Nicolás Arata

Universidad de Buenos Aires.

Universidad Pedagógica Nacional.

Sociedad Argentina de Investigación y Enseñanza en Historia de la Educación. SAIEHE.

Noticias históricas sobre el gobierno escolar en la provincia de Buenos Aires

Resumen

La conmemoración de los 140 años de la Ley n° 1420 ofrece una oportunidad para repasar la compleja y rica tradición ligada al gobierno escolar acuñada por la sociedad bonaerense a lo largo de su historia. Un ejercicio como este puede obedecer a distintas razones: determinar la existencia de leyes que -directa o indirectamente- oficiaron de antecedentes a la Ley de Educación Común sancionada en 1884; comprender cómo se resignificó la noción de educación popular a lo largo del tiempo; identificar cómo se cristalizaron en sucesivas normativas los modos que adoptaba el gobierno escolar promoviendo, resignificando o desestimando la participación de la ciudadanía, entre otros asuntos.

Este artículo ensaya, brevemente, dos aproximaciones. Por un lado, introduce algunos elementos para conceptualizar qué se entiende por gobierno escolar. Por el otro, reconstruye sintéticamente su devenir en territorio bonaerense hasta la federalización de la antigua capital provincial. Con ello, acerca un aporte a los esfuerzos realizados por el campo de la historia de la educación para dar cuenta del rico conglomerado legal que -a lo largo y ancho del país- sentó las bases sobre las que se configuró, posteriormente, el sistema educativo nacional.

Palabras clave

Gobierno escolar, Antecedentes legales, Legislación escolar, Buenos Aires.

Apuntes sobre el gobierno escolar

Acaso la primera condición del gobierno escolar a resaltar es su función estratégica. Existe una relación funcional entre los procesos de escolarización y la configuración de un gobierno escolar capaz de conducirlos. Los elementos que concurren en su configuración son resueltamente heterogéneos: artefactos, tecnologías y reglamentos, mediados por saberes, procedimientos y prácticas específicas. Las mismas son emplazadas por diferentes “figuras de autoridad”.1 Es esperable que quien detente una posición hegemónica dentro del campo educativo exprese su capacidad para componer y ensamblar estas fuerzas y hacer efectivos los objetivos trazados. Asimismo, una voluntad política es el resultado de una construcción coral integrada por actores (partidos, organizaciones gremiales, burócratas, etc.) que, lejos de convivir armoniosamente, entran en tensión, contienden y se ven forzados a negociar.

Un factor determinante para la puesta en marcha de una ley descansa en las relaciones entre el Estado y los grupos sociales que “entienden” en educación. En este sentido, el gobierno escolar no es sinónimo de estatalidad -como si fuese el Estado el único agente que interviene en su desenvolvimiento-. Tampoco puede ser reducido a los ejercicios ligados a su administración. En cambio, el gobierno escolar puede pensarse como un tipo de racionalidad que, siguiendo la definición de Foucault (1997), tomó el problema político de la población como su objeto particular desplegando una “capacidad de control y conducción sobre una serie de sujetos, discursos, regulaciones, recursos, prácticas e instituciones” (Rivas, 2004, p. 72). Estas acciones tienen lugar en el marco de relaciones de fuerzas que se producen en y más allá de la esfera estatal, interviniendo en una población sobre la que se despliega una “economía de la dominación de enormes consecuencias” (Caruso, 2005, p. 25).

Una aproximación clásica al problema del gobierno escolar consiste en reconstruir sus marcos legales, entendiendo por éstos al entramado de leyes, disposiciones oficiales, circulares, reglamentos y decretos. Pero el asunto también puede abordarse estudiando el papel de las organizaciones sociales que desempeñan roles intermediarios, complejizando la figura clásica del Estado asumido como un gran Leviatán que operó sobre una sociedad civil dócil y pasiva. En efecto, la escolarización demandó la incorporación de nuevas competencias y saberes por parte del Estado tanto como el despliegue de las capacidades de la sociedad, que se apropiaron y comprometieron con el gobierno de la educación (Dussel, 2012).

La complejidad que fue adoptando el gobierno escolar dio lugar a una progresiva diferenciación y especialización de las funciones y roles que debía acreditar cada agente involucrado en su gestión y gobierno. Paradójicamente, un modelo educativo que postulaba lo común como el horizonte de sus intervenciones requería, para su funcionamiento, establecer cada vez más jerarquizaciones y escalafones entre sus funcionarios.

