Gabriela Diker. Universidad Nacional de General Sarmiento
Propondremos en este artículo algunas reflexiones sobre las políticas implementadas en estos años en nombre de la igualdad educativa y sus efectos. Sostendremos que es posible reconocer, en el período democrático, distintas generaciones de políticas orientadas por un propósito con el que seguimos estando en deuda: las políticas de democratización, las de compensación y las de inclusión. Hacia el final, a partir de apenas algunos datos, intentaremos aproximar una respuesta a la pregunta que da título a este artículo: ¿la educación argentina es hoy más o menos igualitaria que hace 40 años?
Palabras clave: Democracia, Igualdad educativa, Democratización, Compensación, Inclusión.
Aprovechando el tiempo de balance que habilita todo aniversario, propondremos en este artículo algunas reflexiones sobre las políticas implementadas en estos años en nombre de la igualdad educativa y sus efectos o, para decirlo con mayor precisión, los conceptos en torno de los cuales se organizaron estas políticas. Hacia el final de este recorrido –que por su brevedad no puede sino ser esquemático e incluso un poco azaroso–, intentaremos aproximar una respuesta a la pregunta que da título a este artículo: ¿la educación argentina es hoy más o menos igualitaria que hace 40 años?
La salida de la dictadura coloca a las políticas educativas de la transición democrática frente a un imperativo casi excluyente: erradicar el proyecto educativo autoritario.1 Dependiendo de los distintos énfasis que se pusieran en la lectura de los efectos de los años dictatoriales sobre la educación argentina, terminar con el autoritarismo podía significar: desmantelar los mecanismos represivos que operaban en el sistema educativo y hacer de la escuela un espacio de convivencia democrática; reponer el lugar de la escuela como “un ámbito donde se produzcan aprendizajes socialmente signficativos” en condiciones de igualdad (Tedesco et al., 1983, p. 69); promover la participación de la ciudadanía y la comunidad educativa en los debates y decisiones sobre la educación argentina, por mencionar solo algunos de los principales asuntos que circulaban en los debates de la época.
A pesar de su heterogeneidad, un solo concepto logra articular las políticas educativas de los inicios del período democrático en torno de todos estos propósitos: democratización. Bajo el propósito de democratización de la vida escolar, se inscriben medidas como la puesta en funcionamiento de los Centros de Estudiantes y, en general, todas las normas que eliminan los sistemas disciplinarios represivos y promueven la democratización de las relaciones sociales en las escuelas. Bajo el propósito de democratizar la participación en la toma de decisiones, se realiza –para mencionar solo la medida más visible– el Congreso Pedagógico Nacional que pone en escena, más allá de sus resultados, la apertura de la discusión educativa al conjunto de la población. Finalmente, bajo el concepto de democratización también se inscribirá el propósito de asegurar condiciones de igualdad en el acceso a la educación.
En su primer discurso frente a la Asamblea Legislativa, Alfonsín empieza el segmento dedicado a la educación diciendo:
Al asumir el gobierno encontramos (…) un sistema educativo seriamente deteriorado en lo cuantitativo, con una calidad de enseñanza muy diversa, cuyos mejores niveles correspondían a los grupos sociales más altos, mientras que la población más desprotegida sólo recibía una educación de escasa calidad (1984, 1 de mayo).
Lo que nos interesa destacar de ese párrafo es la idea de que la desigualdad reside en el sistema educativo; lo desigual es el acceso y la calidad de la oferta y es esa oferta, entonces, lo que es necesario democratizar asegurando la distribución igualitaria de las oportunidades (y posibilidades, se decía en la época) educativas. Democratizar, en este sentido, va a ser equivalente a distribuir. Y ello requeriría, entre otras acciones: ampliar la oferta de Educación Primaria y Secundaria para afrontar el “deterioro cuantitativo”; abordar los efectos de las desigualdades sociales que se expresaban en los más de 6 millones de personas que no habían accedido o completado el Nivel Primario, lo que dio lugar a la implementación del mayor plan de alfabetización de la historia educativa argentina; implementar políticas curriculares tendientes a corregir la distribución desigual de conocimientos y alcanzar la “homogeneización (…) de los objetivos y contenidos básicos asegurando la unidad del sistema educativo argentino” (Ministerio de Educación y Justicia, 1986, p. 8); corregir la distribución desigual de la población escolar en circuitos de calidad diferenciada dentro del sistema educativo, eliminando, como primera medida, el examen de ingreso al Secundario, que había sido identificado como uno de los mecanismos que centralmente operaba dicha distribución.2
Para sintetizar, digamos que este es el único período en el que no se distinguen categorías ni políticas específicas orientadas a reducir la desigualdad. En la medida en que se entiende que la desigualdad es un atributo del sistema educativo (y no de las personas o de sectores poblacionales, como veremos a continuación), y que democratizarlo exige corregir las desigualdades en la distribución del bien social educación (unificando la calidad de la oferta, homogeneizando propósitos y contenidos, distribuyendo las oportunidades de acceso, etc.), serán acciones universales las que igualen las oportunidades educativas del conjunto.
