La historia transcurrida en ese agitado arco temporal terminó desmembrando el cuerpo político conformado en 1820 al federalizarse Buenos Aires, luego de los cruentos enfrentamientos de 1880 en los que las fuerzas nacionales vencieron a las tropas de la provincia (Sabato, 2008). La sensación de flagrante derrota la expresó de manera elocuente Vicente Fidel López al preferir no repasar las vergonzosas páginas de estos días de luto y humillación en los que Buenos Aires queda conquistado por un partido militar, que Dios sabe lo que producirá en algún tiempo (Sabato, 2008: 290).

El sentido de la humillación se había invertido. Si en Cepeda, las provincias federales abortaron, en nombre de la autonomía de los pueblos, la posibilidad de que Buenos Aires fuera el centro y la capital de un orden nacional, sesenta años después las provincias impusieron, en nombre de la nación, la capitalización de una Buenos Aires que defendía hasta la muerte su autonomía. A esa altura, Manuel Belgrano ya estaba consagrado en el Panteón de Héroes como emblema de una nación que, al momento de su muerte, parecía una verdadera quimera.

Referencias bibliográficas

  • Aliata, Fernando, La ciudad regular. Arquitectura, programas e instituciones en el Buenos Aires posrevolucionario, 1821-1835. Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2006.
  • Anónimo, Breve examen del sistema que debe adoptar la provincia de Buenos Aires con respecto a los pueblos hermanos para conservar la libertad e independencia que ha proclamado, 22 de agosto de 1820, Archivo General de la Nación, Sala 7, Colección Celesia, Impresos 1820, legajo 2472.
  • Belgrano, Manuel, Autobiografía, en Alberto Palcos (ed.), Los sucesos de mayo contado por sus actores. Tomo 36, Buenos Aires, Ed. W.M. Jackson, s/f.
  • Beruti, Juan Manuel, Memorias curiosas, Buenos Aires, Emecé, 2001.
  • Botana, Natalio, Repúblicas y monarquías. La encrucijada de la independencia. Buenos Aires, Edhasa, 2016.
  • Bragoni, Beatriz, San Martín. Una biografía política del libertador, Buenos Aires Edhasa, 2019.
  • De Marco, Miguel Ángel, Belgrano. Artífice de la nación, soldado de la libertad, Buenos Aires, Emecé, 2012.
  • Eujanian, Alejandro, En torno a ‘El enigma Belgrano’ de Tulio Halperin Donghi y los contextos de construcción del héroe, Ponencia inédita presentada en Jornadas del Programa Argentina 200 años, IECH/UNR/CONICET, Rosario, marzo 2020.
  • Halperin Donghi, Tulio, Revolución y guerra. Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla. México, Siglo XXI, 1979.
  • Halperin Donghi, Tulio, El enigma Belgrano. Un héroe para nuestro tiempo. Buenos Aires, Siglo XXI, 2014.
  • Herrero, Fabián, Escuchando la voz de los vencidos. Sobre la revolución de octubre de 1820, en Revista Andes, n° 18, 2007. Recuperado a partir de http://ref.scielo.org/x4jykj [Consultado en junio de 2020]
  • Mitre, Bartolomé, Historia de Belgrano y de la independencia argentina. Buenos Aires, Estrada, 1947, tomo IV
  • Munilla Lacasa, María Lía, Celebrar y gobernar: un estudio de las fiestas cívicas en Buenos Aires, 1810-1835. Buenos Aires, Miño y Dávila, 2013.
  • Sabato, Hilda, Buenos Aires en armas. La revolución de 1880. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.
  • Ternavasio, Marcela, Historia de la Argentina, 1806-1852. Buenos Aires, Siglo XXI, 2009.
  • Ternavasio, Marcela (Dir.), Historia de la provincia de Buenos Aires. De la organización provincial a la federalización de Buenos Aires (1821-1880). Tomo 3, Buenos Aires, UNIPE-Edhasa, 2013.
  • Ternavasio, Marcela, Candidata a la Corona. La infanta Carlota Joaquina en el laberinto de las revoluciones hispanoamericanas. Buenos Aires, Siglo XXI, 2015.