Ian Hunter sugiere estudiar el gobierno escolar concentrándose tanto en las contingencias como en las técnicas culturales, institucionales y modalidades de reflexión disponibles producto del encuentro de dos tecnologías radicalmente autónomas: “un aparato de gobierno que buscó la transformación social de la ciudadanía, de acuerdo con los objetivos del Estado; y un sistema de disciplina pastoral que funcionó inculcando los medios de la autorreflexión y el autocultivo éticos” (Hunter, 1998, p. 92).

Dicha perspectiva no implica renunciar a una lectura del proceso histórico particular, cuyo desenvolvimiento puso en juego diferentes proyectos de nación. Para el caso argentino, una de sus notas características fue la adopción de una “temprana opción republicana” que, lejos de transitar por una vía única hacia la consolidación del poder, “abrió alternativas diversas [en las que] se ensayaron formas muy distintas del ejercicio de la autoridad” (Sábato, 2003, p. 10). El ámbito educativo fue -en ese sentido- campo orégano para efectuar diferentes propuestas en torno a la construcción de la autoridad pedagógica, como demostró cabalmente Adriana Puiggrós (1990).

Un último punto: las formas de organización del gobierno escolar fueron también resultado de las iniciativas impulsadas por ciudadanos y ciudadanas de a pie. Ello implicó múltiples articulaciones e interacciones a nivel territorial; verdaderos enclaves donde diferentes instancias gubernamentales y agentes de la sociedad disputaron sentidos y combinaron esfuerzos para impulsar procesos de escolarización de los cuales la sociedad, el Estado, los territorios y la propia educación saldrían transformados.

La historia legal de la provincia
en una nuez

Hasta finales del siglo XIX, el gobierno de las escuelas bonaerenses –ciudad y campaña– estuvieron a cargo de diferentes instituciones: organismos municipales, universidades, grupos vecinales, sociedades religiosas, caritativas y filantrópicas. A grandes rasgos, coexistieron dos tendencias en la conducción escolar: una que proponía un gobierno tutelar sobre la población mediante diferentes figuras de estatalidad, y otra que reivindicaba la capacidad para ejercer el autogobierno educativo de manera directa o a través de instituciones cuyos miembros fuesen elegidos por el voto directo o mediante mecanismos estatutarios.

Cuando se federalizó la ciudad de Buenos Aires en 1880, las instituciones nacionales debieron establecer una regulación específica para la nueva jurisdicción. Una revisión de aquel proceso revela que prevaleció más un trabajo de readecuación de la legislación educativa existente que una ruptura absoluta con el orden legal previo. Aquellas líneas de continuidad podrían expresar desde una limitación para construir alternativas a los modelos heredados, hasta el convencimiento de las autoridades nacionales respecto de la solidez legal existente. Un ejemplo en este sentido es la vigencia, hasta bien entrada la década del 90, del plan de enseñanza sancionado en 1876, sin que este fuese sustancialmente modificado.

La configuración del gobierno escolar se comprende mejor repasando los antecedentes legales que rigieron a las escuelas emplazadas en territorio bonaerense entre fines del siglo XVIII y el siglo xix. Al colocar la atención en la “mediana duración” pueden contrastarse diferentes formas de gobierno de la educación (un ejercicio que revela información interesante sobre la supuesta “progresividad” del sistema educativo) e identificar cómo en cada período coexistieron al menos dos –y en ocasiones, hasta cuatro– modalidades gubernamentales diferentes.

No es arbitrario comenzar caracterizando las modalidades educativas creadas con el Virreinato del Río de la Plata en 1776, sentando las bases de un modelo de educación ilustrada frente al cual los pedagogos del siglo xix –e incluso del temprano siglo XX– continuaron asociando con los fundamentos de la educación moderna argentina. El presidente del Consejo Nacional de Educación sostenía –a propósito de los antecedentes que nutrieron la Ley n° 1420– que “Desde el [Real] Consulado viene la tendencia y nacen los primeros actos públicos, en que oficialmente se muestran los deseos de fomentar, engrandecer y generalizar la instrucción pública” (MCNE, 1888, p. 2).

