Eduardo Rinesi. Universidad Nacional de General Sarmiento
RESUMEN
Constituye un gran avance de nuestra conciencia democrática sobre la vida colectiva la representación de la Educación Superior como un derecho humano universal. Esa representación, que se hizo posible a partir de un conjunto de transformaciones operadas en las sociedades de nuestra región en los años iniciales de este siglo, y que se explicitó en la Declaración Final de la Conferencia Regional de Educación Superior de 2008, hoy inspira la legislación positiva de nuestro país. El derecho a la Educación Superior es un derecho individual y colectivo: de las ciudadanas, de los ciudadanos y del pueblo. Aceptar este postulado nos exige pensar cómo adecuamos a él las tareas específicamente universitarias de formar profesionales, producir conocimiento y ponerlo a circular.
Palabras clave: Educación Superior, Derecho, Formación, Investigación, Opinión pública.
La educación –lo sabemos, lo decimos, lo repetimos y nos conforta repetirlo– es un derecho. Lo han declarado así importantes documentos de organismos internacionales consagrados al asunto, lo ha establecido así la legislación positiva de nuestro país. Aquí querría preguntarme por algunos de los problemas que trae consigo esa afirmación, para después detenerme específicamente en los desafíos adicionales que acarrea sostenerla en relación con un específico nivel educativo, que hasta hace muy poco tiempo estaba muy lejos de poder ser considerado un derecho, por definición universal (porque era más bien una prerrogativa o un privilegio muy particular), que es el Nivel Educativo Superior. ¿Qué decimos cuando decimos (como hoy, en efecto, decimos: lo dicen nuestras leyes, lo decimos nosotros) que la Educación Superior es un derecho?
Desde el punto de vista más general es posible afirmar que esta pregunta es apenas una modulación de una mucho más básica: ¿qué decimos cuando decimos que algo, que lo que sea (la educación, la salud, la vivienda, el trabajo, la jubilación, la posibilidad de abortar de manera voluntaria, segura y gratuita), es un derecho? ¿Qué decimos cuando decimos eso, por qué lo decimos o tenemos que decirlo, y cuándo lo decimos? Importa hacerse estas preguntas, porque lo que es más o menos evidente a poco que se piense un poco en ello es que la frase “Tal cosa es un derecho”, o –en primera persona– “Yo tengo derecho a...”, suele ser, desde el punto de vista descriptivo, falsa. En efecto, nadie que, de hecho, tiene derecho a comer dos veces por día anda por ahí levantando el dedo índice y proclamandoque tiene derecho a comer dos veces por día, por la simple razón de que, de hecho, lo tiene. Y nadie que, de hecho, tiene derecho a ir a la escuela o a la Universidad anda por ahí dando puñetazos en la mesa y diciendo que tiene derecho a ir a esas instituciones educativas, exactamente porque, de hecho, lo tiene. Lo tiene, lo ejerce, y no tiene que decir más nada.
"Y entonces, ¿quién es el que dice que tiene derecho a hacer tal o cual cosa, o que tal o cual cosa “son” derechos? ¡Pues quien de hecho no tiene derecho a hacer eso que proclama que tiene derecho a hacer, aquella o aquel para quien, de hecho, la posibilidad en cuestión no “es” un derecho! En efecto, quien dice “Yo tengo derecho a...” dice, en primer lugar, “Yo no tengo derecho a...”. Pero también dice –segundo– que es un escándalo que no “tenga” derecho a..., que no puede ser, que no hay derecho (lindísima expresión: había, muchos años atrás, una revista –por cierto: de Derecho– que la llevaba como nombre) a que sea el caso que ella o él no tenga (como de hecho no tiene) el derecho que, justo por eso, reclama y protesta tener. La idea de derecho es inseparable de la idea de escándalo: de indignación y de no aceptación de la injusticia de que solo algunos puedan disfrutar de una determinada posibilidad vital que, presentada como un derecho,debería poder serlo por igual de todo el mundo. Por eso, quien dice “Yo tengo derecho a...” dice también, por último (y fundamental): “Y alguien debería hacer algo al respecto”. Alguien. ¿Quién?: el Estado. Algo. ¿Qué?: política. O en plural: políticas. El Estado debería hacer política, diseñar y ejecutar políticas, para garantizar que los derechos que proclamamos cuando y porque, de hecho, no disfrutamos de ellos sean posibilidades efectivas y ciertas de las que todas y todos podamos disfrutar y que por eso mismo ya no debamos andar vociferando."
