La "Revista de Educación" como gaceta del Congreso Pedagógico de 1882. Vocear las novedades sobre el derecho de enseñar y aprender a fines del siglo XIX

Leandro Stagno. Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales - Universidad Nacional de La Plata

 

RESUMEN

El artículo analiza el modo en que la Revista de Educación informó sobre los debates vinculados al derecho de enseñar y aprender escenificados en el Congreso Pedagógico de 1882. El foco seleccionado para interpretar históricamente las decisiones editoriales del órgano oficial del Consejo General de Educación de la provincia de Buenos Aires y las dinámicas del Congreso se fundamenta en conceptualizaciones que identifican tales derechos consagrados en la Constitución Nacional de 1853 como génesis de las contemporáneas proclamas por el derecho a la educación. Asimismo, la argumentación se apoya sobre estudios que entienden a la extensión de la escolarización sucedida desde fines del siglo XIX como la principal vía para garantizar los citados derechos.

Palabras clave: Derecho a la educación, Prensa educativa, Sistema educativo, Congreso Pedagógico de 1882.

INTRODUCCIÓN

En diciembre de 1881, el Poder Ejecutivo de la Argentina decretó la organización de un congreso pedagógico que sesionaría en la ciudad de Buenos Aires entre abril y mayo de 1882. La decisión se fundamentaba en la propuesta formulada por Manuel Pizarro y Domingo Faustino Sarmiento, quienes por entonces presidían, respectivamente, el Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública de la Nación y el Consejo Nacional de Educación. El decreto estipulaba que este último organismo debía convocar a “profesores y personas competentes” con el propósito de debatir sobre “cuestiones relativas a la enseñanza y a la educación popular” (Roca y Pizarro, 1882). En particular, se mencionaba a directores de escuelas públicas de la capital y de las escuelas normales de la nación, a referentes de los ámbitos educativos provinciales y municipales, tanto como a delegados de otras naciones. Estos últimos adquirían relevancia porque el Congreso debía formar parte de la Exposición Continental de la Industria, prerrogativa que auspiciaba el alcance internacional –o, al menos, regional– de los debates.

El evento representaba un gran desafío en términos de su puesta en escena, de sus objetivos y sus alcances. En solo cuatro meses se debía prohijar una arena de discusión en materia de políticas y prácticas educativas, misión que suponía forjar específicas tribunas, configurar audiencias y movilizar recursos materiales que lo hicieran posible. Los debates debían trascender los problemas nacionales, aunque sin perder de vista puntuales diagnósticos sobre “el estado de la educación común en la República”. Tal como lo han señalado las investigaciones seminales, este mitin fue clave para la configuración del sistema educativo argentino y, particularmente, para delinear las bases constitutivas de la Ley de Educación Común de 1884 (Biagini, 1995; Bravo, 1985; Cucuzza, 1986 y 1997; Recalde, 1987).

La Revista de Educación, órgano oficial del Consejo General de Educación de la provincia de Buenos Aires, publicó el programa de trabajos y el reglamento del Congreso en su número de marzo de 1882 (AA.VV, 1882a). Esta decisión suponía conferir dominio público a un espacio donde se discutiría sobre el financiamiento y la regulación legal de la escolarización, las funciones y los alcances de los poderes públicos en materia educativa, la formación de las maestras y los maestros, los saberes transmitidos en las escuelas, los métodos de enseñanza y sobre el carácter laico, gratuito y obligatorio de la educación nacional. El presente artículo parte de esta iniciativa editorial con el propósito de interrogarse acerca de la centralidad conferida por la revista a los debates vinculados al derecho de enseñar y aprender. Este foco se fundamenta en conceptualizaciones que identifican estos derechos consagrados en el artículo 14 de la Constitución Nacional de 1853 como génesis de las contemporáneas proclamas por el derecho a la educación (Finnegan y Pagano, 2007; Marzoa, 2007); del mismo modo, se apoya sobre otras que entienden a la extensión de la escolarización sucedida desde fines del siglo XIX como la principal vía para garantizarlos (Acosta, 2020).

