Emilio Tenti Fanfani. Universidad Pedagógica Nacional
Este trabajo presenta dos formas típicas de mecanismos de regulación de políticas públicas. Uno es el mercado y el otro la participación (exit y voice, en términos de Albert Hirschman). En un contexto de mercado, los consumidores solo pueden participar en la producción del servicio con sus decisiones individuales, es decir, comprando cuando están satisfechos o dejando de comprar cuando están insatisfechos. Esta es la información que proveen al productor para que intente restablecer el equilibrio perdido. Este modelo elimina la política como decisión colectiva. El mecanismo de la participación o toma de la palabra es complementario o bien alternativo al mercado. La participación puede ser de tres tipos: estructural, contributiva o política. En todos los casos, requiere de la presencia de determinadas condiciones sociales, como el conocimiento, el tiempo y la disposición de recursos materiales. La participación de los ciudadanos (no consumidores) provee información mucho más rica para orientar las decisiones de política educativa, en función de los objetivos relacionados con el interés general.
Palabras clave: Política, Mercado, Participación, Acción colectiva, Igualdad.
Existen dos modos típicos de regular los sistemas de relaciones sociales. Uno confía en la lógica del mercado y otro en la acción de agentes colectivos que tienen voluntad, conciencia y capacidad de tomar decisiones en función de fines definidos en la esfera pública de los regímenes democráticos.
El mercado es un mecanismo que no tiene ni conciencia ni voluntad, sino que actúa como un mecanismo que obedece a la relación entre la oferta (productores) y la demanda de bienes y servicios (consumidores o usuarios). De la relación entre oferta y demanda resulta un precio el cual no puede ser calificado ni de justo ni de injusto, sino que es el resultado inevitable de esa relación. Cuando en un mismo mercado (por ejemplo el del automóvil) existen diferentes precios, puede deberse a la calidad de los productos ofrecidos o a la productividad que caracteriza a cada productor. El consumidor elige entre los diferentes precios ofrecidos en función de sus preferencias y recursos disponibles, pero se supone que siempre es libre de elegir entre diversos productos. Esta capacidad es un poder que el consumidor tiene para premiar (cuando compra) o castigar (cuando deja de comprar) a los productores. De esta manera le provee una señal a los productores acerca de la satisfacción en relación al bien o al servicio adquirido. Con esta información cuantitativa en sus manos, el productor puede introducir modificaciones en su producto para acercarlo a las necesidades de los consumidores.
Estas dos estrategias fueron formalizadas por el “más que economista” Albert O. Hirschman (1977), en su muy citado libro Salida, voz y lealtad, publicado en inglés en 1970. Allí propuso un esquema general, el que podría aplicarse al análisis de las situaciones de orden-desorden de una relación social o de equilibrio-desequilibrio en el campo de la economía o la política. Desde su perspectiva, los hombres tienen dos modos de luchar contra el desorden o bien tienen a su disposición dos dispositivos típicos para reproducir el equilibrio cuando este se ve amenazado por alguna situación determinada. Estos dos mecanismos son la “salida” (“exit”) y “la toma de la palabra” (“voice”).
La primera “solución” consiste en abandonar la relación en que se está implicado, ya sea como comprador de un bien o servicio o bien como miembro de una asociación, empresa, partido político, familia. El otro modo de restablecer el equilibrio amenazado consiste en tomar la palabra y, de esta manera, corregir y mejorar la relación expresando las quejas y proponiendo las correcciones o soluciones. La participación es otro nombre que se le puede poner a esta estrategia, en la medida en que participar consiste en “hacerse oír”, “demandar”, “exigir” un cambio de rumbo en el sistema de relaciones sociales del que se forma parte.
El primer dispositivo (la salida) es la estrategia típica de regulación del equilibrio en el ámbito económico del mercado. Si no se está conforme con la marca de un producto o con el servicio recibido de un prestador, existe siempre la posibilidad de influir sobre el proceso de producción de ese bien o servicio mediante el exit, es decir, cambiando de proveedor o de marca. La voice o la participación es la forma típica de producción del equilibrio en las instituciones políticas (partidos, instituciones públicas).
El esquema exit-voice, en principio, puede ser aplicado a cualquier relación social, desde una vinculación cliente-prestador hasta un partido político, una asociación religiosa o una relación de pareja. Ante cualquier desorden o desequilibrio, los clientes de un bien o servicio o los miembros de una asociación siempre tienen a su disposición ambos modos de restablecer el equilibrio perdido. Ante una disconformidad con las prestaciones, el consumidor o miembro de una asociación puede abandonar la relación reemplazándola por otra más acorde con sus necesidades y expectativas, o bien puede intentar modificar el producto o servicio o el comportamiento de la asociación donde está implicado, planteando las quejas, formulando demandas, sugiriendo o haciendo presión para que se introduzcan determinados cambios.
