Roberto Follari. Universidad Nacional de Cuyo
RESUMEN
Suele idealizarse la educación. Esta cumple funciones de hacer llegar el conocimiento a las nuevas generaciones: pero a la vez justifica la existencia de la división social del trabajo en el capitalismo, así como también la desocupación, que serían propias de los que no se han educado lo suficiente. Además se da el fenómeno de que los títulos escolares valen cada vez menos, mientras crece el acceso a los mismos. E incluso la educación más es lo que reproduce, que lo que cambia en la estructura de las clases sociales. Sin embargo, hay quienes mejoran sus posibilidades económicas por vía de las titulaciones: y en Argentina se ha hecho mucho desde 2003 en ese sentido, especialmente en las universidades (menos durante el interregno neoliberal de 2015-19). Pero no solo el libre ingreso importa: hay que reforzar con tutorías y otros apoyos a los estudiantes de sectores populares, pues de lo contrario se produce en ellos un alto grado de deserción.
Palabras clave: Idealización de la educación, Titulación, Empleo, Devaluación de títulos, Inclusión universitaria.
Pocas funciones sociales tan idealizadas como la educación. No idealicemos también la noción de idealización. Dentro de la teoría psicoanalítica, el lugar para ese mecanismo no es el mejor. A diferencia de la sublimación, que trata con un objeto al cual se pueden adosar altos valores, la idealización suele implicar cierto desconocimiento de lo idealizado, y cierta distancia a su respecto. Se idealiza lo que no se realiza. De tal manera, el mecanismo de idealización no eleva en verdad a aquello que idealiza, sino que lo pone en un sitio espiritualizado y externo a la realidad, que es lo que permite que se lo pueda apreciar como digno de alta estimación.
Así, la educación es valorizada en los discursos oficiales pero no tanto a la hora de la asignación presupuestal. Puede haber referencias ocasionales a lo laborioso y sacrificado de la tarea del personal docente, pero no deja de atacarse a los sindicatos que los nuclean desde los gobiernos de turno, especialmente si ellos son neoliberales. Y puede sospecharse que la importancia que la población de la ciudad de Buenos Aires pareció asignar a la educación durante la pandemia de COVID-19 –ante el debate de si los niños debían concurrir a los edificios escolares o permanecer en sus hogares– estuvo basada en un malentendido: si bien pocos de los adultos estarían dispuestos a reconocerlo, lo que estaba en juego es que si los estudiantes no iban a clases debía cuidárselos en las casas, y esto complicaba enormemente las previsiones de organización familiar. No se quería tanto la provisión de educación, como la de una especie de guardería para ubicar a los niños.
Es necesario, entonces, liberarse de la niebla idealizante para pensar en qué medida la educación formalizada es un aporte decisivo para la vida social de las familias contemporáneas, desde el punto de vista de su aporte a una mejor condición de aquellos que pueden acceder a sus servicios.
En un primer sentido, sin dudas que la educación cumple una función necesaria: la de facilitar el acceso de amplios sectores sociales al patrimonio cultural de la humanidad, atravesado por la singularidad de los valores, la identidad y la historia que corresponden a una nación y una región. En ese sentido, la educación formal realiza un cometido que pocas veces se cumple de manera “espontánea” por parte de la vida hogareña. Excepto en casos familiares especiales, donde la experiencia artística o los hábitos de lectura están muy consolidados, es por la escuela donde se accede de manera sistemática a conocimientos que –en casos como los de la matemática– son especializados, y no es común que puedan adquirirse sin una actividad de aprendizaje específicamente organizada. Ese es un aporte que, de alguna manera, de parte de la educación formal se da por descontado. Pero el que hoy resulta menos evidente, es aquel que remite a la posibilidad de mejora social por vía de la movilidad ascendente que la educación facilitaría por medio de las titulaciones, y a través de ellas, el acceso a mejores y mejor remuneradas condiciones de trabajo.
Es esta sin dudas la promesa decisiva de la educación formal: que quienes acceden a ella puedan luego tener posibilidad de mejora social futura. Una promesa nunca del todo falsa ni del todo cerrada, sin dudas: pero a la vez, en cada ocasión menos efectiva, dado las condiciones en las cuales la universalización del acceso al Nivel Primario y el avance porcentual de participación poblacional en los niveles más altos del sistema, van haciendo cada vez más trabajoso el logro de una titulación suficientemente competitiva.