Dispuesto a proseguir y complementar el camino desando por recientes aportes que han analizado específicas aristas del Congreso Pedagógico de 1882 (Arata y Mariño, 2013; Machado, 2009; Rossi, 2021; Southwell, 2013), el artículo busca develar de qué manera la Revista de Educación informó las novedades vinculadas al derecho de enseñar y aprender. La búsqueda de respuestas a este interrogante implicó analizar las actas del Congreso compiladas en el número especial de 1934 de El Monitor de la Educación Común, a fin de comprobar si la revista objeto de estudio transcribió literalmente los escritos leídos en cada una de las sesiones, si delineó una tribuna propia para resaltar alguno de los temas tratados y sus asociados debates y si opacó u ocultó otros.

EL CONGRESO PEDAGÓGICO DEBATE SOBRE EL DERECHO DE ENSEÑAR Y APRENDER

Los discursos inaugurales del Congreso Pedagógico de 1882 coincidían en destacar su carácter innovador y fundamentaban esta definición en las proyecciones internacionales dispuestas desde el momento mismo en que fue programado. En estas alocuciones, Onésimo Leguizamón y Victorino de la Plaza señalaban que la idea de reunir un congreso con el objeto de discutir específicamente temas educativos carecía de todo precedente en América del Sur, al punto tal de enunciarlo como el primer congreso pedagógico que se realizaba en la región. A fin de garantizar el interés de todas las naciones allí presentes, la invitación formulada sugería hacer centro en dos cuestiones: cómo garantizar la asistencia escolar de todas las niñas y todos los niños y cómo financiar esta política (De la Plaza, 1882; Leguizamón, 1882).

Entre abril y mayo, el recinto del Congreso contó con la participación de representantes de las universidades y los colegios nacionales, de las provincias, municipalidades y sociedades de educación, también se sumaron docentes de escuelas normales, infantiles, superiores y elementales, “educacionistas” y comitivas de Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil, Estados Unidos, El Salvador, Costa Rica y Nicaragua. Las y los congresistas sesionaron en torno a diecinueve temas cuya presentación se encargó a quienes por entonces tenían una destacada gravitación en diferentes arenas de los ámbitos educativos. La pluralidad de procedencias nacionales e institucionales y las diversas inscripciones políticas de las y los congresistas permiten explicar las dificultades observadas al momento de emitir las resoluciones que exigía el reglamento del Congreso, atentas a generar consensos para futuras acciones referidas a dichos temas.

A contracorriente de las mentadas proyecciones internacionales del evento, las primeras sesiones se ocuparon del estado de situación de la educación en la Argentina. Desde intervenciones que reponían un conocimiento avezado sobre el día a día escolar, los balances que presentaron José María Torres y Paul Groussac no eran para nada auspiciosos.

Torres señalaba que las rentas para sostener la educación común eran insuficientes y abogaba por delimitar un fondo escolar garantizado por el Estado nacional que fuera distribuido entre las provincias y la Capital Federal en proporción al número de estudiantes, criterio que también regía para cada distrito escolar. De acuerdo con su argumentación, estas rentas confluirían en la presencia de maestros bien remunerados y ellos, a su vez, representarían un ahorro para el erario público, en vistas a que una población educada supondría una disminución de las tasas criminales y, por tanto, no serían necesarios los recursos destinados a la construcción de penitenciarías. Torres aseguraba que allí se dirimía una cuestión de derecho, en tanto “asegurar los beneficios de la educación primaria” a todas las niñas y todos los niños suponía garantizar la igualdad de derechos civiles consagrados por la Constitución Nacional.

La principal oposición a la propuesta de José María Torres la formularon Juan Bialet Massé y Nicomedes Antelo, quienes la filiaron a una iniciativa socialista y contraria al orden democrático. Según ellos, no había razón alguna para que “el rico” debiese contribuir a la educación “del pobre”. En tanto entendían a la enseñanza como una obligación impuesta a las familias por derecho divino, a ellas les correspondería costearla; el Estado nacional solo podría intervenir en el caso de los padres que no pudieran solventar la educación de sus hijos, hecho que demandaba una afilada selección. La puja entre estas interpretaciones cerró cuando las y los congresales mocionaron a favor de las intervenciones de Carlos M. de Pena y Alberto Navarro Viola, quienes argumentaban que la dotación de rentas propias y suficientes era la base de un buen régimen económico para la organización y la prosperidad de la educación común, y que ello suponía dejar actuar a las legislaturas provinciales y la nacional para debatir una ley que lo garantizara (Torres, 1934b).