Hasta la disolución del Virreinato, podían distinguirse al menos tres formas de gobierno de la educación. La primera eran los cabildos, responsables de otorgar las licencias a los maestros que ofrecían sus servicios para abrir una escuela y enseñar. El Real Consulado, por impulso de Manuel Belgrano, fundó escuelas profesionales de náutica y dibujo para formar aprendices, con espacios, reglamentos y profesores propios. Pero el peso principal de la educación recayó en el tercer agente colonial: las órdenes religiosas. Hasta su expulsión en 1767, los jesuitas fueron quienes se destacaron sobre el resto de las órdenes, ya que no sólo contaban con una reglamentación propia y un plan de enseñanza probado –la Ratio Studiorum–; además gozaban de un amplio reconocimiento social.

El desmoronamiento del orden colonial tardó en ser reemplazado por un proyecto político estable. A partir de 1810, el cabildo expresó una preocupación más activa por la suerte de la educación y creó una comisión examinadora que visitó las escuelas de primeras letras, relevando los métodos de enseñanza, las condiciones del local, el empleo de catecismos, llegó ocasionalmente a enviar útiles (Bustamante, 2007) e imprimió el Contrato Social de Rousseau para su enseñanza. Una lectura –a ser contrastada con un renovado trabajo de archivo– sostuvo que la demanda de atención, recursos materiales y económicos que requerían los ejércitos independentistas, sumada a la inestabilidad política que caracterizó la segunda década del siglo xix, llevaron a un estancamiento de estas iniciativas.

Con el triunfo de la causa americana, llegó también un breve tiempo de prosperidad a Buenos Aires. El 1° de febrero de 1820 tuvo lugar la batalla de Cepeda, donde las fuerzas de Estanislao López y Francisco Ramírez pusieron fin al Directorio y al Congreso Nacional. Ese año, las autoridades porteñas alcanzaron un pacto con las fuerzas litoraleñas “iniciando una nueva etapa en la que Buenos Aires, […] se erigió en Estado soberano y autónomo organizado como una república representativa” (Wasserman, 2013, p. 155). Durante el gobierno de Martín Rodríguez (1821-1824) y de su sucesor, Bernardino Rivadavia (1824-1827), se introdujeron numerosas reformas sociales que alcanzaron a la instrucción en todos sus niveles. Una de las decisiones más significativas fue la sanción, en 1822, de un decreto que establecía la obligatoriedad de la enseñanza primaria, disponiendo que cualquier niño que se encontrara en un lugar público durante el horario escolar debía ser conducido por la policía a la cárcel.

Tomando elementos de los modelos humboldtiano y napoléonico, se fundó la Universidad de Buenos Aires (1821). Dentro de su estructura se creó un Departamento General de Escuelas. Desde allí se dirigió la instrucción elemental, instituyendo el sistema lancasteriano como método de enseñanza oficial. La inspección era desempeñada por la policía y la Universidad. En 1825 el Departamento estuvo a cargo de un director general, pasando al año siguiente a manos del vicerrector, quien fungiría como Inspector General de Escuelas. La sobrecarga de trabajo llevó a Valentín Gómez –rector de la Universidad– a reconocer que las autoridades universitarias no contaban con suficiente tiempo para dar cuenta de las necesidades de la educación elemental. Sin embargo, la centralización del gobierno escolar tampoco impidió que uno de sus directores –Pablo Baladia– ejerciera el cargo y, simultáneamente, abriera una escuela de su propiedad.

La otra creación del período estuvo orientada a la educación de las mujeres. La Sociedad de Beneficencia (1822) expresó un nuevo tipo de sociabilidad dando lugar a asociaciones civiles vinculadas al fomento de la educación elemental (Caruso & Roldan, 2011).2 La Sociedad venía a cubrir un vacío: la ausencia de escuelas públicas para mujeres. El nivel de eficiencia que demostró tener la Sociedad puede medirse, entre otros indicadores, a partir de la cantidad de insituciones creadas en un tiempo relativamente corto: en 1823, abrieron cinco y dos años después, ya contaban con siete establecimientos.

Con el ascenso de Juan Manuel de Rosas (1828-1852) se puso fin al “atardecer dorado” de la educación inspirada en tradiciones pedagógicas europeas. Aunque más exacto sería decir que las políticas del rosismo terminaron por hacer estallar las tensiones que las atravesaban incluso desde antes del ascenso del líder federal. Las escuelas primarias fueron separadas de la Universidad y se creó la Inspección General de Escuelas, a cargo del presbítero Saturnino Segurola. Esta modalidad de gobierno, que se extendería a lo largo del período “no significó el fin de propuestas alternativas” (Newland, 1992, p. 103). La Sociedad de Beneficencia, una creación rivadaviana, continuó con sus actividades, aunque sin quedar exenta de los vaivenes políticos. La intensidad de los conflictos armados condujo a que, a partir de 1830, el gobierno de Rosas redujese parcialmente el apoyo económico a las escuelas planteando que estas se autofinanciaran mediante la contribución de los padres.

