Sandra Raggio. Comisión Provincial por la Memoria. Universidad Nacional de La Plata
En este artículo se pone en cuestión el abordaje del pasado reciente inscribiéndolo en las disputas por la Memoria, que se expresan en las diversas configuraciones narrativas que fue adquiriendo desde los tiempos de la dictadura hasta hoy. Nos centraremos en identificar esas formas de narrar lo ocurrido en el campo de la memoria social. La historización de las luchas por la Memoria y la comprensión de la dinámica de la memoria social resulta imprescindible para encarar los desafíos de la Democracia actual y, sobre todo, en aquellos espacios de encuentro intergeneracional como es la escuela.
Palabras clave: Dictadura, Luchas por la Memoria, Democracia, Transmisión, Negacionismo.
¿Qué pasó en la dictadura militar? Es una pregunta simple, que puede ser formulada por un niño, por un joven, por un turista que visita el país, por alguien que no tiene idea. Sin embargo, como suele suceder, frente a la formulación de una pregunta simple las respuestas pueden no serlo, o mejor dicho, los intentos de respuestas pueden suscitar fuertes y complejas controversias que se alejan de esa primera presunción de simpleza, sobre todo porque en este caso hacerlo remite a un mandato imperativo: hay que contar lo que pasó para que no se repita.
Entonces bien, ¿cómo se cuenta la dictadura? ¿Cómo se ha contado en estos cuarenta años de Democracia? ¿Qué variaciones se han producido en esas formas de narrar a lo largo del tiempo? ¿Qué variaciones se advierten según quién narre?
En esta intervención –a propósito de los 40 años de Democracia ininterrumpida que estamos transitando desde el 10 de diciembre de 1983– reflexionaremos en torno a estos interrogantes. Porque entendemos que resultan pertinentes en un presente donde los discursos negacionistas y antiderechos (Feierstein, 2022) han tomado fuerza en el escenario público, incluyendo las aulas. Lo cual, en oportunidades, es presentado como una anomalía, como una distorsión, incluso como una posible infracción legal sujeta a sanción.1
Pero es preciso historizar e inscribir esta emergencia en las luchas por la Memoria, es decir, por la construcción narrativa de la dictadura inserta en las disputas políticas en los distintos presentes desde la ocurrencia de los hechos evocados hasta hoy. En lo que sigue, haremos un recorrido de los diferentes relatos sobre la dictadura producidos en los primeros veinte años posteriores al Golpe, periodo donde, a nuestro entender, van emergiendo los que configuran hoy la disputa por el sentido del pasado. Como veremos estas narrativas fueron enunciadas por actores sociales específicos y, algunas de ellas, en determinados momentos, se posicionaron como las memorias oficiales que impusieron o propusieron desde el Estado un relato sobre el pasado.
Afirma Henry Rousso (1990), que la memoria se revela como organización del olvido. Lo cual implica abordar el análisis de las diversas respuestas a la pregunta identificando la trama argumental como operaciones selectivas en torno a lo que se recuerda y lo que se olvida, en función a los usos del pasado en el ejercicio de su rememoración. Las memorias se configuran a través de interacciones múltiples, cuyo núcleo se ordena en la conexión significativa del pasado con el presente, pero en la que están comprometidos agentes que realizan la selección, relaciones de poder en las que se producen las prácticas selectivas y sentidos disponibles en la sociedad que producen clasificaciones y valoraciones que las fundamentan. El concepto de Raymond Williams de tradición selectiva aporta una perspectiva más para pensar cómo se realizan determinadas configuraciones del pasado en el presente, en relación con el proceso de construcción de la hegemonía. A partir del área total posible del pasado y del presente, dentro de una cultura particular, ciertos significados y prácticas son seleccionados y acentuados y otros significados y prácticas son rechazados o excluidos. Sin embargo, dentro de una hegemonía particular, y como uno de sus procesos decisivos, esta selección es presentada y habitualmente admitida con éxito como la tradición, como el pasado significativo (Williams, 2000, p. 138).
