El héroe modesto de las democracias. La imagen de Belgrano entre sus funerales y su centenario (1820-1920)

Alejandro Eujanian

IECH/CONICET, Universidad Nacional de Rosario

Ritos fúnebres, homenajes y evocaciones

La muerte de Manuel Belgrano a las 7,30 de la mañana del 20 de junio de 1820 pareció pasar desapercibida. La Gaceta de Buenos Aires no publicó nada en ese momento, ni tampoco ocho días después, cuando se realizó el entierro en el atrio del Convento de Santo Domingo, al que concurrió un pequeño grupo de familiares y amigos. Tampoco el Cabildo se hizo cargo de los gastos que debieron cubrir sus hermanos. Uno de ellos, aportó el mármol de su cómoda para la lápida en la que solo decía Aquí yace el General Manuel Belgrano. Algunos consideraron ese aparente desinterés como una muestra de ingratitud, que fue denunciada por Fray Francisco María Castañeda en su periódico el Despertador teofilantrópico del 12 de agosto de 1820, Porque es un deshonor a nuestro suelo/Es una ingratitud que clama al cielo/…/Del triste funeral pobre y sombrío/Que se hizo en una iglesia junto al río/En esta capital al ciudadano/Brigadier general Manuel Belgrano…. Un descuido que a su entender no merecía quien había servido con sus nobles virtudes y sacrificios por diez años a la patria. Su muerte en la pobreza y el olvido fue evocado como una prueba de su sacrificio a la causa de la patria. Pero en aquel momento, más que prueba del olvido e ingratitud, fue la crisis política que atravesaba Buenos Aires la que provocó la ausencia de funerales públicos. Durante esos días la atención se había desviado a problemas más urgentes derivados de la inestabilidad política y el enfrentamiento armado contra las fuerzas federales que el 28 de junio, mientras se realizaban sus austeros funerales, derrotaron a las de Buenos Aires en la Cañada de la Cruz como unos meses antes lo había hecho en Cepeda.

Un año después, Buenos Aires había recuperado su estabilidad política interna con el gobierno de Martín Rodríguez y comenzaba a afianzar sus relaciones con las provincias. Parecía el momento adecuado para realizar los funerales que correspondían a un capitán General. En efecto, en ese momento tuvieron el esplendor que no habían conocido los que se les dedicaron a otros hombres célebres de la revolución, como es el caso del vencedor de Suipacha, Antonio González Balcarce, que había fallecido el 5 de agosto de 1819.

El domingo 29 de julio de 1821 se llevó a cabo en la Catedral el funeral dedicado a honrar al ilustre hijo de Buenos Aires ciudadano virtuoso, militar valiente, fiel amigo de su patria, y generoso defensor de la causa americana. Desde el amanecer tronaron los cañones de la Fortaleza, las iglesias repicaban sus campanas y a las 9 de la mañana partía el cuerpo de Belgrano rumbo a la Catedral soberbiamente adornada con velas y banderas que había tomado a los enemigos. Al finalizar la misa, se realizó un banquete en la casa de Sarratea en el que luego de los brindis se decidió pedir al gobierno poner su nombre a un pueblo que debía ser fundado en su homenaje. La intención era evitar que su memoria se perdiese en el olvido y así promover que la nación recogiera su herencia como ejemplo para las nuevas generaciones.

Los atributos del héroe

La transformación de los políticos y militares de las independencias hispanoamericanas en héroes no fue ni automática ni pacífica, sino que en general estuvo durante décadas atravesada por controversias sobre sus méritos y sus defectos. Sin embargo, el caso de Manuel Belgrano es notable por el temprano acuerdo respecto al lugar destacado que ocupaba entre las figuras sobresalientes de la revolución. En este sentido, los funerales de 1821 dieron inicio a un proceso de construcción de su imagen de héroe ejemplar a partir del reconocimiento de atributos particularmente valorados en una Buenos Aires que había perdido su carácter de capital de las Provincias Unidas y que derrotada por los gobernadores de Santa Fe y Entre Ríos, Estanislao López y Francisco Ramírez, había tenido que abandonar sus planes centralizadores. Entre esos atributos, fueron tempranamente destacados su generosidad, patriotismo, honestidad, desinterés por los bienes materiales y las retribuciones simbólicas, dignidad en la derrota y obediencia a la autoridad más allá de los partidos que se disputaban el poder, rasgo que lo colocaba por encima de las disputas facciosas de la primera mitad del siglo XIX.