En términos ideales, la voice o la participación puede ser individual o colectiva. En el caso de la escuela, las familias pueden tomar la palabra y exigir cambios en la oferta educativa, ya sea en forma individual o en forma colectiva, es decir, participando y expresando sus intereses y demandas en forma horizontal, con las otras familias que comparten la misma definición de la situación y los mismos puntos de vista. En otras palabras, es probable que la participación colectiva en el ámbito escolar (como es el caso de la política) sea más eficaz que la participación individual para restablecer equilibrios perdidos o amenazados.
Los liberales (que algunos prefieren denominar “liberistas”, para diferenciarlos del liberalismo clásico) proponen extender al campo de la política y la prestación de servicios sociales la misma lógica que domina en el mercado capitalista, es decir, el mecanismo de la “salida”. En este sentido, los padres y madres deberían comportarse como clientes más que como ciudadanos. En tanto clientes, deberían tener la capacidad de entrar y salir de las instituciones educativas. En otras palabras, deberían poder comportarse con la escuela como consumidores racionales, capaces de premiar o castigar a los proveedores permaneciendo o bien abandonando las relaciones que tienen como clientes de las instituciones educativas. Tomando estas decisiones individuales, las familias tendrían la capacidad de hacer prevalecer sus demandas, necesidades e intereses en el sistema prestador.
Los liberales extremos creen en el mecanismo del exit tanto en la economía (opción de compra) como en la política (voto). Para que todos estén en condiciones de elegir su prestador los clientes deben tener poder de compra. Por eso, el economista Milton Friedman propuso los famosos bonos o vouchers para financiar la educación. De esta manera las familias, así “empoderadas”, podrían elegir el colegio donde enviar a sus hijos y ejercer una influencia sobre el servicio:
Los padres podrían expresar sus opiniones acerca de las escuelas en forma directa, sacando a sus hijos de una escuela y enviándolos a otra, en medida mucho mayor de lo que ahora es posible. En general, ahora sólo pueden dar ese paso cambiando su lugar de residencia. En cuanto al resto, sólo pueden expresar sus opiniones mediante canales políticos oscuros. (Friedman en Hirschman, 1977, p. 24).2
La última frase delata la desconfianza de Friedman por la “toma de la palabra”, es decir, por la reivindicación, la deliberación y, más aún, si esta se realiza en forma colectiva. Él prefiere la “claridad” del exit. Las familias son asimiladas a simples compradores de educación y su poder sobre el servicio educativo se manifiesta con su decisión de compra. Las familias contribuyen a producir y reproducir el equilibrio del sistema prestador comprando o dejando de comprar. De esta manera, esta decisión provee información más que suficiente al proveedor como para orientar sus decisiones en relación con la producción del servicio educativo.
Sin embargo, el mecanismo del exit —claro desde el punto de vista informativo— es extremadamente pobre al momento de proveer indicaciones precisas al proveedor. En cambio, la participación individual o colectiva a través de la toma de la palabra (la demanda, la reivindicación, la exposición de motivos, la queja, la sugerencia) provee una rica información al director de un establecimiento acerca del nivel de satisfacción de las familias, de sus demandas insatisfechas, de sus expectativas futuras, etcétera.
Pero el mecanismo del exit, para ser viable y efectivo, necesita ciertas condiciones sociales que, por lo general, no están claramente presentes en el campo de la educación básica.
a) Según Hirschman, la primera de ellas es que “los gustos de los individuos varían en proporciones considerables” (p. 71) y que estas variaciones deben ser “reconocidas como legítimas” (id.) en una sociedad determinada.
Es obvio que en ninguna sociedad, por más liberal e individualista que pretenda ser, todas las culturas no son igualmente válidas. Por ejemplo, no es posible que los ciudadanos puedan elegir libremente entre aprender la democracia o el totalitarismo, “la defensa del pluralismo y el respeto a todas las culturas y etnias” o “defender una concepción racista de la cultura” (p. 72). Esto no puede quedar al libre arbitrio de los “consumidores” de educación.
En todas las sociedades conocidas existe una definición política y colectiva, que normalmente se expresa en las “leyes de educación”, que opta por una serie de valores y por una cultura común que incluye determinados elementos y excluye otros. Todos los niños y niñas deben aprender ciertas cosas y no otras. Por lo tanto, elegir entre distintos valores culturales no tiene el mismo estatuto que elegir qué tipo de frutas comprar. Que algunos prefieran las peras a las manzanas es una preferencia legítima, no lo es preferir el totalitarismo o el racismo o la democracia y el pluralismo cultural.
b) La segunda condición para que funcione el mecanismo del exit es que “los individuos estén bien informados acerca de la calidad de los bienes y servicios que desean” (id.). Además, es preciso que les sea fácil comparar las diferentes opciones ofrecidas.