EDUCACIÓN Y TRABAJO: EL GRAN MALENTENDIDO
Es reconocido el esfuerzo de las posturas tecnocráticas, para adecuar la educación a los perfiles profesionales lanzados desde los espacios empresariales. En tales casos, se está suponiendo una racionalidad intrínseca de la organización privatista de la economía, a la cual debiera subordinarse el planeamiento de la educación.
Tales postulaciones suponen del mercado una racionalidad de conjunto, de la cual el mismo carece: la suya es más bien una (des)organización regida por el lucro de cada uno de los actores e inversores, cada cual movido por su exclusivo interés individual. De tal manera, el resultado no puede ser otro que el desorden del sistema, tal cual diversos autores han sabido enfatizar en su crítica al neoliberalismo (Hinkelammert, 1984).
En todo caso, no se sabe por qué siempre el sistema educativo debiera volverse tributario del económico, que aparece así como amo secreto de la actividad social. Si se tratase de racionalizar la relación entre economía y educación, debiera hacérselo por vía de un planeamiento global que desde el comienzo tenga en cuenta la mutua adecuación, en vez de proponer la servil subordinación de la educación, en un proceso que puede volverse absurdo: planificar la educación para adecuarla a una economía desplanificada, lo que equivale a racionalizar una actividad al servicio de otra que actúa sin apego a una racionalidad determinada.
Dicho lo anterior, deberemos convenir en que las titulaciones a menudo no cumplen una estricta función de certificar la cualificación para realizar determinadas acciones profesionales. Eso se hace más patente si se analiza la función de las titulaciones en los niveles primeros del sistema educativo:
¿es necesario tener completa la escuela primaria para ser empleado de una tienda? ¿Es necesario haber hecho la secundaria para trabajar como encargado en un sitio de expedición de combustibles a los automovilistas? En esos casos queda desnuda la auténtica función que la expedición de títulos cumple en la división social del trabajo capitalista. En tanto es imposible el pleno empleo por una parte, y por otra hay una asimetría de ingresos muy grande entre los empleos mejor remunerados y los que lo son menos, el acceso a los puestos de empleo se hace extremadamente competitivo, pues es allí donde se juega la suerte económica de los sujetos (por supuesto, los muchos que están hoy en el desempleo y el subempleo en la Argentina –esos que son sempiternos en muchos países de la región– quedan aún por debajo de estas posibilidades).
De tal modo, el sistema económico halló en el recurso a la titulación, un modo inequívoco y aparentemente ecuánime de que algunos puedan entrar ante una determinada oferta de empleo, y otros deban quedar sin acceso. En tanto demostrar quién es el mejor para el puesto sería no solo laborioso sino siempre equívoco y discutible, el recurso a la titulación se hace definitivo: se tiene o no se tiene determinadas titulaciones, y por ello se puede o no acceder al puesto. Se podrá, en cada caso, discutir por qué se da tal o cual puntaje a una titulación determinada, pero no cabe discutir si la apelación a evaluar la calificación de los aspirantes en base a sus titulaciones está bien orientada: es –así se ha determinado– lo que corresponde.
De tal manera, la educación comporta un enorme justificativo implícito para la desocupación de amplios sectores de la población. Estos no obtienen trabajo “porque no están suficientemente calificados”. No solo hay un mecanismo por el cual se resuelve de un modo “consensual” quiénes pueden acceder al empleo y quiénes no, sino también se justifica que hay quienes no obtienen empleo: es porque “no han estudiado lo suficiente”. El mecanismo de culpabilización hacia los ciudadanos en relación a su imposibilidad de lograr empleo no puede ser más exitoso, a la vez que –de alguna manera– permanecer implícito y escondido.
Esto se advierte también en los procedimientos de la Psicología industrial: la selección de personal funciona claramente en esta dirección (Dunette & Kirchner, 1972). Un psicólogo cumple allí con el encargo social de dejar fuera del empleo a muchos aspirantes, de un modo que estos mismos asuman que perdieron en una contienda limpia, donde los logros educacionales de sus contendores justifican su derrota en la comparación, y son razón suficiente para permanecer sin acceso a ese empleo (De Montmollin, 1975).