Por ello, Manuel Belgrano era una figura indiscutida en una época en la que fracasaron las propuestas de homenajear con un monumento a los héroes de la revolución, porque no había acuerdos sobre quiénes debían formar parte de él. Pero su figura se fue consolidando en Buenos Aires como un héroe local antes que nacional, en una época en la que los planes de unidad de todas las provincias habían fracasado.

De todos los homenajes que se le concedieron durante esos años, los que más perduraron fueron los versos que le dedicaron o lo tuvieron como un personaje principal y que fueron reunidos en La lira Argentina en 1824. El libro recogía odas, sonetos y elegías con la intención de redimir del olvido todos los rasgos del arte divino con que nuestros guerreros se animaban en los combates en la gloriosa guerra de la independencia. Entre ellos se encontraban los versos inspirados por los funerales de Belgrano en 1821.

Mientras en otras épocas fueron los artistas e historiadores los que a través de monumentos y biografías homenajearon a los héroes, entre 1820 y 1850 esa función fue realizada principalmente por los poetas. Ellos se encargaron de perpetuar su memoria y transmitirla a las futuras generaciones por medio de una poesía patriótica que destacaba por su función política antes que por sus virtudes estéticas. Una multitud de poemas, de una generación que lo había conocido y más tarde de los jóvenes que recogían los recuerdos de sus mayores, registraron el vacío que dejaba su desaparición: Faltas, Belgrano, faltas, se lamentaba Juan Cruz Varela poco después de su muerte y lo mismo hacía José Mármol varias décadas más tarde, cuando lo recordaba con nostalgia de un pasado heroico que contrastaba con un presente en el que muchos de su generación debieron marchar al exilio: La justicia se acerca religiosa/ a llamar en la tumba de Belgrano; y ese muerto inmortal le abre su losa/alzando al cielo su impotente mano.

De héroe local a nacional

En la década de 1820 Belgrano fue celebrado como héroe de Buenos Aires y el mejor de sus hijos, al mismo tiempo que ocupaba un lugar de privilegio entre los héroes americanos junto con San Martín y Bolívar. Posteriormente, durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, Belgrano fue reconocido tanto por rosistas como por antirosistas como uno de los más destacados hombres de etapa de la revolución y la independencia. Para unos y otros era un símbolo de la legitimidad de su causa, que filiaban a Mayo de 1810. Pero fue recién a partir de la década de 1850 cuando comenzó a ocupar un lugar de honor en la galería de héroes nacionales, junto a José de San Martín. Para ello, fueron muy importantes las Memorias de José María Paz, publicadas post mortem en 1855, y la Biografía de Belgrano, que publicó Bartolomé Mitre en 1857.

El general Paz, que había luchado junto a Belgrano en el Ejército del Norte y luego fue uno de los principales líderes unitarios contra el rosismo, dedicó el primer tomo de sus memorias a reivindicar a Belgrano no solo por sus virtudes morales y sus convicciones revolucionarias sino también por sus méritos militares en Tucumán y Salta, salvando a su juicio la suerte de la revolución. Es cierto que también lo hacía responsable de las derrotas en Vilcapugio y Ayohuma, producto de errores de juicio que en general atribuye a rasgos de su carácter entusiasta, bondadoso y muchas veces ingenuo al momento de evaluar el desempeño de sus subordinados. Por otro lado, Paz narraba un episodio menor de la campaña de Belgrano en el norte que con el tiempo adquiriría un carácter más relevante, el juramento de la bandera en el Río Pasaje en 1813, que años después fue pintado por Prilidiano Pueyrredón.

Dos años después, Bartolomé Mitre escribe una Biografía de Belgrano, en la que agrega a ese juramento un antecedente que aconteció el 27 de febrero de 1812. El acontecimiento es narrado con la majestuosidad de una pintura histórica. El vecindario del pequeño poblado del Rosario reunido y la tropa formada tenían en frente las floridas islas y a sus pies se deslizaban las corrientes del inmenso río, sobre cuya superficies se reflejaban las nubes blancas y azules de un cielo de verano. Una escena nueva, dice Mitre, calculada para impresionar profundamente los ánimos y comprometer à los tímidos en todas las consecuencias de la revolución. Los allí reunidos y el gobierno que expresó su desagrado, lograron ver el significado que realmente tenía, y vieron en él, algo más que el preliminar de la declaratoria de la independencia.