¿Qué tramas de sentidos y qué disputas están involucradas en estas controversias? ¿Por qué algunos relatos se mantuvieron en silencio por un tiempo? ¿Por qué luego emergieron? ¿Por qué, a pesar de la circulación de los nuevos, siguen vigentes los primeros? ¿Por qué en determinado momento cobran fuerza los que parecían obliterados? Estas preguntas, formuladas para un determinado periodo histórico, pueden bien proyectarse hasta el presente. En lo que sigue, identificaremos las distintas narrativas que fueron configurándose, desde la misma dictadura, entendiendo con Rousso (Feld, 2000) que la memoria del acontecimiento comienza con el acontecimiento mismo.
La implantación de la dictadura implicó, además del diseño y puesta en marcha de un plan represivo de exterminio y de diversas políticas de gobierno, el despliegue de múltiples recursos discursivos y prácticas que fueron configurando un relato sobre sí misma que buscaba tanto la adhesión política de la sociedad como el ocultamiento de los crímenes, enmascarándolos en una supuesta guerra. La guerra contra la subversión estaba inmersa en el marco de la Doctrina de la Seguridad Nacional y de la Guerra Fría y fue la retórica desplegada por el Gobierno militar y sostenida aún hoy por los represores en los juicios por delitos de lesa humanidad, y en las usinas de pensamiento de la ultraderecha como forma de negación de los crímenes y justificación de la represión. Las Fuerzas Armadas se presentan como las salvadoras de la nación, de la familia y de los ideales occidentales y cristianos, que corren peligro, frente al enemigo subversivo (Salvi, 2003).
La construcción del escenario de guerra contra la subversión se completaba con la producción de los falsos enfrentamientos. Consistían en fraguar los hechos, utilizando a personas detenidas ilegalmente en los centros clandestinos de detención, a las que fusilaban en determinados lugares y luego presentaban como abatidos en combate. En general, el hecho era publicado en la prensa como parte de la propaganda. Uno de ellos fue el que se denomina como la Masacre de Fátima, en el municipio de Pilar. El 20 de agosto de 1976 veinte hombres y diez mujeres secuestrados por fuerzas militares y policiales dependientes del Cuerpo I del Ejército, en el centro clandestino de detención que funcionó en la Superintendencia de Seguridad Federal, unidad perteneciente a la Policía Federal Argentina, fueron fusilados, apilados y dinamitados en un camino vecinal cercano a la localidad de Fátima. La acción se adjudicó a los grupos subversivos. La exhibición de los cuerpos fue un instrumento de terror y un acto de propaganda política.
La desaparición forzada constituyó la tecnología para perpetrar el exterminio y, al mismo tiempo, como recurso de producción simbólica del negacionismo. Sin cuerpo no hay evidencia del delito. Es decir, la discursividad se desarrollaba tanto como actos de habla como actos que intervenían la materialidad para producir hechos con una fuerte connotación simbólica. La centralidad estaba puesta en negar a las víctimas, transformándolas en perpetradores, y en negar la naturaleza de sí mismos como victimarios, para presentarse como héroes.
Hacia la transición, en abril de 1983, durante la presidencia del general Bignone, el régimen dio a conocer el Documento Final donde seguiría sosteniendo este discurso a pesar de las pruebas y denuncias de las violaciones a los derechos humanos que habían sido reconocidas por los organismos internacionales como Amnistía Internacional y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
El Informe sobre Argentina de Amnistía Internacional publicado en marzo de 1977, como resultado de su visita al país del 6 al 15 de noviembre de 1976, y el de la CIDH, publicado en 1980 luego de la inspección in loco realizada en el país el año anterior, se inscribían en una discursividad bajo el paradigma de los derechos humanos, que en nuestro país emergió como novedad con la creación paulatina de organizaciones de derechos humanos que tuvo lugar poco tiempo antes del golpe de Estado.