Esta dura función clasificatoria de lo educativo está considerablemente ocluida de la percepción de los actores sociales, y singularmente de los de la actividad educativa, por el velo idealizante del que habláramos al comienzo: pero no es aceptable dejar de considerarla.
El otro gran problema estructural de la educación como factor de movilidad social, está dado por la gradual pérdida de valor relativo de los títulos, en la medida en que la educación va universalizándose más, en cuanto al acceso, permanencia y titulación en los diversos niveles del sistema. Como mecanismo es relativamente simple, pero el velo idealizante suele ocultar esta verdad incontrastable: los títulos menos valen, cuanto más se difunden. Los títulos valen menos, cuanto más sean los ciudadanos que llegan a ellos. Y, ciertamente, hoy la llegada a los mismos es mucho mayor que la que podía haber hace cinco o seis décadas.
Es sabido que hoy el acceso a la escuela primaria es casi universal en Latinoamérica: no así la finalización del nivel. De cualquier modo, el porcentaje poblacional que termina la secundaria, en la Argentina ronda el 70%, cuando hace cincuenta años era de alrededor del 40%. Ello implica una mejor llegada de la población a bienes simbólicos –lo cual es un importante valor en sí mismo–, pero desde el punto de vista de la competitividad para acceder a puestos de trabajo, significa que ahora se pide título secundario cuando antes –para un cargo similar– se pedía solamente primaria.
La condición es clara e inevitable: cuanto más se universaliza la llegada a los títulos, menos estos valen. Es una intrínseca consecuencia de la relación entre oferta y demanda. De tal manera, es ambivalente para los sectores populares (los que siempre quedan en peor condición relativa de acceso y permanencia en el sistema) lo que sucede en los procesos de expansión de la cobertura educativa: se llega más a las titulaciones, pero estas significan menos. Si a ello se suma, en casos como el argentino, la evidente caída de la casi plena ocupación que existió en otras épocas y el aumento de la vulnerabilidad de amplios sectores de la población, se podrá advertir que para llegar a un cargo que generalmente ofrece menos prestaciones que hace cuatro o cinco décadas, se necesita más años de escolarización y títulos de más nivel.
Un cierto atenuante a la situación: puede hipotetizarse que la mejora en el nivel educativo de la población, puede ayudar a una mejora concomitante –ciertamente no proporcional– del producto económico, vía aumento de la productividad. Si bien esto sería muy arduo de medir, no parece una hipótesis descaminada. En tales casos, podríamos entender que el aumento de cobertura educativa no modifica por sí mismo la pirámide social ni el privilegio clasista en el acceso diferencial a cargos y puestos laborales, pero sí puede modificar el total del producto que se reparte. Dicho de otro modo, podría ser que el porcentaje del total que los sectores populares obtuvieran (por ejemplo, en relación con el PBI de un país) se mantenga estable, pero ese PBI aumente y –por consiguiente– aumente la cantidad bruta a la que esos sectores sociales accedan. Entiendo que esta es una hipótesis plausible, si bien es bastante difícil saber con exactitud cuál es este aporte de la educación a la mejora del producto económico global de un país determinado.
MÁS ALLÁ DEL ACCESO: LA DIFÍCIL INCLUSIÓN
Nunca faltan los que desmienten la sentencia de Gaston Bachelard: “La magnitud no es objetiva automáticamente, y es suficiente… para dar cabida a las determinaciones cuantitativas más fantasiosas” (1978, p. 248). Así, encontramos la lectura confusa –y no siempre bien intencionada, además– por la cual se afirma, por ejemplo, que la Argentina ha tenido más alta cobertura educativa que otros países, pero que ha acelerado su mejora menos que los que la tienen más baja (Fernández, 2020). Debiera ser obvio –pero no lo es, parece– que cuanto más bajo se está, más fácil se puede subir y que –por tanto– no puede compararse lo que “sube” quien ha estado previamente más alto, con quien viene de menos cobertura: si alguien tuviera la plena cobertura de 100% no podría subir más, y estaríamos en la torpe paradoja de que quien ha logrado cobertura plena estaría “peor” que quien hubiera pasado, por ejemplo, del 60% al 80%, porque este sí se habría superado en 20%.
Ojalá nos hayamos hecho entender: no puede compararse un país con más cobertura con otro que tiene menos, a la hora de los porcentajes de superación de cada uno. Cuanto más alto se está, menos podría “superarse” en porcentaje.