Iniciada la década del noventa, comienzan a formularse una serie de críticas a este tipo de políticas distributivas y a sus efectos democratizadores. Por un lado, la investigación muestra que el acceso a circuitos de igual calidad y recursos no garantiza igualdad, en la medida en que no logra compensar las desigualdades de origen. Más aún, empezamos a sostener que es justamente la equivalencia entre igualdad y homogeneidad material, cultural y pedagógica en la oferta lo que produce escolarmente la desigualdad. El discurso internacional sale de este problema con el concepto de equidad y se instala en las políticas la hipótesis de que hay que ofrecer a los distintos sectores sociales y grupos culturales una educación ya no igual, sino más adecuada a sus particularidades y necesidades. No es este el lugar para extendernos en estos desarrollos. Lo que me interesa es poner de relieve que este tipo de críticas se produjeron y reprodujeron en países como el nuestro, en los que estábamos todavía muy lejos de igualar, al menos, las condiciones materiales, culturales y pedagógicas de la oferta escolar. Es decir, criticamos las políticas distributivas antes de que se completaran y sin siquiera ver sus efectos; se impone otra generación de políticas orientadas a reducir la desigualdad educativa: las políticas compensatorias.
Para decirlo rápido, las políticas compensatorias producen dos desplazamientos en relación con el concepto de democratización: en primer lugar, el problema de la desigualdad se desplaza de la oferta educativa, hacia las alumnas y los alumnos en situación de deprivación cultural, deficiencia lingüística o desventaja social, que es necesario compensar. En segundo lugar, las políticas educativas pasan de proponerse igualar los recursos materiales y humanos de las escuelas (ofrecer lo mismo a todos), a generar artefactos y acciones específicamente dirigidas a compensar las carencias de un sector poblacional predefinido.
En el marco de la diversificación y fragmentación de las condiciones de escolarización producidas por la heterogénea implementación de las reformas de los años noventa3 (que profundizaba las desigualdades regionales preexistentes), el Estado nacional encaró el problema de la desigualdad exclusivamente a través de la implementación de las llamadas “políticas compensatorias”, centradas en la distribución focalizada de recursos a la población escolar que se encontraba en situación socioeconómica más desfavorable y a las escuelas en las que se concentraba población con esas características. Para ello se crea en 1993, dentro del Ministerio de Educación, la Subsecretaría de Educación Compensatoria, en cuyo marco se desarrolla el Plan Social Educativo (en adelante PSE).
Bajo la consigna “más y mejor educación para todos”, el PSE focaliza, desde el nivel central, un conjunto muy amplio y diverso de acciones y recursos (libros, material didáctico, acompañamiento pedagógico, becas, erradicación de escuelas rancho), en un universo inicial de mil escuelas primarias en todo el país, con el objetivo de “compensar las diferencias que por razones socioeconómicas sufren los niños de los sectores más carenciados, que muchas veces determinan que su paso por la escuela no signifique el logro de los aprendizajes básicos” (Plan Social Educativo, 1993, p. 1). Aunque el PSE va ampliando y diversificando sus acciones y recursos de una manera muy considerable (llega a alcanzar, con distintas acciones, a más de 20.000 escuelas de distintos niveles educativos en todas las provincias), y logra algunos efectos importantes mientras las escuelas se mantienen “bajo plan” (una expresión muy propia de la época en el terreno de las políticas sociales), apenas puede contener los efectos de profundización de la desigualdad en un contexto de crecimiento de la pobreza y de mayor fragmentación del sistema educativo. De alguna manera, cuanto más se ampliaban las acciones y el alcance del PSE, más claramente mostraban su fracaso las políticas educativas dirigidas al conjunto.