"¿Y cuáles son esos derechos de los que deberíamos disfrutar y que el Estado (el gobierno del Estado) debería garantizarnos? Pues aquellos que a lo largo de la historia se nos han ido volviendo a todas y todos verosímiles, pensables y reclamables. Porque, en efecto, los derechos (aunque a veces finjamos, con astucia estratégica, ignorarlo) no lo son en abstracto y fuera del tiempo y de los espacios de las luchas en los que se vuelven imaginables, declarables, legislables, defendibles. Al contrario, estas cuatro últimas palabrejas nos permiten trazar algo así como la historia que siguen los derechos en el camino que necesariamente tienen que transitar para verse, al final de todo, realizados. Primero, en efecto, es necesario que una cierta posibilidad vital, que hasta entonces habíamos naturalizado que era un privilegio o una prerrogativa de unos pocos, pueda ser representada como pudiendo o aun debiendo serlo de todas y todos. Primer escalón en este camino ascendente que siguen los derechos: su representabilidad, por así decir, como tales derechos. Para atenernos al que aquí anunciamos como objeto de esta breve reflexión: en la Argentina la Educación Superior solo pudo conceptualizarse como un derecho (solo fue posible pensar que la Educación Superior debía ser un derecho para toda la o todo el que quisiera ejercerlo) después de que una ley de la Nación estableciera la obligatoriedad de la escuela secundaria, nivel educativo inmediatamente previo y exigible para cursar estudios superiores. Independientemente de que, como sabemos bien, hay un largo camino entre el establecimiento legal de la obligatoriedad de un nivel educativo y su efectiva universalización, el horizonte, al menos, de esta universalización deseada permitió pensar para todo el mundo, y no solo para quienes podían darse el lujo de terminar un nivel educativo que nadie les exigía, hasta hace poco tiempo, terminar, lo que viniera después. Solo cuando la Educación Secundaria se volvió una saobligación pudo la Educación Superior pensarse como un derecho.
Ahora: después de poder pensarlos, a los derechos alguien debe declararlos. A los derechos, en efecto, se los declara. Como al amor, a los bienes o a la guerra. Pero al amor se lo declara porque se lo siente, a los bienes porque se los tiene, a la guerra para que ocurra. ¿Y a los derechos? Pues para que empiece a formar parte de la discusión general la necesidad de que esas posibilidades que hasta hace poco todos consideraban privilegios o prerrogativas imposibles de universalizar sean considerados como derechos, y después legislados y después garantizados efectivamente. Las “declaraciones de derechos” cumplen exactamente esa función.
No le cambian la vida a nadie (a las jóvenes latinoamericanas y los jóvenes latinoamericanos no les cambió nada de nada al día siguiente de que la Conferencia Regional de Educación Superior del IESAL-UNESCO reunida en Cartagena de Indias declaró, en 2008, que la Educación Superior era “un derecho humano universal”), pero permiten que muchas y muchos, “interpeladas” e “interpelados” –como se dice– por esas declaraciones, conmocionadas y conmocionados y convencidas y convencidos por ellas de que las cosas deberían ser así como ellas declaran que deben ser, puedan empezar a reclamar que los Estados legislen esos derechos para que, en efecto, estos se vuelvan una realidad. Y entonces –tercer paso, después del de la conceptualización y el de la declaración de los derechos– esos derechos ya pensables y ya declarados son puestos por escrito, si acaso (a veces no: a veces este paso demora mucho tiempo en concretarse, o no lo hace nunca) en el texto de una ley de la Nación.Una ley que dice, por ejemplo (como lo hace la Ley de Educación Superior en la Argentina a partir de su reforma de 2015), que la Educación Superior es un derecho humano universal. Así, ese derecho, que primero pudo ser pensado como tal derecho, que después pudo ser declarado por alguien o por alguna entidad u organización con la legitimidad suficiente como para que nos tomáramos su declaración en serio, pasa a ser parte de los derechos efectivos, “positivos”, que garantiza el plexo normativo de un país.