De más está decir que en materia escolar no siempre los “consumidores” saben qué es lo que hay que aprender y tampoco están en condiciones de evaluar las opciones ofrecidas por los diferentes centros educativos.3 Las instituciones educativas describen formalmente las características de su oferta escolar en documentos, estatutos o manifiestos, pero sucede que no siempre lo que realmente ofrecen como educación responde siempre a sus propósitos explícitos. Además, por lo general, los padres de familia no están en condiciones de controlar o de evaluar lo que sucede efectivamente en las “cajas negras” (las aulas, los consejos directivos, los equipos de trabajo docente) de las instituciones escolares. La complejidad del proceso de enseñanza-aprendizaje muchas veces impide que las familias puedan disponer de información confiable como para evaluar la calidad del servicio educativo que efectivamente brindan las instituciones escolares.
c) La estrategia del exit también necesita de la presencia de una tercera condición. Esta tiene que ver con el volumen y la frecuencia de “los actos de compra”.
En efecto, no es lo mismo comprar carne que elegir escuela. La compra de la carne implica un monto relativamente bajo —en términos del gasto total de un hogar— y que se reitera lo suficiente como para que el consumidor “aprenda”, adquiera experiencia y pueda cambiar fácilmente de proveedor. A la carnicería o a la verdulería vamos casi todas las semanas. En cambio, muchas familias no “compran educación” todos los meses ni todos los años. Muchos lo hacen dos veces en la vida: eligen un establecimiento de educación general que comprende el ciclo Primario y el Secundario. Y luego eligen nuevamente cuando se trata de continuar estudios en el Nivel Superior. Lo mismo puede decirse de la compra de una vivienda, ya que la mayoría de la población, si es que compra la vivienda, lo hace una vez en la vida. En estas condiciones el “consumidor” no tiene ocasión de aprender con las elecciones que realiza.
Por otro lado, en el campo escolar, el cambio de proveedor tiene implicancias culturales y psicológicas (costos, dirán los economistas) difícilmente calculables, pero sí bien presentes en las estrategias de las familias. Cambiar a un niño o a una niña de escuela implica una pérdida de amistades, lazos afectivos y hábitos pedagógicos. Cambiar de proveedor de tomates no tiene ninguna implicación de este tipo, salvo que uno tenga una relación de amistad o de familia con el proveedor, lo cual es raramente el caso.
d) Por último, el exit supone una condición obvia: los proveedores del servicio o del bien considerado deben “ser lo suficientemente numerosos como para establecer una relación de competencia” (p. 72).
Es obvio que esta es una condición que solo está presente en ciertos territorios, en especial los urbanos medianos y grandes. Los que viven en pueblos pequeños o en zonas rurales no pueden ejercer su “derecho de elección”, no pueden “entrar o salir” fácilmente de proveedor, simplemente porque no existen alternativas. En muchos casos, solo se puede cambiar de establecimiento escolar, mudándose a otro territorio.
Según el razonamiento anterior, en el campo de la educación es más sensato usar “la palabra”, es decir, implicarse como agente activo para ejercer una influencia en el servicio de modo que satisfaga los intereses y demandas individuales y colectivas de quienes forman parte de él. En este escenario, el estudiante y su familia no son meros clientes, sino miembros activos, y participan en la producción del servicio, al mismo tiempo que los docentes, el equipo directivo y el resto de los profesionales que conforman un centro escolar.
En síntesis, la participación tiene un sentido particular si, poniendo en práctica “el sano punto de vista relacional”, se la considera como una alternativa al mecanismo del mercado. Desde este punto de vista, la participación tiene otro significado. Veamos primero cuáles son sus principales dimensiones. Para cada una de ellas se analizará cuáles son algunas de las condiciones sociales necesarias para su existencia efectiva.
Para ir más allá de la participación como mera consigna, y abordarla tal como puede manifestarse en las instituciones educativas, es preciso introducir algunas precisiones. En las consideraciones que siguen se abandonará el nivel sistémico del servicio educativo y sus mecanismos de regulación para concentrarnos específicamente en la participación tal como puede manifestarse en las instituciones educativas. Comenzaremos distinguiendo y describiendo tres dimensiones de la participación.
La educación y el aprendizaje constituyen procesos necesariamente participativos en un sentido muy particular: quien aprende, interviene, pone lo suyo, contribuye en su propia educación o apropiación del saber. Bien mirada, esta es una verdad de Perogrullo, pero muchas veces pasa inadvertida para muchos especialistas y expertos. Con la educación sucede lo mismo que en otros servicios personales, como los servicios de producción y reproducción de la salud de las personas.
Cuando aquel que piensa en la educación y en las cosas del aprendizaje tiene conciencia de que esta participación (y la de su familia, cuando se trata de niños) es un ingrediente no simplemente deseable sino ineludible para el éxito de esta operación, su modo de ver y hacer las cosas cambia radicalmente. En este primer sentido, la educación es un proceso de coproducción donde es tan importante lo que “pone” el centro escolar (los docentes, los equipamientos didácticos, el método y la didáctica) como lo que “pone” el educando y su familia. Pero sospechamos que quienes usan y abusan del discurso de la participación no están pensando precisamente en este primer significado.