A partir de ese momento, Belgrano quedaría asociado a la creación de la bandera. Ambos como símbolos de unidad nacional en un país dividido por la disputa entre la Confederación Argentina liderada por Juan José de Urquiza y Buenos Aires, que se había constituido en estado libre e independiente al tiempo que rechazaba la Constitución jurada por el resto de las provincias en 1853.

Disputas y consagración del héroe

Durante los cincuenta años posteriores a la revolución, y como otros personajes ilustres de aquellos años, Belgrano había tenido sus críticos. Algunos ponían en duda sus méritos militares, otros recordaban el estilo europeo que trajo al regresar de su misión en Londres; había quienes ponían en tela de juicio los excesos que cometió al intentar imponer un rígido código de disciplina militar; y Dalmacio Vélez Sársfield cuestionó su carácter de líder democrático y de guía de los pueblos. Pero sin duda, la mancha que lo acompañó durante más de medio siglo estaba relacionada con su apoyo al monarquismo. Primero, cuando junto con Rivadavia y Sarratea intentaron acordar con Carlos IV el nombramiento de su hijo Francisco de Paula como rey del Río de la Plata; y luego, con su propuesta al Congreso de Tucumán de instalar una monarquía incaica. La respuesta de Bartolomé Mitre a esa crítica, que ponía en duda su fidelidad a la república, buscó poner también a salvo la imagen de San Martín señalando que si bien ambos habían apoyado la monarquía como solución al problema político de las ex colonias, finalmente contribuyeron a la construcción de repúblicas. Otras críticas apuntaron más al propio Mitre como autor de la Historia de Belgrano. Juan Baustista Alberdi y José Hernández, entre otros, lo acusaron de usar a Belgrano para legitimar su imagen pública y de llevar su identificación con el héroe al punto de emular su fracasada campaña al Paraguay.

De todos modos, más allá de esos cuestionamientos, a partir de 1861 la unificación nacional liderada por Buenos Aires contribuyó a la consolidación de la figura de Belgrano y de la bandera como símbolos de unidad nacional más allá de los partidos y divisiones que habían caracterizado la historia argentina hasta ese momento. Durante esa década, su rostro retratado por Carbonnier en 1815 comenzó a circular en estampillas y billetes. Finalmente, el ciclo de instalación de Belgrano en un lugar privilegiado del panteón nacional se cerró el 24 de septiembre de 1873, cuando a los 60 años de la batalla de Salta se inauguraba en la Plaza de Mayo de Buenos Aires su estatua ecuestre realizada en París por Albert Ernest Carrier-Belleuse y Manuel de Santa Coloma. El sentido de la escultura buscaba reafirmar el lazo que unía a Belgrano con el acto de creación de la bandera nacional y ese fue el rasgo que resaltaron los discursos que pronunciaron Bartolomé Mitre y Domingo F. Sarmiento, en su condición de Presidente de la Nación. En ambos casos, se lo presentaba como un hombre común que no se había destacado por su genio, sino porque había realizado con patriotismo la misión que le había tocado desempeñar, lo que lo convertía, según Mitre, en el tipo ideal del héroe modesto de las democracias.

Belgrano monumental

Hasta mediados de la década de 1850 solo la calle Belgrano que pasaba junto a la vieja casa familiar en la que falleció recordaba su nombre en la ciudad de Buenos Aires. Recién en 1855 se fundó el pueblo de Belgrano que había sido proyectado en 1821 al norte de la ciudad. En 1858, por encargo municipal a Jaime Palet, se erigió en Luján una columna dórica de 14 metros de alto sobre la que se colocó un busto, que se conserva en el Museo creado por Enrique Udaondo. Posteriormente, a partir del mencionado de la Plaza de Mayo, la erección de monumentos dedicados a Belgrano en diversas ciudades del país contribuyeron al reconocimiento de su lugar privilegiado en la historia nacional, solo comparable al de San Martín. En cuanto a su sepulcro, en 1855 se había cambiado la austera y gastada lápida hecha con el mármol de una cómoda familiar en la que se había grabado Aquí yace el General Belgrano, como única referencia al lugar en el que se hallaba alojado su cuerpo en el atrio de la Iglesia de Santo Domingo. En 1895, por iniciativa de algunos estudiantes se promovió una colecta con el fin de recaudar fondos para levantar un mausoleo en el que depositar sus restos y así reparar el olvido que sufrió su sepultura. La obra encargada al escultor italiano Ettore Ximenes se inauguró el 20 de junio de 1903 en el atrio de la misma iglesia y buscaba representar a través de las alegorías tanto su genio militar como su rol como promotor del pensamiento ilustrado. Mientras que los bajorrelieves representan la creación de la bandera y su triunfos militares en Tucumán y Salta. Finalmente, una cinta con la leyenda en latín Studis Provehendis hacía referencia a la donación que realizó para la construcción de cuatro escuelas en las provincias del norte, con el dinero del Premio de 40.000 pesos que le otorgó el gobierno por el triunfo en la batalla de Salta en 1813.