Otra habitual afirmación: la Argentina tiene muy buen acceso, pero baja permanencia en la educación universitaria. Obvio: cuanto más abierto es el acceso, menor es la selección y –por ello– mayor se espera que sea el porcentaje de deserción. Un caso límite sería el de carreras que seleccionan un mínimo de aspirantes con máximo de posibilidades, y podrían tener una terminalidad cercana al 100%: pero en términos brutos de cantidad de egresados –no de porcentaje– quizá quedan muy por debajo de quienes han hecho un ingreso abierto. De tal modo, una manera indirecta de atacar el ingreso irrestricto propio de muchas universidades argentinas, es usar los números aviesamente, insistiendo en la escasa retención porcentual de alumnos. Pero en términos brutos de cantidad de egresados, seguramente la comparación nos deja en una condición mucho más favorable.
En fin, volviendo a la cuestión desde otro punto de vista, es cierto que la educación tiende a favorecer a los ya previamente favorecidos. Dicho de otra manera, la educación permite casos personales de ascenso (y descenso) de las condiciones sociales: pero en lo estructural, no modifica sino que reproduce las condiciones de división de clases propia de la sociedad capitalista. Estudios ya de hace muchos años así lo establecieron (Bowles & Gintis, 1985; Bourdieu & Passeron, 1977): incluso se configuran “redes” escolares diferenciadas, es decir, trayectorias de paso por determinadas escuelas y universidades, que en muchos casos no son las mismas para los más favorecidos que para los que lo son menos.
Esto se da, porque la causalidad estructural va de la condición social previa al resultado educativo, y no a la inversa. Nos va bien porque tuvimos hogares con mayor capital cultural, con mejores recursos tecnológicos, bibliográficos y de relaciones personales (Tenti Fanfani, 2021). Claramente en contra de sentidos comunes según los cuales los más pobres no estudian “porque son vagos”, habrá que decir que están sin posibilidad –y a menudo sin mínima motivación– para el estudio porque están en condiciones de pobreza extrema, o de definida marginalidad. Es la sociedad la que establece las condiciones causales de “coacción” sobre los sujetos (Durkheim, 2001), no son estos los que libremente pudieran elegir su destino o sus condiciones iniciales de posibilidad de mejora social.
Incluso hay que hacer notar que el aparato educativo no ofrece acceso a “la” cultura sino a cierta cultura, la de los sectores sociales de clase media alta, la cultura ilustrada. De tal modo, quienes provienen de esos sectores sociales “coinciden” con lo que la escuela valora, los otros sectores sociales no: es la noción de arbitrario cultural que inaugurara el libro de Bourdieu y Passeron (1975). Es una noción que ha sido revisada, porque no estamos ante una especie de arbitrariedad absoluta e injustificada (Tenti Fanfani, 2021): pero lo cierto es que el lenguaje y la cultura de la escuela no son neutros sino inevitablemente tienen sesgo de clase social, y ellos desfavorecen a los que provienen de sectores populares y marginados.
Dicho lo anterior, es cierto que la universidad argentina del período 2003- 2015 incluyó a nuevos sectores sociales, muchos estudiantes que fueron primera generación de su familia en llegar a la universidad. Ese fenómeno despertó interpretaciones variadas, que en sus extremos podemos ejemplificar por Ana Ezcurra (2011), que calificó el proceso como de “inclusión excluyente”, habida cuenta de la cantidad de deserciones de estudiantes, y del rendimiento diferencial de los mismos según sector social, y por Eduardo Rinesi (2018), quien postuló un lenguaje de populismo radical, que encomiaba el ingreso de estos nuevos sectores sociales al espacio universitario.
Nos ubicamos fuera de estas dos posiciones. Lejos estamos de un entusiasmo que pensara que el clasismo universitario se hubiera revertido por las políticas incluyentes del período 2003-2015. Fueron significativamente incluyentes de nuevos sectores, pero a la sociedad no se la puede cambiar desde la universidad: los determinantes estructurales de selección del alumnado (y de ejercicio diferencial de éste dentro de la universidad) no se modifican, y en gran medida no se pueden modificar desde las políticas universitarias. En esto es cierto que la inclusión está lejos de ser plena. La exclusión de amplios sectores sociales respecto de la llegada a la universidad, la ha operado la escuela en niveles anteriores, y la universidad nada importante puede hacer al respecto (al margen de que se aceptara el ingreso de algunas personas sin título de Nivel Medio en las carreras).