Dado que la educación se concreta efectivamente en un proceso de coproducción, no es posible separar claramente la “oferta” de la “demanda”. Ambos conjuntos de factores funcionan e interactúan en forma conjunta para hacer posible el aprendizaje. Digamos que esa dimensión estructural del aprendizaje era conocida desde siempre, pero es un hecho que se hace evidente para todos cuando los sistemas escolares incorporan a la mayoría de una “clase de edad” al Nivel Primario y Secundario, como es el caso de la mayoría de los países de mediano y alto desarrollo de América Latina. Cuando la inclusión escolar viene de la mano de la exclusión, muchos niños van a la escuela sin disponer de las condiciones sociales (alimentación, vivienda, salud, medio ambiente, etc.) necesarias para “participar” en el proceso de aprendizaje.
La segunda dimensión tiene que ver con la participación como contribución. En mi opinión, este es el sentido más recurrente con el que se usa el discurso de la participación, en especial en el campo de las políticas sociales en general y educativas en particular. Cuando quienes diseñan y llevan a la práctica programas educativos buscan que la comunidad participe en las instituciones escolares (existen múltiples ejemplos de programas educativos con este ingrediente en América Latina), en realidad están esperando que las familias y la comunidad provean una serie de recursos, como por ejemplo dinero, trabajo de mantenimiento de la infraestructura escolar, compra de materiales didácticos que se consideran necesarios para la eficacia de la acción escolar.
Cuando se interroga a los directores de centros educativos acerca del nivel de participación de las familias, por lo general responden pensando en la cantidad y calidad de la cooperación de los padres y madres en el funcionamiento de la escuela. La contribución de los padres y madres tiende a ser una respuesta a un requerimiento o pedido específico de la institución. Es ella la que convoca, solicita o demanda la contribución. Los padres y madres pueden responder o no. Raramente son las familias quienes deciden espontáneamente cooperar o hacer un aporte específico.
La experiencia en América Latina indica que, en el caso de las escuelas de sectores populares urbanos y rurales, la colaboración de los padres y madres puede ser monetaria (aporte de dinero, generalmente a través de la Cooperadora Escolar) o bien en trabajo. La contribución en especies (insumos, libros, materiales didácticos, etc.) es menos frecuente.
En México, el programa de Educación Comunitaria (Torres y Tenti Fanfani, 2000) es paradigmático en cuanto a la participación como contribución y está dirigido a ofrecer educación primaria en comunidades aisladas y pequeñas (menos de 15 niños en edad escolar). En estos casos, donde no se justifica la creación de un centro escolar estándar, se ofrece el servicio a través de un maestro-instructor, por lo general un joven con la secundaria básica completa (y por lo general residente en la zona). Luego de tres meses de entrenamiento pedagógico acelerado, y dotado de un paquete con materiales de autoaprendizaje, el instructor es enviado a la comunidad donde prestará el servicio, la cual se compromete a aportar vivienda y alimento. En este caso, la comunidad participa aportando el alojamiento del instructor, el espacio físico donde se llevará a cabo el proceso de enseñanza-aprendizaje y el alimento que necesita para vivir.
Otra forma más espontánea de participación contributiva es frecuente en muchas áreas rurales pobres de América Latina. En muchas ocasiones son las comunidades las que se hacen cargo de la construcción y mantenimiento de la infraestructura física de la escuela. Esta situación fue muy frecuente en México, en especial durante el primer período de expansión de la educación rural luego de la Revolución iniciada en 1910. Existen muchos testimonios de escuelas totalmente construidas a través del esfuerzo y el trabajo de los padres de familia de las comunidades rurales, las cuales hacían todo lo posible para contar con un establecimiento escolar donde educar a sus hijos.
En las zonas urbanas de América Latina, la contribución tiende a ser más diversificada, ya que al trabajo se agrega una contribución económica mediante el pago de una cuota a la Cooperadora Escolar. El monto de los recursos de este origen varía según el nivel socioeconómico dominante de los alumnos. En muchos casos, las familias tienen la capacidad suficiente para financiar la ampliación de la oferta educativa (computación, inglés, actividades expresivas y artísticas) de los centros escolares.
La contribución en términos de tiempo de trabajo es más frecuente en las escuelas primarias de las áreas urbanas pobres. En este caso se trata en general de trabajo femenino. En efecto, las madres que no están insertas en el mercado laboral suelen aportar su presencia y su cooperación en distintas tareas de apoyo, en especial aquellas que se relacionan con los servicios de alimentación escolar.
En términos generales, es plausible afirmar que la contribución tiende a ser monetaria en el caso de las escuelas públicas de clase media y media baja y “laboral” en los barrios más populares, donde habitan los que solo disponen de su fuerza de trabajo para participar-contribuir con los establecimientos educativos de su comunidad.