Mientras tanto, al éxito de su imagen asociada a la creación de la bandera nacional, contribuyó también la apropiación de ese episodio por Rosario, una ciudad que crecía aceleradamente impulsada por su puerto y la llegada de inmigrantes pero que carecía hasta ese momento de un pasado ilustre. En 1862, se celebró por primera vez el cincuentenario de aquél acto fundacional y la ciudad inauguraba su escudo en el que evocaba aquel acontecimiento. Durante años, Rosario buscó ese reconocimiento nacional y con ese fin proyectó mantenerlo en la memoria a través de la erección de monumentos. El primero lo impulsó Nicolás Grondona en 1872. Se trataba de dos modestas pirámides, una en la isla frente a la ciudad, donde se había establecido la batería independencia; y la otra sobre la barranca, donde estuvo ubicada la batería libertad. Esta última estaba ilustrada con inscripciones que hacían referencia al lugar en el que se había enarbolado la bandera, a Manuel Belgrano y las batallas que libró, y también a otros héroes civiles y militares de la independencia. En las décadas siguientes la iniciativa de un monumento a la bandera que homenajeara también a su creador se retomó en varias oportunidades. Después de varios contratiempos y reformulaciones del proyecto, se inauguró el 20 de junio de 1957 el Monumento a la Bandera.

Belgrano en su centenario

En 1920, cuando se celebró el centenario de su fallecimiento, el país se había transformando notablemente. El régimen político avanzaba hacia una democracia ampliada que había habilitado el triunfo de Yrigoyen en las elecciones de 1916, la población se había transformado por la llegada de inmigrantes de diversos lugares del mundo y económicamente el país se había integrado al mundo como exportador de productos agropecuarios. Sin embargo, al momento del centenario de su muerte, el país atravesaba los efectos de la primera posguerra, que entre 1917 y 1921 provocó dificultades económicas que generaron fuertes conflictos sociales.

Esas circunstancias marcaron los homenajes en los que fueron resaltadas una vez más las virtudes ejemplares de Belgrano como ciudadano, pero sobre todo se buscó a través de su imagen mantener vivo el sentimiento de veneración a las glorias y tradiciones argentinas, según declaraba el decreto presidencial firmado por Hipólito Yrigoyen en el que establecía los lineamientos de las celebraciones. Fue en su carácter de emblema de la nacionalidad que Belgrano será esta vez evocado en un contexto signado por ese clima de crisis del que algunos dirigentes sociales y políticos responsabilizaron a los extranjeros y cuyo clímax se había producido pocos meses más del decreto presidencial, durante la llamada semana trágica de 1919.

Para ello, y con la intensión de estimular la educación cívica del pueblo, los actos programados pusieron principal atención a las escuelas como espacios para promover esos sentimientos patrios por medio de concursos, actos de homenaje, la enseñanza de los hechos y lugares de memoria, con excursiones y visitas a los sitios, museos o monumentos históricos que rememoren momentos de su vida. Se esperaba de este modo llegar a los padres de los alumnos y a los vecinos de las escuelas, exteriorizando así una común y justiciera exaltación patriótica a través de la figura de quien era reconocido como uno de los fundadores de la nacionalidad.

En cuanto a las celebraciones públicas, se desarrollaron a lo largo de los días 18, 19 y 20 de junio, durante los cuales se pidió que se embanderen edificios, tranvías, locomotoras y embarcaciones ancladas en el puerto, y las vidrieras de las casas de comercio. También se solicitó que todos los ciudadanos usen escarapelas y se decoraron todos sus monumentos. Para darle proyección nacional se estableció que en todas las ciudades y pueblos de la República se diera difusión a un manifiesto sobre la Bandera de la Patria, cuya redacción estuvo a cargo de Joaquín V. González. En su oración se recuperaban los valores de unión y vínculo entre generaciones que se le habían atribuido a su figura a lo largo de un siglo.

Referencias bibliográficas

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