Esta narrativa humanitaria bajo el paradigma de los derechos humanos en su pretensión universal se distanciaba de posicionamientos político-ideológicos alineados a los polos enfrentados de la Guerra Fría, y enunciaba desde la clave universal de la Declaración de Naciones Unidas de 1948.
Siguiendo esta clave humanitaria, la condena a la represión ejercida desde el Estado durante la dictadura era un imperativo moral. Desde este imperativo, convocaba a la solidaridad con las víctimas por el agravio sufrido, y no por sus identidades políticas y sus proyectos. Y rechazaba a los victimarios por los actos aberrantes cometidos, y no por los objetivos que tal violencia buscaba.
Este discurso no enfocó su argumento en la historización y explicación de las razones de los hechos, sino en la defensa incuestionable de la integridad física de las víctimas, distanciándose de cualquier posible identificación con sus ideologías o concepciones políticas.
Las denuncias pusieron el eje en los hechos y descripciones fácticas de los secuestros, torturas, las características de los centros clandestinos de detención dejando de lado los términos histórico-políticos de la violencia del Estado.
La primera solicitada publicada en un medio periodístico fue en octubre de 1977, y se titulaba “MADRES Y ESPOSAS DE DESAPARECIDOS. SOLO PEDIMOS LA VERDAD”. El reclamo era primario, esencial:
LA VERDAD que pedimos es saber si nuestros DESAPARECIDOS ESTÁN VIVOS o MUERTOS y DÓNDE ESTÁN. (…). No soportamos la más cruel de las torturas para una madre, la INCERTIDUMBRE sobre el destino de sus hijos. Pedimos para ellos un proceso legal y que sea así probada su culpabilidad o inocencia y en consecuencia, juzgados o liberados.2
La presentación de los desaparecidos se centró en sus referencias identitarias como género, edad, ocupación, obviando la mención a sus militancias y pertenencias políticas y resaltando su condición de inocencia desde el punto de vista penal. Los desaparecidos y las víctimas del terrorismo de Estado eran narrados como seres humanos cuyos derechos elementales habían sido avasallados. Esta narrativa se expresará tiempo después en el Informe Nunca Más (Crenzel, 2008).
Luego de la Guerra de Malvinas, al iniciarse el desmoronamiento de la dictadura militar y la consiguiente apertura democrática, las cuestiones de las violaciones a los derechos humanos eran ya hechos irrefutables. La sociedad argentina fue objeto de una sobreabundante oferta de información, de variadas procedencias y estilos, sobre las desapariciones, las torturas, los centros clandestinos de detención. Este proceso de reinformación, como lo denominaron Landi & González Bombal (1996), fue atizado por el debilitamiento de los mecanismos de control y censura por parte del Gobierno militar. La que más se destacó fue esa prensa amarilla, antes utilizada como medio de propaganda del régimen, que publicaba macabras noticias de hallazgos de cuerpos NN, confesiones de represores y testimonios de sobrevivientes, que constituyeron lo que se conoció como el show del horror. La retórica negacionista de los inicios ya no pudo ser sostenida y la dictadura en retirada ensayó la vía de la autoamnistía a través de la Ley nº 22.924 de Pacificación Nacional sancionada el 22 de septiembre de 1983, pocos días antes de las elecciones. Pero no prosperó; el electo presidente Raúl Alfonsín planteó ya en la campaña que procedería a su anulación para avanzar, a partir de la justicia retroactiva, en la identificación y sanción de las responsabilidades penales (Nino, 2015).
Creada la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) por Decreto Presidencial, el 15 de diciembre de ese mismo año, se puso en marcha la investigación para esclarecer lo sucedido con las personas desaparecidas. En septiembre de 1984, se entregó el informe. El Informe Nunca Más, “expondría una nueva verdad pública sobre las desapariciones, y se conformaría en la nueva fase interpretativa y narrativa para juzgar, pensar y evocar este pasado entonces inmediato” (Crenzel, 2008, p. 103). Del mismo modo, la sentencia dictada a propósito del Juicio a los excomandantes negaría, a través de fundamentos jurídicos, la existencia de la guerra y corroboraría el plan sistemático, estableciendo así una Verdad indudable e indeleble sobre lo ocurrido (Feld, 2002, p. 60). Ambos relatos producidos desde el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial configuraron simbólicamente la ruptura con el pasado dictatorial. Como sostiene Bazcko:
Los períodos de crisis de un poder son también aquellos en los que se intensifica la producción de imaginarios sociales competidores; las representaciones de una nueva legitimidad y de un futuro distinto proliferan, ganan tanto en difusión como en agresividad (1999, p. 29).