Encolumnándose en las políticas educativas impulsadas por Domingo Faustino Sarmiento –“las palabras escuela y biblioteca eran nuestras contraseñas”–, Paul Groussac entendía que los progresos alcanzados entre 1869 y 1876 no mitigaban el contemporáneo déficit en materia de enseñanza y de gestión de las instituciones escolares. La cultura material característica de las escuelas de zonas rurales le permitía condensar esta situación desfavorable, presentada a través de una denodada descripción que enumeraba “filas de bancos sin respaldo, algunas mesas para escribir, dos o tres carteles en las paredes, un mapa, un reglamento, una pizarra, una mesita de cedro o de ‘pintado pino’” (Groussac, 1934). Esta materialidad explicaba la persistencia del método individual de enseñanza y la comunicación catequística entre docentes y estudiantes, prácticas consignadas por Groussac como “la repetición maquinal acompañada por el bajo continuo de los murmullos de los estudiantes, la aritmética enseñada como un logogrifo, la lectura salmodiada como el latín de un sacristán” (Groussac, 1934). Su escrito señalaba que la mayoría de las escuelas funcionaban en edificios que no habían sido construidos para que allí se impartiera educación, también advertía que solo la séptima parte de la población infantil transitaba la escolarización y que las maestras y los maestros que obtenían su diploma en las escuelas normales no eran suficientes para cubrir las vacantes generadas en la campaña. Considerando este punto de partida, tornar obligatoria la asistencia a la escuela primaria representaba una medida inviable.

Como corolario de su exposición, Groussac proponía emitir resoluciones atentas a señalar el carácter estratégico que representaba la formación de maestras y maestros y a solicitar la creación de una Dirección General de Instrucción Pública. Con la primera medida esperaba garantizar la selección de quienes se sumarían a las escuelas normales y luego conformarían el cuerpo profesional docente; la citada Dirección se encargaría de supervisar a todo el personal docente, de configurar un cuerpo de inspectores y de publicar una revista. Los debates en torno a estas resoluciones ocuparon dos sesiones del Congreso, tramados en intervenciones que mayoritariamente señalaban los problemas asociados a la ausencia de una carrera docente compuesta por grados, escalafones y jerarquías (Groussac, 1934).

En estas primeras sesiones, José María Torres presentó otro escrito de su autoría centrado en la reglamentación de la enseñanza y en la formación de maestras y maestros. Aunque contemporáneamente prevalecían las posturas contrarias a reglamentar la docencia por considerarla una intromisión al derecho de enseñar, Torres entendía que el ejercicio de la enseñanza no podía concebirse como una profesión completamente libre. Su argumentación apuntaba sobre las maestras y los maestros que carecían de un diploma específico, en tanto entendía que educar en las escuelas exigía un conocimiento exhaustivo “de los principios de las Ciencias de la Educación”, en particular, aquellos enfocados en “la organización, la disciplina y los estudios escolares” (Torres, 1934a). Su propuesta de resolución abogaba por una ley nacional y asociadas leyes provinciales para regular el ejercicio del derecho de enseñar, desde las cuales se prohibiese enseñar a quienes no detentasen un diploma expedido por una escuela normal o que no hubiesen obtenido un certificado de aptitud ante una mesa examinadora conformada por una comisión de funcionarios escolares (Torres, 1934a).

El derecho de enseñar y el de aprender volvieron a ocupar la atención de las y los congresales cuando Nicanor Larrain propuso debatir sobre la legislación referida a la educación común. Su análisis apelaba a una amplia escala espacial y temporal que, para el caso americano, partía de las dinámicas del imperio incaico y proseguía con las prácticas educativas que los jesuitas habían desplegado a partir de la conquista y colonización del continente. Acicateada políticamente por la Revolución de Mayo y la declaración de la Independencia, la primera década del siglo XIX era presentada por Larrain como un contexto “donde no se hablaba de derecho de enseñar, sino del deber de la enseñanza, no del derecho de aprender, sino del deber de aprender” (Larrain, 1934). Al respecto, destacaba el cambio operado desde la Constitución de 1853, atenta a garantizar el derecho de enseñar y aprender, sostenido, por cierto, en la reforma constitucional de 1860.