En estas circunstancias, resulta en cierta medida paradójico que se tienda a pedir más (dinero, trabajo, tiempo) a quienes menos recursos tienen. A su vez, las clases medias y medias altas urbanas “le piden todo a la escuela” y solo participan (cuando lo hacen) mediante el pago de una suma, por lo general de no mucha relevancia, a la Asociación de Padres de los centros escolares. De esta manera, la distribución regresiva del financiamiento público (mejores escuelas, mejores maestros a los sectores sociales urbanos mejor situados en la estructura social) va acompañada de un aporte proporcionalmente mayor por parte de quienes menos recursos tienen. El resultado es la reproducción de la estructura inicua de los recursos públicos orientados a la educación básica latinoamericana.
La tercera dimensión de la participación tiene que ver con el poder. Supone un escenario, actores con intereses y estrategias y procesos donde se construyen problemas, se arman agendas y se toman decisiones sobre las normas que regulan las prácticas y la asignación de recursos (de diverso tipo).
En una institución como la escuela interactúan diversos agentes individuales y colectivos: el director, los docentes, los estudiantes, las familias, las organizaciones comunitarias, las empresas, las iglesias. La mayoría de las instituciones democráticas contienen una gran diversidad de agentes con distintas posiciones, recursos, intereses y, por lo tanto, también diversos puntos de vista, expectativas, demandas, opiniones, actitudes. Por lo tanto, estas interrelaciones no siempre son pacíficas, sino que muchas veces están atravesadas por el conflicto y la lucha entre intereses y puntos de vista divergentes, opuestos, enfrentados.
Si participar es también participar en el poder, es preciso recordar que la escuela, al igual que el resto de las instituciones, es una organización muy particular. Al igual que el hospital, por ejemplo, está constituida por una capa de profesionales que monopoliza un conjunto de saberes especializados. El resto de los miembros de las instituciones (los alumnos o los enfermos y sus familias) son objetos de intervención de los profesionales, que ejercen una dominación sobre ellos dado que, por principio, están excluidos del recurso que constituye la base de su poder. En estos contextos, “empoderar” a los alumnos y a las familias en las instituciones no es una cosa tan sencilla como a primera vista puede parecer. En efecto, en las instituciones, y en ciertas esferas específicas, dar poder a algunos (los padres y los alumnos) supone limitar el poder de los otros (los profesionales). Esto es particularmente cierto en el caso de las cuestiones centrales del servicio educativo, tales como la definición del programa escolar, las estrategias pedagógicas o didácticas y la evaluación de los aprendizajes. Estas esferas constituyen el corazón mismo del saber especializado de los profesores, en tanto que pedagogos. En estos terrenos ellos reivindican su derecho de exclusividad.
Por eso, respecto de la participación de los “usuarios” de las instituciones, es preciso ser muy cuidadoso para distinguir las esferas y el peso de su eventual participación. Independientemente de las consideraciones anteriores, en una escuela democrática todos los miembros de esta comunidad deberían tener voz y voto en la definición de las cuestiones básicas de la vida institucional.
Aun cuando reconocemos que cada estamento o grupo tiene un papel o una función particular en la vida del conjunto, todos deberían tener derecho a participar en los procesos de decisión en los que se definen cosas tales como los objetivos básicos, las estrategias, las reglas, la orientación de los recursos. En verdad, la cosa es más complicada pues, para cada grupo, habría que definir un campo, una esfera y un peso específico de participación. Mientras que los padres y las madres pueden llegar a tener el mismo peso que los maestros en materia de uso de los recursos financieros de la escuela, no pueden tener el mismo peso en otra esfera, como la que tiene que ver con ciertas cuestiones técnico-pedagógicas, por ejemplo, cuya resolución requiere de un conocimiento previo propio de los especialistas. Pero aquí no nos interesan estas sutilezas sino rescatar este tercer e importante significado de la participación, el que tiene que ver con el poder. Y el poder, por lo general, no se distribuye, sino que más bien se conquista. En otros términos, el poder supone tensiones, luchas, conflictos y equilibrios inestables.
En el escenario político cultural contemporáneo las nuevas derechas, en sus versiones más extremas, reivindican la sociedad de mercado. No solo la economía, sino también la provisión de servicios que tienen que ver con derechos fundamentales consagrados en la mayoría de las Constituciones y sistemas legales de los países de América Latina, deben someterse a la lógica del mercado (la oferta y la demanda). En verdad, el enemigo principal es el Estado y la política, como acción colectiva que se desarrolla desde el Estado.