Pero no creemos que la inclusión fuera solamente “excluyente”. La sola llegada de estos sectores a las universidades, aun los que no terminaron sus carreras, es una modificación de su horizonte de visibilidad cultural, y del de los otros sectores respecto de ellos. Y además, ciertamente hubo quienes han terminado exitosamente sus carreras proviniendo de los sectores populares: es obvio que el porcentaje de deserción y “repitencia”
–categoría que no aplica estrictamente a la universidad– ha sido mayor entre estos estudiantes, pero también hay quienes han podido finalizar y tener así mejores opciones de trabajo posteriores, en el sentido de movilidad social ascendente.
Para cerrar: el ingreso abierto a las universidades, además de la existencia de becas y apoyos económicos para alumnos de sectores populares, son irrenunciables, y se debe continuar auspiciándolos y sosteniéndolos. Si volvieran gobiernos neoliberales, estas políticas solo podrían sostenerse por vía de la lucha social, especialmente la de los estudiantes y las de los sindicatos docentes. De ningún modo son políticas vanas, o inclusión que solo excluye: son condición de posibilidad para muchos, a la hora de mejorar sus facilidades de acceso a titulación y consiguiente trabajo y mejora social.
Pero es verdad que el ingreso no garantiza la permanencia, y que sin ésta, la inclusión se vuelve muy minoritaria. Si se quiere hacer efectivo para un sector más amplio el beneficio de la llegada a la universidad, hay que poner el acento en políticas de nivelación, que se den junto a las clases habituales. Clases de refuerzo, tutorías grupales e individuales, asesoría personal, herramientas virtuales (que durante la pandemia de COVID-19 han mostrado que, sin ser infalibles ni reemplazar la corporalidad, pueden permitir llegar sin necesidad de traslados), apoyo técnico/instrumental, y otras herramientas que pudieran surgir de la imaginación y la práctica de quienes han venido trabajando con estos sectores sociales, especialmente en áreas como las del conurbano de Buenos Aires.
Es de destacar lo que puede aportarse también por vía de proponer nuevas carreras cortas, el reconocimiento formal de tramos parciales de las carreras de grado, el reconocimiento universitario de saberes prácticos y de oficios como lo ha hecho históricamente el Instituto Nacional de Educación Tecnológica en la Argentina, y parecidos recursos que modificarían las condiciones bajo las cuales se da el acceso a titulaciones y certificaciones, lo que puede diversificar y ampliar sensiblemente el rango de las mismas. El derecho a la educación es un factor social entre muchos y –como hemos sostenido más arriba– su cumplimiento no permite milagros, ni debe ser asistido por idealizaciones, pero ha ayudado y ayuda a muchos a mejorar su vida, en el plano del acceso al conocimiento, y en el específico, de favorecer la posibilidad de llegar a un trabajo de buena calificación. Sostener el ingreso lo más amplio posible, además de apoyar y solidificar la permanencia de parte de los sectores sociales menos favorecidos, es el desafío que surge de la experiencia de estos últimos años de mayor acceso a las universidades en la Argentina.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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De Montomollin, M. (1975). Los psicofarsantes. Siglo XXI Editores. Dunette, M. & Kirchner, W. (1972). Psicología industrial. Trillas.
Durkheim, E. (2001). Las reglas del método sociológico. Fondo de Cultura Económica.
Ezcurra, A. (2011). Igualdad en educación superior: un desafío mundial. IEC- Conadu.
Fernández, M. (2020, 10 de marzo). Argentina tiene una de las mejores tasas de escolaridad de la región, pero no crece al ritmo de otros países. Infobae. https://www.infobae.com/educacion/2020/03/10/argentina- tiene-una-de-las-mejores-tasas-de-escolaridad-de-la-region-pero-no-crece- al-ritmo-de-otros-paises/
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Rinesi, E. (2018, 2 de julio). La universidad debe ser un derecho humano universal. El 1 Digital. https://www.el1digital.com.ar/ciencia/eduardo- rinesi-la-universidad-debe-ser-un-derecho-humano-universal/
Tenti Fanfani, E. (2021). La escuela bajo sospecha. Sociología progresista y crítica para pensar la educación para todos. Siglo XXI Editores.