Fue un tiempo donde se intentó producir desde el Estado nuevas fuentes simbólicas de legitimidad del poder con base en un imaginario democrático al que había que inventar más que recuperar. Esa verdad pública construida en aquellos primeros años de la Democracia negó rotundamente la versión contada por los militares. Los argumentos de la guerra contra la subversión se confrontaron en el Informe Nunca Más y luego en la sentencia del Juicio a las Juntas Militares, poniendo de relieve que los hechos de violencia cometidos por el régimen eran crímenes llevados a cabo en el marco de un plan sistemático de represión.
Más allá de los cuestionamientos de diversas procedencias que se expresaron en estos años, la narrativa humanitaria emergida durante la dictadura en gran medida configuró estas memorias canónicas y el paradigma de los derechos humanos se constituyó en un discurso incorporado a la política democrática. Sin embargo, la explicación acerca de lo sucedido esgrimida desde el Gobierno, si bien cuestionó la retórica de la guerra contra la subversión, interpretó la emergencia de la violencia represiva por parte del Estado como una respuesta a la violencia subversiva, situándola como corresponsable de lo sucedido.
La Teoría de los dos demonios se consolidó como una forma de narrar la dictadura. A los pocos días de asumir como Presidente, en diciembre de 1983, Raúl Alfonsín elevó un proyecto para anular la ley de Pacificación Nacional y firmó dos decretos que ordenaban el enjuiciamiento de siete jefes guerrilleros y de las tres primeras Juntas Militares de la dictadura. Estos decretos se referían a que los primeros eran responsables de la violencia ejercida, promovida por intereses externos al país y que había servido de pretexto para la alteración del orden constitucional por parte de un sector de las Fuerzas Armadas.
A su vez, acusaba a las Juntas de haber implementado un plan de operaciones contra la actividad subversiva y terrorista por fuera de los márgenes legales.
Esta mirada sobre el pasado sigue sosteniendo la idea de un enfrentamiento, rechazando la violencia de ambos bandos. La Teoría de los dos demonios identifica una violencia originaria, que es la desplegada por las organizaciones terroristas y una violencia surgida como respuesta a esta, puesta en marcha por las Fuerzas Armadas por fuera de los marcos legales. La característica de esta narrativa es que equipara ambas violencias. Las considera iguales, pero de distinto signo.
El discurso del Ministro de Interior del Gobierno de Alfonsín, Antonio Tróccoli, cuando se presenta el documental televisivo realizado por la CONADEP, el 4 de julio de 1984, constituye una pieza discursiva donde se expresa con claridad esta narrativa.
Ese día a las 22 horas, se emitió por Canal 13 (entonces canal estatal), un programa preparado por la CONADEP titulado Nunca Más. Era la primera vez que familiares, víctimas, sobrevivientes y miembros de organismos de derechos humanos se presentaban en televisión para contar lo ocurrido, avalados por una comisión del Estado. Había gran inquietud por el efecto que se estimaba podría tener el programa entre los militares. Emilio Crenzel cuenta en su libro La Historia política del Nunca Más, que:
El 4 de julio por la mañana, Alfonsín discutió con sus colaboradores si emitirlo con el costo de irritar a los militares o prohibirlo, pese a que ya estaba anunciado, y enfrentar el escándalo público. Según Taratuto (Gerardo), Sábato amenazó con renunciar si el programa no salía al aire. Finalmente, Alfonsín decidió su emisión, pero consiguió que Sábato accediera a incluir una introducción de Tróccoli que evitaría que se condenara solo al terrorismo de Estado (2008, p. 81).