Según esta perspectiva radical, los fracasos de muchas políticas de reforma educativa, su incapacidad para lograr que los sistemas escolares cumplan con las principales expectativas sociales, tal como se manifiestan en los marcos legales (construcción de ciudadanía crítica, reducción de desigualdades sociales), no se corrigen con otras políticas educativas “mejores” o más eficaces, sino con su lisa y llana sustitución por un mercado educativo, el cual estaría constituido por una pluralidad de instituciones, estatales o privadas, que ofrecen educación. Todas las familias deberían estar en condiciones de elegir la institución donde enviar a sus hijos en función de sus preferencias y capacidades. Para ello el Estado Educador sería instituido por una instancia estatal de financiamiento y en algunos casos de evaluación de rendimiento, para proveer a los usuarios la información necesaria acerca de la calidad de la educación ofrecida y de este modo poder elegir “racionalmente” entre las instituciones proveedoras del servicio. Para cumplir con este objetivo, el Estado, en vez de financiar directamente las instituciones, otorgaría bonos educativos a las familias para que pudieran “comprar” la educación en las diversas instituciones que operan en el mercado de la educación. Lo más probable es que el bono que se distribuya a las familias solo alcance para “comprar” la educación en las instituciones estatales, mientras que los privados podrán ofrecer servicios más caros a las familias que dispongan de mayor poder de compra. Con las escuelas sucedería lo mismo que en el mercado de los restaurantes: quienes solo disponen del bono probablemente solo podrán comer un pancho con papas fritas, mientras que los sectores más pudientes podrán concurrir a restaurantes gourmet donde se ofrecen “menus” más sofisticados y ricos. Todos tienen derecho a comer, pero la calidad de la alimentación varía en forma significativa según la posición de clase. Lo mismo sucedería con el consumo de servicios educativos. El mercado no haría más que ampliar y legitimar las diferencias en la apropiación de capital cultural que actualmente se manifiestan en la sociedad argentina actual.
Cuando los liberistas prometen “dinamitar el Banco Central” están diciendo que quieren dinamitar el Estado y las principales políticas públicas. Quienes reivindicamos una sociedad auténticamente libre sabemos que no hay libertad sin recursos y que por lo tanto es preciso avanzar hacia una sociedad no solo más rica, sino también más justa, es decir, donde la riqueza que se produce sea distribuida más equitativamente (dándole más a quienes tienen menos). La corrección de las desigualdades no puede ser más que el resultado de una política, es decir, de una acción colectiva consciente, deliberada y democráticamente construida. Contra la sociedad de mercado es preciso fortalecer la política sin adjetivo y las políticas entendidas como intervención orientada a producir y regular bienes y servicios básicos.
No se trata de agrandar el Estado, sino de volverlo más eficaz y eficiente. Para ello habrá que ser implacable con la plaga de la corrupción como uso privado de recursos públicos, la evasión fiscal, la ineficiencia y la irracionalidad en el uso de los recursos y las rigideces burocráticas que impiden la racionalización de la acción pública.
Reducir a los hombres a clientes solo capaces de comprar o no comprar, “entrar” o “salir” de un producto o servicio supone una concepción muy pobre de las capacidades humanas. Los alumnos y sus familias no son clientes, sino coproductores del servicio y deberían estar en condiciones de hacer oír su voz en las instituciones para acercar sus procesos y productos a sus necesidades e intereses.
Los ciudadanos deben estar en condiciones de hacer oír su voz, plantear sus críticas y demandas, sus sugerencias y expectativas en los diversos niveles donde se toman decisiones en el campo de la política educativa, desde las instituciones educativas a las políticas educativas de los Gobiernos provinciales y el Gobierno nacional.
En las escuelas, es más común que cada alumno o cada padre o madre haga llegar sus sugerencias, críticas o demandas ante las instancias pertinentes y esto, en muchos casos, tiene sentido. Pero cuando se trata de demandar mejoras en los procesos y productos escolares como, por ejemplo, mejorar el clima institucional, la enseñanza de las matemáticas o de la lengua, el respeto integral a los derechos de las niñas y los niños, por ejemplo, el trámite individual no es el camino más adecuado. En estos casos, lo más conveniente es que alumnos, maestros o familias lleven a cabo acciones colectivas, es decir, actúen en forma coordinada.
Ahora nos interesa dejar esta idea: la participación de la que hablamos puede ser individual, cuando se trata de reivindicaciones o situaciones particulares, o colectiva, cuando se trata de intervenir sobre ciertas dimensiones estructurales de la vida institucional. Esta es la participación que hace más democráticas las instituciones. Pero la acción colectiva no es un resultado automático de la vida institucional. Para que un conjunto de sujetos actúe, como suele decirse, “como un solo hombre”, se requiere de determinadas condiciones que desarrollaremos en forma sintética. En efecto, la acción colectiva precisa de sujetos colectivos. Un conjunto de individuos que comparten determinados intereses o situaciones no hacen a un actor colectivo. Estos son el resultado de determinadas condiciones históricas. Muchas familias que padecen situaciones de injusticia o necesidad, a menudo tienen dificultades para actuar en forma coordinada. Lo mismo pasa con los maestros y los alumnos.