La batalla de Caseros inauguró un nuevo tiempo político con efectos de largo alcance sobre el gobierno escolar. En 1853 se sancionó la Constitución Nacional, que se destacaba por otorgarle un fuerte protagonismo a los estados provinciales en la administración de la educación primaria, convirtiéndose a su vez en un factor decisivo para la reconfiguración de los poderes políticos del ámbito nacional y provincial (Legarralde, 2007).

Cecilia Braslavsky (1982) sostuvo que, a partir de la segunda mitad del siglo xix, quedó cada vez más expuesta la articulación entre las diferentes concepciones de educación popular y los procesos de institucionalización nacional, caracterizando este proceso como una “estatización de la educación popular” articulado por tres niveles: “1) la legislación de la enseñanza primaria común y obligatoria, 2) la creación de organismos encargados de la conducción y de establecimientos para la provisión de la educación primaria; 3) el aumento efectivo y significativo de la escolarización” (Braslavsky, 1982, p. 16).

En la provincia de Buenos Aires, el período abierto tras el enfrentamiento con la Confederación distingue dos momentos. El primero inicia tempranamente: el 3 de marzo de 1852, José Justo Urquiza creó un Ministerio de Instrucción Pública y nombró al frente del mismo a Vicente Fidel López. Durante esta etapa, se planteó un debate respecto a la forma de gobierno educativo en torno a tres grandes modelos: el estatal (centralizando las funciones de conducción de las escuelas en la Universidad), el privado de carácter institucional (cuyo actor principal era la Iglesia) y el popular (a través de las asociaciones vecinales) (Tedesco, 1986). Al mismo tiempo, comenzó a diferenciarse la Municipalidad de Buenos Aires como un espacio cuya especificidad demandaba la creación de una autoridad educativa local. Refiero a la especificidad del espacio urbano ya que, como reconstruyó Lucila Minvielle (2010, p. 32) el gobierno escolar para el sistema educativo de Buenos Aires durante el período 1854-1873 distinguía dos estructuras: la de la municipalidad porteña y la de su campaña.3

En 1854 tiene lugar un acontecimiento clave: la Ley n° 35 del 10 de octubre creó la municipalidad de Buenos Aires y dentro de sus áreas de gobierno (dedicadas a la seguridad, la higiene y las obras públicas) instituyó una dependencia destinada a Hacienda y Educación compuesta por tres representantes. Estos “buenos vecinos municipales” serían elegidos directamente por el voto del vecindario y estarían a cargo de “todo lo concerniente a la ilustración y moral de las personas de ambos sexos, atendiendo al cuidado de las escuelas de primeras letras, a las escuelas de artes, oficios y agricultura” (art. 33 de la Ley n° 37/1854, citado en Giovine, 2002, p. 71). La existencia de dos formas de gobierno escolar –la municipal y la universitaria– “dejaba planteado un conflicto jurisdiccional que se mantendría por espacio de 20 años” (Barba, 1968, p. 53).

La ausencia de personal idóneo, la escasez de presupuesto y la inestabilidad política en poco contribuían a resolver las dificultades que demandaba una red de escuelas donde coexistían instituciones que respondían a diversas lógicas: o eran dirigidas por órdenes religiosas, o estaban sujetas al régimen provincial, o eran regenteadas por las municipales, o eran dependientes de la Universidad o de la Sociedad de Beneficencia.

En esta etapa tuvo lugar la primera incursión en la gestión educativa de Sarmiento en la provincia desempeñándose al frente del Departamento de Escuelas entre 1856 y 1860 y entre 1875 y 1881. Su gestión tuvo una impronta fundacional: elaboró los informes de educación, creó una revista destinada a los docentes que perduraría, resignificada, hasta nuestro presente –los Anales de la Educación Común- y construyó el primer edificio escolar para cumplir específicamente con propósitos de enseñanza del continente (Brandariz, 2010). El aspecto principal de su proyecto de reforma educativa –lograr que todas las escuelas dependieran de una superintendencia, presidida por él– chocó contra la oposición sistemática de las señoras de la Sociedad de Beneficencia y las autoridades del municipio de Buenos Aires.