En su introducción Tróccoli legitimó a la CONADEP calificando de patriótica su tarea, pero de inmediato advirtió que su relato no comprendía la historia completa de la violencia al señalar que “la otra cara se inició cuando recaló en las playas argentinas la irrupción de la subversión y el terrorismo alimentado desde lejanas fronteras”. Su proyecto, añadió, “basado en el terror con una profunda vocación mesiánica (…) terminó desatando una orgía de sangre y de muerte”. Reconoció que “muchas generaciones fueron atraídas por esos proyectos” pero pese a ello aseveró que la sociedad “se vio conmovida y sorprendida por esa violencia (…) y reclamó su erradicación y el ejercicio de la autoridad al Estado”, pero “lo menos que podía presuponer era que el propio Estado iba a adoptar metodologías del mismo signo, tan aberrantes como las que acababa de impugnar y que habían sido utilizadas por la subversión y el terrorismo”. Tróccoli, así, enmarca en la Teoría de los dos demonios lo que la audiencia vería a posterioridad: un documental basado en testimonios que refieren únicamente a la violencia del Estado.
En estos primeros años de la transición fue cobrando fuerza otra narrativa sobre la dictadura, que buscó eludir la Teoría de los dos demonios y discutir la retórica de la guerra de la dictadura.
En el prólogo del Informe Nunca Más encontramos algunos rasgos de esta narrativa de la víctima inocente, cuando se aborda la cuestión de quiénes fueron los blancos de la represión. Allí se sostiene que la mayoría eran inocentes de terrorismo, instituyendo así una categoría de víctima, la inocente, que presupone la existencia de otra, la culpable:
Todos caían en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de esos amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque éstos presentaban batalla y morían en él (CONADEP, 1986, p. 41).
El mito de la inocencia o víctima inocente narra a las personas desaparecidas eludiendo su posible participación en hechos subversivos por los que supuestamente pudieron haber sido secuestrados. Enarbolar la condición de víctimas inocentes era una estrategia para desmentir la teoría de la guerra, y también la de los dos demonios. Y, al mismo tiempo, eludir la posible persecución penal de aquellos militantes, víctimas de la dictadura, que habían participado de organizaciones armadas y habían sobrevivido. Lo cual implicó el silenciamiento de la identidad política de los desaparecidos y de los sobrevivientes.
Este relato de la víctima inocente tuvo vectores de transmisión muy potentes, uno fue el propio Informe Nunca Más que no mencionó la identidad política de las víctimas. Otro de los relatos emblemáticos de esta forma de narrar los hechos fue La Noche de los lápices,3 en sus diferentes versiones: como parte del Informe, como testimonio judicial, como libro de investigación periodística y como película (Raggio, 2017).
En los años noventa, posindulto, cuando había caducado la acción punitiva por parte del Estado sobre los militantes y se desplegaron nuevos repertorios de acción colectiva contra las reformas neoliberales del Gobierno de Carlos Saúl Menem (1989-1999), las narrativas en torno a la dictadura y los desaparecidos se distanciaron de aquellas que los demonizaban (Teoría de los dos demonios) u ocluían su identidad política (mito de la inocencia).
Como contrapunto del mito de la inocencia, podemos identificar tempranamente la configuración de relatos en clave militante, pero que no tuvieron alta difusión pública por contraponerse a las narrativas hegemónicas. Estos relatos inscriben la violencia del Estado en relación con un proyecto político y un modelo económico a imponer, ligado con los intereses de sectores económicos concentrados y de las minorías privilegiadas. Al mismo tiempo que reivindican a los desaparecidos como militantes políticos claramente posicionados contra este modelo de país.
Uno de los documentos más relevantes de esta narrativa es la Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar, de Rodolfo Walsh, escrita en el año 1977. Posteriormente, la película Cazadores de Utopías (Blaustein, 1996) expresará el testimonio de sobrevivientes de la dictadura, quienes exponen las ideas y posiciones políticas, que en gran medida no se explicitaron en los relatos canónicos que dominaron la escena de la transición, como el Informe Nunca Más y la Noche de los Lápices.