Diremos que, para convertir a una suma aritmética de individuos que comparten determinadas características objetivas comunes en un actor colectivo, se necesita resolver el doble problema de la representación. El primero tiene que ver con el fenómeno de la representación entendida como un conjunto de ideas o de imágenes acerca de determinadas cosas. Así decimos que cierto conjunto de individuos comparte una serie de ideas acerca de lo que son (es decir, los individuos comparten una identidad), en cuanto habitantes de una determinada comunidad, oficio, clase de edad, etnia, comunidad religiosa. También pueden tener la misma percepción de sus intereses y de la necesidad de defenderlos en ciertos espacios institucionales (el Municipio, la dirección escolar, la supervisión).
En este primer sentido, las representaciones se relacionan con la subjetividad colectiva. Determinado conjunto de individuos tiene que verse y sentirse integrando un grupo que comparte características, situaciones e intereses comunes. Estas ideas, que se relacionan con la pertenencia y la identidad de un grupo, a veces tienen una expresión muy formal y toman la forma de las “ideologías”, “doctrinas”, “culturas” que muchas veces existen en forma escrita. Producir estas representaciones formales de los grupos es un trabajo que requiere de los buenos oficios de ciertas personas competentes.
En sentido amplio, los intelectuales, es decir, todos aquellos que tienen la capacidad de ponerle nombre a las cosas, juegan un papel fundamental para construir a los actores colectivos. Estas ideas acerca de los grupos, para ser eficaces, tienen que encarnarse, interiorizarse en cada uno de sus miembros. Cada uno tiene que verse a sí mismo con las categorías producidas por esos intelectuales en sentido amplio. Estas se producen y difunden en procesos complejos que la mayoría de las veces lleva tiempo. No bastó que existieran obreros, es decir, una masa de productores desposeídos de los medios de producción, para que existiera la clase obrera como grupo actuante.
En las primeras fases del capitalismo occidental y europeo, el marxismo constituyó el sistema de ideas y representaciones que sirvió como espejo donde los obreros se vieron a sí mismos y pensaron sus relaciones con los patrones y con el conjunto de la sociedad.
Todos los movimientos sociales han tenido que construir y difundir determinados sistemas de representaciones acerca de lo que son, de cuáles son sus intereses, de cuál es su historia y su misión, etc. Con las comunidades pasa lo mismo. Algunas tienen una identidad fuerte, muy estructurada y con historia, otras son más un agregado o suma aritmética de individuos que un actor colectivo.
Pero no basta compartir visiones o representaciones comunes para desarrollar acciones colectivas. Para ello es preciso resolver el segundo problema de la representación. Aquí la representación tiene que ver con la constitución de representantes. Para que un grupo, generalmente numeroso, participe como un solo hombre en ciertos procesos donde se toman decisiones que le interesan, tiene que elegir representantes que hablen y decidan en nombre de todos. Esta es la segunda dimensión de la representación, aquella que tiene que ver con el hecho de dotarse de una organización. Una organización es un sujeto colectivo que agrega o articula intereses y que los defiende en ciertos espacios decisionales. En cuanto tal es una creación o construcción social. Las organizaciones representativas nacen, crecen, se desarrollan y, muchas veces, desaparecen.
Como en el caso de la representación como sistema de ideas, la representación como organización no es un proceso pacífico. En ciertos casos existen diversas ideologías organizadas que reivindican la representación de determinados intereses (los intereses de la comunidad, de los padres de familia en la Cooperadora Escolar, etc.). Habrá que decir que, cuanto mejor resuelven los grupos el problema de su representación, más probabilidades tienen de realizar o conseguir los objetivos que se proponen.
En ese sentido, podríamos preguntarnos quiénes tienen más probabilidades de ganar en las luchas por conquistar la representación de los grupos. La experiencia y el análisis indican que, la mayoría de las veces, se elige como representantes a aquellos individuos que, por un lado, tienen la voluntad y el interés en ejercer la representación y, por otro, disponen de determinados recursos, tales como dinero, tiempo y, sobre todo, capital lingüístico. Por lo general, el representante tiene la capacidad de decir lo que otros solo piensan o intuyen. Uno se siente representado por quien le pone palabras a sus percepciones o intereses.
Muchas evidencias indican que aquellos que saben hablar en público son los que tienden a monopolizar la representación. Este capital expresivo no es innato, sino que es aprendido. Y aquí la escuela tiene una importancia fundamental. Nótese que, cuando hablamos de esta capacidad de ponerle palabras a las cosas, no estamos hablando solo de lenguaje sino de cultura expresiva, es decir, de conocimiento en el sentido más amplio. El saber tiene que ver con la probabilidad de participar ejerciendo la representación colectiva, pero también determina la probabilidad de participación individual. Existen muchas evidencias al respecto.