Lo cual, por supuesto, tampoco garantiza que a los sujetos de ese derecho ahora pensado, declarado y legislado les cambie de la noche a la mañana la vida por efecto de esa legislación. Pero esa legislación sí tiene efectos importantes, porque obliga al gobierno del Estado a llevar adelante políticas a fin de que esos derechos lo sean en efecto y de manera cierta para todos los sujetos que se propongan ejercerlos. En efecto, una ley que dice que tal o cual cosa (la educación, la salud, el trabajo) es un derecho, no tiene un valor meramente declarativo, sino que obliga al gobierno del Estado a hacer cosas: a desplegar políticas, a asignar recursos, para que ese derecho lo sea de verdad y no de manera apenas nominal. ¿Alcanzará con eso?
¿Podrán esas políticas revertir las situaciones de injusticia o desigualdad que vuelven a las posibilidades efectivas de disfrute de los derechos que las leyes establecen funciones derivadas del lugar que los sujetos de esos derechos ocupan en el reparto social de las riquezas? Seguramente no, pero eso no quiere decir que esas políticas, que no pueden hacerlo todo, no puedan hacer algo, o incluso mucho. En un libro muy importante, Cristian Baudelot y Roger Establet han mostrado que, aunque en todos los países del mundo –como sabemos ya sobradamente– a los hijos de los ricos les va mejor en el sistema educativo que a los hijos de los pobres, en aquellos países en los que se despliegan políticas públicas destinadas a corregir las distorsiones que producen las diferencias sociales sobre las posibilidades de los jóvenes de recibir los beneficios del trabajo de las escuelas y las universidades, el impacto de la pertenencia de clase de los papás sobre la performance educativa de sus hijos es tres veces menor que en los países que no despliegan ese tipo de políticas. No hay excusas pues, para ningún gobierno, para, en nombre de la verificación “empírica”, “sociológica”, “científica”, de lo que ya sabemos de memoria y desde hace mucho tiempo, desde que éramos chiquitos y empezamos a leer los libros de Pierre Bourdieu, no hacer lo que tienen que hacer: política, políticas, para que la letra de las leyes que rigen sus naciones sea algo más que letra muerta.
Usé más de una vez la expresión “sujetos” de derechos: de los distintos derechos de los que hemos estado hablando, y en especial del derecho a la educación en general, y a la Educación Superior en particular. Pero temo que para hablar de estos sujetos siempre me referí a las ciudadanas y los ciudadanos individuales, sobre todo a las y los jóvenes de nuestros países, y específicamente de nuestro país, que tienen que poder realizar, en nuestras instituciones, ese derecho sobre el que hemos estado conversando. Esto tiene, desde luego, la más alta importancia, y nunca se insistirá demasiado sobre el carácter complejo de este derecho de los individuos que es obligación del Estado y de las propias instituciones educativas garantizar. La Ley de Educación Superior, “especificando” el derecho a ese nivel educativo que sanciona, indica que las universidades públicas no pueden tomar exámenes de ingreso ni cobrar aranceles por los estudios de grado que imparten. Y está muy bien. Pero es evidente que el derecho de los individuos a la Educación Superior no se agota en esos dos necesarios puntos de partida, sino que incluye el derecho de esos individuos a avanzar, a aprender, a recibirse en plazos razonables y a hacer todo eso en los más altos niveles de calidad, sea como sea que esa bendita “calidad” se mida. El punto aquí no es ese, sino la discusión con la idea, por completo falsa, según la cual deberíamos elegir entre tener una educación “para todos” (que es el necesario corolario de concebir a esa educación como un derecho) y tener una educación “de calidad”, idea esta que solo se sostiene sobre el prejuicio reaccionario, perezoso y torpe según el cual los más no pueden hacer, igual de bien, lo mismo que los menos. Por supuesto, que puedan hacerlo depende, de nuevo, de decisiones políticas, institucionales, presupuestarias. Y pedagógicas, si puedo llamar así a la decisión de revisar el fondo inaceptable de despreciosobre el que se sostienen muchas de las prácticas de enseñanza que promueven y sancionan nuestras instituciones.