La semblanza de Larrain destacaba las transformaciones suscitadas en San Juan durante las gobernaciones de Domingo Faustino Sarmiento y Camilo Rojo, punta de lanza de posteriores políticas que procuraron dar cumplimiento a la obligatoriedad de la escuela primaria estipulada en la Constitución provincial de 1856. Esta “marcha progresiva de la educación” incluía un decreto de 1869 que habilita a los agentes de policía a detener a niñas y niños de seis a 14 años que se encontrasen en las calles sin su boleta de matrícula de escuela pública o particular; del mismo modo, la regulación compelía a los padres a comparecer en la comisaría donde serían obligados a matricular a sus hijas e hijos en la escuela. Energética aunque necesaria: así calificaba Larrain esta medida, a la luz de un sostenido aumento de las matrículas escolares sanjuaninas y por considerar que la conquista de la lectura y la escritura constituía una “condición indispensable” del ejercicio del sufragio en todo el país (Larrain, 1934).

La conexión entre el acceso a la escuela –tradicionalmente asociada a la lectura, la escritura y el cálculo– y la adquisición de derechos políticos ya había sido señalada en el recinto por José María Torres, como un indicio más de la conveniencia de regular el derecho a enseñar y de asegurar la escolarización de la población infantil: “los ciudadanos incultos, con tanto derecho a votar como los educados, son instrumentos del fraude” (Torres, 1934a), aseguraba. El nexo entre ambos derechos fue retomado en la sesión del 26 de abril, donde José Posse remitió a los medios interpuestos para hacer cumplir la obligatoriedad escolar. El sufragio universal (que excluía a las mujeres) era considerado por Posse como una aberración de los países que lo habían proclamado. “De cien votantes que concurren a los comicios, noventa no saben leer ni escribir, y sin embargo van con aparente seriedad a ejercer derechos de ciudadanos” (Posse, 1934). Ante estas dinámicas internacionales, recomendaba al gobierno nacional de la Argentina regular y garantizar una educación común de carácter obligatorio y gratuito. La intervención nacional no significaría un avasallamiento de las autonomías jurisdiccionales, por el contrario, aseguraría la efectiva concreción de los derechos constitucionales, hasta entonces “letra muerta” en las provincias y municipalidades.

Mientras que Paul Groussac entendía que la obligatoriedad de la educación común era inviable en la Argentina de finales del siglo XIX, José Posse la amalgamaba a la gratuidad para identificarla como vía privilegiada para garantizar a todas las niñas y todos los niños el derecho a aprender. Aun estas divergencias, ambos coincidían en la imperiosa necesidad de suplantar las existentes escuelas de arreglos institucionales básicos por una red articulada de escuelas gestionadas por el Estado nacional y dotadas de materiales acordes a la renovación de las prácticas de enseñanza motorizada desde el propio Congreso Pedagógico (Posse, 1934).

LA REVISTA DE EDUCACIÓN INFORMA SOBRE EL DERECHO A ENSEÑAR Y A EDUCARSE

Tal como se sostuvo en el apartado introductorio, la Revista de Educación tempranamente incorporó el Congreso Pedagógico a su agenda editorial, al tiempo que un mes antes de su inauguración dio a conocer el programa de trabajos y el asociado reglamento para su puesta en acto. Entre abril y octubre de 1882, la revista informó a sus lectoras y lectores sobre todos los estudios presentados, las resoluciones propuestas y los debates gestados. Esta decisión editorial la diferenciaba de El Monitor de la Educación Común, en tanto la publicación del Consejo Nacional de Educación dosificó las novedades del Congreso entre sus números de 1882, 1883 y 1884 y, posteriormente, las compiló en un número especial de 1934 a fin de conmemorar el cincuentenario de la Ley de Educación Común n°1420. Por otra parte, ambas revistas diferían en el tono seleccionado para informar sobre los avatares de cada una de las sesiones: mientras que El Monitor transcribió textualmente los escritos presentados y las correspondientes propuestas de resolución, la Revista de Educación privilegió la reseña de estos escritos aunque seleccionó algunos para reproducirlos de manera textual. El número de octubre de 1882 –el último que incluyó informaciones sobre el evento– aseguraba al respecto: “hemos procurado reproducir en nuestras crónicas, tan fielmente como nos ha sido posible, los detalles a que han dado lugar cada una de las declaraciones del congreso” (AA.VV., 1882e).