En 1996, en torno a las conmemoraciones de los 20 años del golpe militar, se comienza a conformar HIJOS, que aglutina a hijas e hijos de desaparecidos, cuyo relato sobre los años 70 y la represión de la dictadura recupera las militancias y elecciones políticas de sus padres y madres. Las historias de los detenidos desaparecidos son narradas no solo como víctimas, sino reivindicadas en el contexto de las militancias políticas revolucionarias de los años 70. De esa manera la agrupación HIJOS se inscribe en esas narrativas militantes (Cueto Rúa, 2010).
Las políticas de Memoria impulsadas por los Gobiernos kirchneristas adscribieron a esta narrativa reivindicando de manera genérica a la generación de los setenta:
En línea con las “memorias militantes” construidas desde mediados de la década del 90, esta narrativa desplazó la centralidad que durante los 80 adquirió la representación de los desaparecidos como víctimas inocentes para acentuar su carácter de “luchadores populares” de acuerdo con determinados valores y convicciones4 (Bale, 2023, p. 45).
El nuevo prólogo escrito para la reedición del Informe, a propósito de la conmemoración de los 30 años del Golpe, lo expresa con claridad:
Por otra parte, el terrorismo de Estado fue desencadenado de manera masiva y sistemática por la Junta Militar a partir del 24 de marzo de 1976, cuando no existían desafíos estratégicos de seguridad para el statu quo, porque la guerrilla ya había sido derrotada militarmente. La dictadura se propuso imponer un sistema económico de tipo neoliberal y arrasar con las conquistas sociales de muchas décadas, que la resistencia popular impedía fueran conculcadas. La pedagogía del terror convirtió a los militares golpistas en señores de la vida y la muerte de todos los habitantes del país. En la aplicación de estas políticas, con la finalidad de evitar el resurgimiento de los movimientos políticos y sociales, la dictadura hizo desaparecer a 30.000 personas, conforme a la doctrina de la seguridad nacional, al servicio del privilegio y de intereses extranacionales. Disciplinar a la sociedad ahogando en sangre toda disidencia o contestación fue su propósito manifiesto. Obreros, dirigentes de comisiones internas de fábricas, sindicalistas, periodistas, abogados, psicólogos, profesores universitarios, docentes, estudiantes, niños, jóvenes, hombres y mujeres de todas las edades y estamentos sociales fueron su blanco. Los testimonios y la documentación recogidos en el NUNCA MÁS son un testimonio hoy más vigente que nunca de esa tragedia (CONADEP, 2006, p. 33).
Los nuevos juicios reabiertos por crímenes de lesa humanidad se constituyeron en un nuevo escenario de memoria (Feld, 2002), donde los testimonios de los sobrevivientes en los estrados judiciales repusieron en gran medida su pertenencia política (Barbero, 2015). En los sitios de Memoria, en las recorridas guiadas se narran las trayectorias militantes de quienes estuvieron allí secuestrados (Paganini, 2020), dando cuenta de la prevalencia de esta forma de narrar por sobre otras.
En este nuevo ciclo de consolidación de las políticas de Memoria, a través de la reapertura de las causas por delitos de lesa humanidad –que a diciembre de 2022 lleva condenados a 1170 represores–, la puesta en marcha de espacios de la Memoria en todo el país, la desclasificación de archivos de la represión, el impulso del tratamiento del pasado reciente en la escuela y la profundización de las reparaciones indemnizatorias a las víctimas ha emergido con mayor potencia y como reacción frente a este nuevo impulso, llevado adelante por los Gobiernos kirchneristas; un potente discurso que repone en buena medida la retórica de la guerra contra la subversión en su núcleo central: presenta a las víctimas como victimarios acusándolos de terroristas. Relativiza la magnitud de la represión poniendo énfasis en la cifra simbólica de los 30.000, y reclama por una Memoria completa donde se reconozcan a las víctimas del terrorismo, como forma de compensar las violencias.