Con la crisis de los años 2001-2002 la pobreza infantil llega a afectar a más del 70% de los menores de 14 años. En parte porque la profundidad y extensión de la llamada “infantilización de la pobreza” requería políticas universales, y también en consonancia con el discurso internacional, se deja de hablar de compensación. Y en su lugar, se impone un concepto que llegó para quedarse: inclusión.
El concepto de inclusión se sostiene en hipótesis similares a las de la educación compensatoria. En efecto, mientras que la idea de universalización pone el acento en la deuda histórica del sistema educativo con los sectores poblacionales que aún no han ingresado en la escuela, el de inclusión pone el acento en los atributos diferenciales propios de esos sectores de la población, que son los que los colocarían en la posición de exclusión. En nombre de este concepto, comienzan a crearse nuevos proyectos y programas focalizados de distribución de recursos materiales y pedagógicos (con acciones que, en muchos sentidos, son similares a las del Plan Social).
Ahora bien, una característica del ciclo político que inicia en 2003 es la coexistencia de estas políticas educativas focalizadas con políticas universales de distribución de recursos, sostenidas todas en nombre del principio del derecho a la educación. Aunque derecho e inclusión son principios que colisionan conceptualmente (el primero remite a su carácter universal y el segundo se funda en una división y se dirige a un sector o perfil poblacional predefinido, por la razón que sea, como excluido), en este período se sostienen ambos como articuladores de los discursos y las políticas para la igualdad. Así, la ampliación del derecho a la educación y la preocupación por generar condiciones igualitarias para su ejercicio requerirán de acciones universales dirigidas a todo el sistema (incremento del presupuesto educativo hasta llegar al 6% del PIB, mejora salarial docente, mejora de la infraestructura y construcción de escuelas, extensión de la jornada escolar, distribución de libros y computadoras, entre otras), de acciones focalizadas (como las que lleva adelante el Programa Integral para la Igualdad Educativa o el Programa Nacional de Inclusión Educativa, para mencionar apenas dos ejemplos), y también de un nuevo tipo de políticas orientadas a reducir las brechas de desigualdad: las políticas socioeducativas.
Basadas en los desarrollos de la pedagogía social, bajo el prefijo “socio” y también en nombre de la inclusión, se enmarca un campo más amorfo de políticas, en las que convergen acciones de muy distinto tipo que no son ni focalizadas ni universales; forman parte de una oferta que, desde el nivel central, se pone a disposición de autoridades provinciales y escuelas. Entre estas se destacan, por su novedad, las acciones de diversificación de la oferta cultural que se despliegan fuera de la escuela, rodeando la escuela, o sobreimpresas al currículum escolar. Centros de Actividades Juveniles, orquestas infantiles, programas deportivos, ajedrez, DDHH en la escuela, Plan Nacional de Lectura, parlamentos juveniles son algunos ejemplos de las muchas y a veces dispersas acciones, que quedan englobadas bajo la Dirección Nacional de Políticas Socioeducativas. A pesar de que este tipo de políticas pretenden, en conjunto, una mayor integralidad en el abordaje de una problemática compleja como la desigualdad educativa, presentan el problema de que impactan poco sobre el sistema escolar y refuerzan el sostenimiento de circuitos paralelos a los regulares, que desaparecerían junto con el programa en cuestión, como ocurrió con la llegada del macrismo.
En efecto, durante el período macrista, lo dominante fue el desmantelamiento de buena parte de las acciones sostenidas por el Gobierno anterior bajo el principio de la igualdad educativa: las políticas socioeducativas dejaron de sostenerse a nivel central y quedó “a decisión de las provincias” si les daban continuidad o no; se produjo una reducción del presupuesto destinado a educación sin precedentes; se interrumpió el programa Conectar Igualdad, se desfinanció el PROGRESAR y podríamos seguir.