El uso de la primera persona del plural se enmarcaba en una línea editorial que apelaba a una voz anónima para reseñar las novedades del Congreso y para manifestar puntos de vista sobre determinadas temáticas. Fue desde este prisma que la Revista de Educación voceó dos de los escritos analizados en el apartado anterior.

La crónica referida a las precisiones de Torres sobre el sistema de rentas enfatizaba algunos tramos de su lectura, tales como aquel donde sostenía que la educación común permitiría hermanar orden y libertad, confirmación desde la cual abogaba a garantizar el derecho a aprender en el marco de las escuelas comunes. A la hora de consignar los debates suscitados a partir de esta presentación, la revista cuestionaba tanto los fundamentos seleccionados por Juan Bialet Massé como la entonación que había usado ante el auditorio, a través de una descripción que incluso apelaba a la ironía: “con palabra fácil y alguna habilidad impugnó las conclusiones del señor Torres, apoyándose en falsas premisas […] No se ha podido dar cuenta completa de su discurso por la poca entonación de la dicción” (AA.VV., 1882b). Varias páginas adelante, el artículo documentó que Bialet Massé había pedido la palabra con el propósito de responder a una crónica publicada en un diario local; al igual que en la mentada revista, allí se consignaba que sus conclusiones se desprendían de premisas falsas. Nada hizo moverlo de su cometido, al tiempo que volvió a sostener que los padres eran los primeros educadores de la infancia y que el Estado nacional no debía desplegar esa función; en este sentido, proponía a las comisiones de distrito como responsables de la administración de las escuelas (AA.VV., 1882b).

Aunque las lectoras y los lectores de la Revista de Educación pudieron conocer los principales argumentos de Groussac referidos al derecho de enseñar y aprender, la publicación pasó por alto sus detalladas descripciones sobre la cultura material escolar y sus balances auspiciosos sobre las políticas educativas desplegadas durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento. Respecto a los debates escenificados en esta sesión, informó particularmente sobre los argumentos de Francisco Berra, tendientes a impugnar el carácter internacional y pedagógico conferido al mitin. Si era pedagógico, Berra no le encontraba sentido a tratar cuestiones administrativas, económicas y jurídicas vinculadas a la enseñanza pública, al tiempo que proponía focalizar sobre temas que “afecta[ba]n al orden interno de la escuela”. Por su parte, proponía discutir sobre elementos de carácter general aplicables al conjunto de las naciones que participaban del congreso (AA.VV., 1882b).

El órgano oficial del Consejo General de Educación de la provincia de Buenos Aires transcribió textualmente el escrito de Torres relativo a la reglamentación de la enseñanza (AA.VV., 1882b), la vista panorámica de Larrain sobre la legislación educativa (AA.VV., 1882c) y las precisiones de Posse referidas a los medios para tornar efectiva la obligatoriedad escolar (AA.VV., 1882d), respectivamente, en sus números de abril, junio y agosto de 1882. En suma, sus lectoras y lectores pudieron conocer los principales tópicos de los debates gestados en torno al derecho a enseñar y aprender sin mediaciones durante el mismo año en que tuvieron lugar. Análoga decisión editorial fue puesta en juego a la hora de informar sobre las declaraciones finales del Congreso Pedagógico (AA.VV. 1882e). Tal como El Monitor de la Educación Común, la Revista de Educación transcribió los siete títulos que la componían junto a sus correspondientes artículos.

  1. Sobre difusión de enseñanza primaria definía una escuela primaria gratuita y obligatoria para niñas y niños de seis a 14 años y estipulaba el uso de la fuerza pública en caso de que los padres no se responsabilizaran por hacer efectiva la escolarización de sus hijas e hijos. A esta medida punitiva sumaba otras tendientes a difundir la educación común, tales como la construcción de edificios escolares, la organización de sociedades de fomento y bibliotecas públicas y la promoción de conferencias públicas.