La simple probabilidad de contestar a la pregunta de un cuestionario en una situación de encuesta está fuertemente asociada con una relación entre el carácter de la pregunta o tema o determinadas características de quienes son invitados a responder. Cuando la pregunta tiene que ver con ciertas cuestiones complejas de carácter más técnico (por ejemplo, si el transporte público debería pagarse con cospeles o boleto electrónico, o si es mejor una evaluación sumativa simple o ponderada), las personas con menor escolaridad se abstienen más de contestar. En cambio, cuando se trata de participar u opinar sobre cuestiones que tienen un contenido más ético-moral que técnico (por ejemplo, acerca del largo deseable de la falda en el uniforme escolar de las chicas) la probabilidad de la participación es más elevada. Esto quiere decir que, en un mundo que cada vez es más complejo y donde los problemas tienen soluciones técnicas que requieren una cierta competencia, la probabilidad de la participación depende cada vez más del capital cultural de las personas.
En síntesis, desarrollar la participación en la sociedad y en cada una de sus instituciones más relevantes no es una simple cuestión de buena voluntad. No basta pregonar o “exigir” la participación, sino que es preciso garantizar ciertas condiciones sociales que tienen que ver con su producción. Así pues, si se quieren incorporar nuevos actores sociales en la vida de las instituciones escolares, en especial, los propios niños y jóvenes, las familias y la comunidad, no basta con desearlo y exigirlo en los marcos legales y normativos. Es preciso garantizar que existan las condiciones sociales necesarias. Y estas no pueden decretarse. Cuando quienes planifican y diseñan programas escolares parten de una concepción ingenua o voluntarista de la participación, sus planes por lo general se quedan a mitad de camino y los técnicos se sorprenden con los pobres resultados alcanzados y no entienden por qué los grupos no “quieren” o no están dispuestos a participar.
Creemos que existen dos razones básicas que explican la mayoría de los fracasos. La primera tiene que ver con el sentido de la participación. Muchos programas educativos esperan una participación contributiva en comunidades que justamente se caracterizan por vivir situaciones de necesidad y exclusión social. En muchos casos, exigir contribuciones a los más pobres no solo es irreal sino, incluso, injusto. En nuestras sociedades cada vez más desiguales, los más ricos tienen recursos más que suficientes para comprar la educación de sus hijos, mientras que los más pobres muchas veces solo pueden contribuir con su trabajo para garantizarles condiciones mínimas de aprendizaje, tales como infraestructura decente, disponibilidad de sanitarios o de agua potable. Distinta sería la cuestión si se buscara efectivamente incorporar a las comunidades en los procesos de toma de decisiones, es decir, en la estructura de poder de las instituciones.
El segundo conjunto de razones tiene que ver con el voluntarismo. En muchas situaciones, los grupos convocados no tienen interés ni tiempo ni condiciones sociales mínimas para participar. En especial, no tienen esos recursos expresivos que resultan imprescindibles para tomar decisiones en colectividad. Actuar en conjunto requiere de capacidad de negociación, discusión, regulación de conflictos, articulación de intereses, liderazgo, iniciativa, cualidades que no están igualitariamente distribuidas en la población. Por el contrario, mientras más carenciados son los grupos sociales, más monopólicos son los mecanismos de la representación. En el extremo, los grupos más excluidos tienen que recurrir a representaciones externas (ONG, iglesias, intelectuales, políticos) en la medida en que no están en condiciones de generar sus propios representantes. Es más, la privación extrema coincide muchas veces con la desintegración social, la desconfianza y la consecuente debilidad e inestabilidad de las organizaciones que representan sus intereses.
1. Los educadores deben tener conciencia de que el aprendizaje es estructuralmente participativo. Hay ciertas cosas que solo los aprendices y sus familias deben hacer para que el aprendizaje tenga lugar. Esta participación supone recursos (familia estructurada, necesidades básicas satisfechas, etc.) que la sociedad y el Estado deben proveer para garantizar la educabilidad de las nuevas generaciones.
2. La participación contributiva debe equilibrarse con la participación política, que tiene que ver con el poder para participar en los procesos de toma de decisiones. Pero la participación política no se decreta sino que se conquista.
3. Por último, habrá que recordar que la participación supone determinadas condiciones sociales. Para participar hay que disponer de recursos de diversos tipos: tiempo, dinero, conocimientos, capacidades expresivas, etc. y estos no están igualitariamente distribuidos en la población. Una política no se vuelve más democrática porque multiplica la palabra “participar”, sino porque distribuye más equitativamente aquellos recursos sociales estratégicos que hacen posible la acción colectiva y la incorporación de dosis crecientes de deliberación y reflexividad en la vida de las instituciones básicas de la sociedad.
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https://nexos.cippec.org/Main.php?do=studycasesView&id=7
1 Este texto retoma en parte algunos argumentos desarrollados en mi libro La escuela bajo sospecha. Siglo XXI Editores, 2022.
2 La cursiva es nuestra.
3 Las investigaciones muestran que, incluso donde existen, los resultados de las evaluaciones de aprendizaje raramente constituyen el criterio dominante en materia de elección de establecimiento escolar. La proximidad, el interés de preservar una determinada identidad cultural o religiosa, la tradición de la familia y otros criterios son más importantes que el cálculo de los rendimientos al momento de elegir el establecimiento educativo para los hijos.