El programa Escuelas Faro, de “seguimiento continuo y apoyo pedagógico” focalizado en 3000 escuelas seleccionadas según sus resultados en las pruebas estandarizadas y “criterios de vulnerabilidad educativa y social”, funcionó más como un subproducto de las Pruebas Aprender, que como una política de igualación de las condiciones de acceso a un derecho. La desaparición de toda referencia al principio del derecho a la educación y el acento en la calidad de los aprendizajes y su evaluación como única política de mejora (es el único renglón del presupuesto educativo nacional que se incrementa en este período) se articulan con la idea de que la desigualdad es un problema que se aborda con esfuerzo individual o, a lo sumo, institucional. El Programa se propone que las escuelas “superen las barreras del contexto” (“escuelas resilientes”), pero no cambiar las condiciones estructurales y políticas que lo generan.
Unos meses después de finalizado este período de gobierno, el sistema educativo debe enfrentar –con muchos menos recursos que los que hubiera tenido de sostenerse, por ejemplo, la distribución de notebooks y libros– la situación de pandemia. Y lo que la pandemia mostró, con toda claridad, es que cuando las chicas y los chicos dependen exclusivamente de los recursos disponibles en sus hogares para sostener su educación escolar, es decir, cuando el Estado no interviene, las desigualdades se profundizan.
Imagino que quien haya llegado al final de este artículo podría estar formulándose la siguiente pregunta: transitados 40 años de Democracia, ¿tenemos un sistema educativo más o menos igualitario? En honor a la brevedad, seré taxativa: a pesar de los avances y retrocesos en las políticas, sin ninguna duda la educación argentina es más igualitaria hoy que en los inicios del período democrático. La extensión de la obligatoriedad escolar (y por lo tanto del derecho a la educación); el aumento sostenido de la población estudiantil; la plena universalización de la sala de 5 años y del Nivel Primario; la casi universalización de la sala de 4 años, el aumento de la población universitaria que alcanza hoy 2 millones de estudiantes, es decir, 4 veces más que en 1983; la universalización del acceso a la escolaridad (la población que nunca asistió a la escuela pasó del 4,4% en 1980 a menos del 1%); la erradicación del analfabetismo (recordemos que en 1980 era de casi el 6%); el mejoramiento de las trayectorias escolares (reducción del abandono y la sobreedad en Secundaria y mejoramiento de las tasas de egreso); el incremento de jóvenes con título Secundario (del 30% en 1980 al casi 70% de los jóvenes de 18 a 24 años), son solo algunos indicadores clásicos que muestran que hoy tenemos más chicas y chicos en el sistema educativo, que muestran mejores trayectorias y oportunidades de continuar su Educación Superior.
Por supuesto, son muchísimas las deudas que se acumulan dentro del sistema, en relación con la igualdad en los aprendizajes y en las posibilidades de seguir y completar trayectos educativos exitosos. El crecimiento de la educación privada revela, además, una profundización de la fragmentación del sistema. Si a esto se suma que otra vez hoy en la Argentina, más de la mitad de la población infantil es pobre, parece claro que estamos todavía muy lejos de resolver el problema de la desigualdad educativa y que este deberá seguir siendo el asunto central de la Democracia.
Alfonsín, R. (1 de mayo de 1984). Mensaje presidencial a la Honorable Asamblea Legislativa.
Braslavsky, C. (1985). La discriminación educativa en la Argentina. FLACSO/GEL.
Ministerio de Educación y Justicia (1986). Desarrollo de la educación en la Argentina (1984-1986). Informe a la 40° reunión de la Conferencia Internacional de Educación. UNESCO.
http://www.bnm.me.gov.ar/giga1/documentos/EL003184.pdf
Ministerio de Cultura y Educación de la Nación (1993). Plan Social Educativo. Documento informativo.
http://www.bnm.me.gov.ar/giga1/documentos/EL004046.pdf
Tedesco, J., Braslavsky, C. & Carciofi, R. (1983). El proyecto educativo autoritario. Argentina 1976-1982. FLACSO/GEL.
1 Tedesco, Braslavsky & Carciofi, 1983.
2 Véase Braslavsky, 1985.
3 Reforma que tiene dos ejes: la modificación de la estructura del sistema educativo establecida en la Ley Federal de Educación sancionada en 1993 y la Ley de descentralización de 1992.