  2. Sobre principios generales de educación del pueblo, y de la organización e higiene escolares compelía a las naciones sudamericanas a que en todas sus escuelas se enseñasen idioma nacional, geografía nacional, historia nacional e instrucción cívica; en ellas se suprimirían premios y castigos de cualquier tipo y se equipararía la extensión y el contenido de la enseñanza prevista para niñas y niños, “a no ser aquellas materias que exigen la habilidad manual de la mujer para el cumplimiento de las necesidades propias del hogar” (AA.VV:,1882e). Por su parte, las escuelas deberían funcionar en edificios propios, construidos según los cánones de la “arquitectura moderna” y periódicamente inspeccionados en términos médicos e higiénicos.

  3. Sobre el régimen económico, dirección y administración de las escuelas

    comunes señalaba los beneficios de dotar a la educación común de rentas propias y suficientes, en tanto patrimonio inviolable que sería administrado por funcionarios específicos “con independencia de todo poder político”.

  4. Sobre organización y dotación del personal docente abogaba por un número suficiente de escuelas normales y, consecuentemente, por docentes que detentasen un diploma o certificado de aptitud expedido por las autoridades escolares. Este cuerpo de enseñantes debía ser remunerado en forma equitativa y sus cargos estarían resguardados de cualquier destitución arbitraria. En este marco, las jubilaciones o pensiones eran entendidas como parte de premios e incentivos para el ejercicio del magisterio más que como un derecho.

  5. Sobre programas de enseñanza y principios de distribución en las escuelas comunes instituía una escuela graduada para la distribución de un mínimo común de saberes. En correspondencia al segundo título de la declaración, aquí se especificaba que las niñas debían aprender costura, corte y economía doméstica.

  6. Sobre métodos de enseñanza y sus aplicaciones genéricas legitimaba las denominadas lecciones de cosas que, tal como lo habían sugerido contemporáneos educacionistas de distintos puntos del globo, estipulaba el uso de objetos o sus representaciones para apoyar la enseñanza y el aprendizaje. Sostenidas en el denominado método intuitivo, estas lecciones conferían un lugar central a las láminas, los grabados y a ciertos manuales que acercaban descripciones de los mentados objetos.

  7. Sobre educación de sordo-mudos recomendaba “el sistema mímico” y demandaba a las autoridades educativas la creación de institutos específicos, tanto para educar a la población infantil sordomuda como para formar a quienes se encargarían de su escolarización.

Estas declaraciones volvieron a tomar dominio público dos años más tarde, en el marco de los debates parlamentarios que evidenciaron la difícil tarea de gestar consensos en torno a la definición de una ley de educación común. Una mirada atenta a los saberes y prácticas educativas permite develar que ambos contextos no solo fueron claves para definir la regulación normativa de un embrionario sistema educativo, sino además para acompasar la circulación transnacional de desarrollos científicos y propuestas de innovación que procuraron reemplazar una extendida forma de enseñanza fundada sobre la interacción individual entre un maestro y un niño y, en general, apoyada sobre una rudimentaria materialidad –un único salón, un libro, algunas pizarras, unos pupitres. Quienes cuestionaban este tipo de interacción comenzaron a bregar por una gramática que delimitaba a la edad como principal criterio para graduar la enseñanza y definía a la “clase” como unidad fundamental para organizar la transmisión sistemática de los saberes definidos a instancias de las agencias del Estado nacional. A trasluz de estas proyecciones, cabe señalar que los debates sobre el derecho a enseñar y aprender suscitados a fines del siglo XIX no solo seleccionaban a la escolarización universal como vía privilegiada para garantizarlos a todas las niñas y todos los niños, el desafío suponía además que se educaran en escuelas equipadas con materiales específico, renovadas en sus métodos y a cargo de maestras y maestros que hubiesen obtenido su correspondiente diploma. La transformación auspiciada reverberaba en el discurso de cierre del Congreso Pedagógico de 1882, donde Eduardo Wilde aseguraba que “enseñar al que no sabe” había dejado de ser un “sentimiento de caridad” para configurarse como un “principio pedagógico descubierto modernamente”, pasaje que suponía políticas y prácticas educativas que sostuviesen a la enseñanza como “un precepto, una obligación, un derecho” (Wilde, 1882).

FUENTES

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