La pregunta que resuena es cómo confrontarlo, pues han tenido cierto éxito en captar audiencias y en responder a la pregunta acerca de qué pasó. Sus libros son best sellers,5 sus contenidos circulan en las redes sociales, y en las elecciones presidenciales 2023 una referente de esta retórica, Victoria Villarroel, integra una fórmula presidencial que, según las encuestas, podría alcanzar el 20% de los votos.
La intención de este trabajo historizando las formas de narrar la dictadura es advertir que, a pesar de las políticas públicas de Memoria que institucionalizan formas del recuerdo enmarcándolas en horizontes democráticos y de respeto por los derechos humanos, la memoria social escapa a estos marcos para inscribirse en disputas políticas más amplias que desafían la consagración de las narrativas oficiales. El negacionismo difícilmente pueda combatirse mediante la persecución penal o a través de su denostación por apartarse de la verdad establecida por mecanismos fiables de investigación, como es la justicia, lo ha sido la CONADEP y lo es la producción académica sobre el tema, entre otros. Es necesario reponer argumentos, reconstruir las bases que lograron alcanzar ese consenso mayoritario de repudio de la dictadura y los hechos aberrantes que produjo y, sobre todo, inscribir este debate sobre el pasado en lo que pasa en nuestro presente.
Pues los relatos no son solo construcciones discursivas, sino que constituyen marcos de acción, y son en sí mismos prácticas sociales que se realizan en el plano del lenguaje. Su análisis implica, entonces, dar cuenta de tres dimensiones: las condiciones que ofrecen las distintas épocas para la producción, circulación y recepción de determinados relatos; la cuestión de los agentes enunciadores y los usos del pasado en las disputas políticas en la que los agentes participan. Una cuarta dimensión, en general poco explorada en los estudios de la memoria social o colectiva, tiene que ver con analizar la disposición –y preferencia– social a determinados relatos de los hechos en detrimento de otros, así como la perdurabilidad en el tiempo de tales disposiciones y preferencias más allá de la época en la que fueron producidos. Lo cual implica conjeturar la existencia de ciclos en la memoria colectiva de más larga duración, en los que perduran representaciones construidas más atrás y que coexisten, como co-textos, con los nuevos "pasados significativos" que emergen compitiendo con los viejos.
Vale entonces identificar qué evidencia de nuestro presente el cuestionamiento de las memorias en torno a la dictadura construidas en estos 40 años de Democracia, por qué la retórica de los militares se ha reactualizado al punto de provocar cierta adhesión en las nuevas generaciones, de qué silencios se nutre, frente a qué reacciona, qué malestares expresa y en qué disputas se enmarca.
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Cazador de Utopías (Argentina, 1996). Dirección: David Blaustein. Guion: Ernesto Jauretche. Largometraje documental. Duración: 150 minutos.
La noche de los lápices (Argentina, 1986). Dirección: Héctor Olivera. Guion: Héctor Olivera y Daniel Kon. Intérpretes: Alejo García Pintos, José María Monje, Leonardo Sbaraglia, Tina Serrano. Duración: 105 minutos.
2 Diario La Prensa, 5 de octubre de 1977.
3 La Noche de los lápices trama en un único relato el secuestro de adolescentes, estudiantes secundarios. Los hechos ocurrieron en la ciudad de La Plata.
4 Este desplazamiento de las narrativas de los ochenta podría explicarse en gran medida por la crisis de 2001, tal como lo plantea Bazcko en la cita reproducida más arriba.
5 Por ejemplo La batalla cultural. Reflexiones críticas para una nueva derecha, de Agustín Laje. Véase la repercusión de algunas de sus presentaciones: https://www.infobae.com/leamos/2022/05/11/agustin-laje-la-cultura-se-ha-vuelto-muy-aburrida-y-esta-totalmente-dominada-por-la-izquierda/