Pero ahora me gustaría sugerir que este derecho a la educación en general, y a la Educación Superior en particular, es un buen ejemplo del tipo de derechos para los que tenemos que poder pensar, al mismo tiempo, un sujeto o un conjunto de sujetos individuales (las y los jóvenes, las ciudadanas y los ciudadanos) y también un sujeto colectivo, al que podemos dar el nombre de ciudadanía o el de pueblo. Es el pueblo, en efecto, y no solo cada uno de los sujetos individuales que lo compone, el que tiene un conjunto de derechos como estos sobre los que aquí estamos conversando, y, entre ellos, el que nos ha interesado especialmente: el derecho a la Educación Superior. Quiero decir: que no se trata apenas de que cada chica o muchacho que, en busca de un destino académico, profesional o laboral, toque a las puertas de nuestras instituciones de Educación Superior tenga el derecho a que esas puertas se le abran en todos los sentidos y con todos los alcances que vengo de indicar, sino de que el pueblo en su conjunto (elija o no cada una de sus hijas y cada uno de sus hijos un destino semejante) tiene que tener el derecho a que las instituciones de Educación Superior del país formen a los profesionales que ese pueblo necesita para su desarrollo, su realización y su felicidad. Y apenas debo indicar, desde ya, que uso aquí el verbo “necesitar” lejos de cualquier utilitarismo: los pueblos necesitan biotecnólogos e ingenieros en puentes, desde ya, y farmacéuticos y profesores de matemática, y también necesitan críticos literarios e historiadores medievalistas y traductores de arameo. Todos esos profesionales el pueblo necesita, y todos esos profesionales, en los más altos estándares de calidad, tienen por lo tanto nuestras instituciones de Educación Superior, como contrapartida del derecho colectivo de ese pueblo a beneficiarse de los resultados de su trabajo, la obligación de proveerle.
Si se me permite apuntar ahora a un específico subgrupo dentro del gran universo de las instituciones de Educación Superior y mirar en particular a las universidades, agregaría que aquí hay otro derecho colectivo del pueblo y otra correlativa obligación de estas instituciones, toda vez que las, además de tener la misión de formar profesionales, tienen también la de producir conocimiento y hacerlo circular, y que el pueblo tiene que tener, además del derecho a recibir el beneficio del trabajo formativo de sus universidades, el derecho a recibir los beneficios de su trabajo de investigación, cuyos productos las universidades tienen la responsabilidad de poner al servicio del mejoramiento del nivel de las grandes discusiones colectivas en las que ese pueblo y sus dirigencias democráticas están comprometidos. Esta palabrita que escribo aquí demasiado rápido, democracia, es fundamental para el argumento que intento desplegar: Jürgen Habermas decía que una sociedad democrática era una que alentaba la conversación, en todos los sentidos, entre quienes gobernaban, quienes investigaban y quienes componían una “opinión pública” que debía ser siempre activa y crítica, y que para serlo debía poder nutrirse de los conocimientos que producían sus universidades. Tanto como formar a los mejores profesionales, producir el mejor conocimiento y ponerlo a circular de maneras inteligibles y amplias es pues un deber fundamental de nuestras universidades si estas se toman en serio la idea de que el pueblo tiene un derecho colectivo a recibir los beneficios de su trabajo.
Es posible que cuanto hemos señalado en estas páginas no agote todo lo que decimos cuando decimos (como nos complace poder decir, hoy, en nuestro país) que la Educación Superior es un derecho humano universal. Pero para empezar no parece ser poca cosa que nuestras instituciones de Educación Superior (universitaria y no universitaria) terminen de entender el conjunto de responsabilidades que acarrea para ellas la vigencia de ese postulado, que forma parte del plexo normativo del país y que recoge lo mejor de una cantidad de tradiciones de luchas estudiantiles y ciudadanas en pos de una sociedad más igualitaria y más justa. En estos días en que en todas nuestras instituciones estamos pensando en los mejores modos, después de la emergencia sanitaria que nos ha sacudido tan dramáticamente, de “volver” a las aulas y a las oficinas y a los laboratorios de nuestras instituciones y de pensar el conjunto de tareas que desarrollamos en ellas, no deberíamos perder de vista para qué es que tenemos que volver a ellas y qué es lo que tenemos que hacer ahí.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Baudelot, Ch. & Establet, R. (2009). L’élitisme républicain.
Seuil. Habermas, J. (1989). Ciencia y técnica como “ideología”. Tecnos.