La segunda etapa tuvo lugar durante el período de Organización Nacional (1862-1880) y puede caracterizarse por el impulso que tres figuras emblemáticas le dieron a distintos niveles educativos: la institucionalización de los Colegios Nacionales bajo la gestión de Bartolomé Mitre (1862-1868) que constituyó “el intento más serio y más exitoso de organizar la instrucción secundaria post-mayo” (Dussel, 1997, p. 19); la presidencia de Domingo F. Sarmiento (1868-1874), durante la cual se crearon dos dispositivos claves del gobierno de la educación: la Ley de subvenciones (1871) y las Escuelas normales (1869). Finalmente, Nicolás Avellaneda (1874-1880) quien -en el plano universitario- impulsó con una ley que lleva su nombre.

Manteniendo la mirada sobre el territorio provincial, en 1862 se resolvió un conflicto entre Buenos Aires y las provincias con la batalla de Pavón. La provincia recién sancionaría una Constitución Provincial en 1873. Los artículos 205 y 206 creaban el marco legal para contar con una ley educativa. La Ley de Educación Común establecida en 1875 fue un punto de inflexión en la historia educativa bonaerense. Cassani sostuvo que la Ley n° 888 había sido el verdadero hito histórico “que dividió de manera tajante la historia de la legislación escolar en dos grandes períodos: antes de 1875 y después” (Barba, 1968, p. 64). Lo cierto es que “Si poblar el desierto no era tan fácil como despoblarlo de indios; tampoco era lo mismo proyectar un modelo en un plano, que realizarlo en su materialidad social” (Pinkasz, 1993, p. 14). Al entrar en vigencia, surgieron los conflictos entre los Consejos de Educación y el Consejo General de Educación en torno a tres aspectos: la fundación de escuelas, los nombramientos de maestros y el control de la calidad de la enseñanza (Pinkasz, 1993, p. 31).

El ministro Malaver impulsó el proyecto de ley en el marco de la Convención constituyente de la provincia, celebrada entre 1870 y 1873. La propuesta recibió el apoyo de educadores ubicados en veredas opuestas. José Manuel Estrada defendía su carácter descentralizado, argumentando que:

es el pueblo el que está más interesado en que las contribuciones que paga sean invertidas en los objetos en que se destinan y esto no puede conseguirse de otra manera que encargando al mismo vecindario contribuyente la administración y vigilancia de los fondos destinados a la administración (Estrada, citado en Pineau, 1997, p. 31).

Las razones a favor de la descentralización sintonizaban con el retorno al municipio como unidad privilegiada para la gestión político-administrativa territorial:

si hemos descentralizado el gobierno municipal dándole a cada municipio la facultad de administrar sus propias rentas, la facultad de atender a todas sus necesidades y vigilar la inversión de sus recursos, ¿qué inconveniente puede haber para que estos Consejos encargados de la educación común, puedan también disponer de las rentas que produzca la contribución especial que se crea para el sostén de las escuelas? (Estrada, citado en Barba, 1968, p. 57).

Su opinión debe entenderse mirando de reojo el proceso de secularización iniciado en 1880. Al igual que Bialet Massé en el Congreso Pedagógico de 1882, Estrada postuló una concepción del gobierno educativo donde el Estado garantizaba la educación pública siempre y cuando se respetase el derecho natural de las familias a educar a sus hijos; de ahí que la forma más eficiente para ejercer ese derecho fuese a través de la participación popular.

La sanción de la Ley n° 888 tuvo lugar el 26 de septiembre y se la puede considerar “el hito central del proceso de formación de su sistema educativo moderno” (Pineau, 1997, p. 24). La Ley colocó el contralor del sistema en manos de la Dirección General de Escuelas, rompiendo la tradición que las unía con la Universidad de Buenos Aires; al avanzar sobre la educación común y mixta, también saldó cuentas con la Sociedad de Beneficencia, que de ahora en más reorientaría sus acciones hacia sectores más específicos de la población.

Un cierre provisorio
(que también vale como advertencia)

Una expresión muy bella del historiador indio Ranajit Guha refiere a la historia como “la historia de los suspiros y los susurros” (citado en Holloway, 2012, p. 39): una historia que se forja día a día y desde abajo, en los espacios cotidianos, donde –como sabemos– pueden encauzarse transformaciones profundas o resistencias al cambio implacables.

La tentación siempre a la mano de una historia apostada en las modificaciones que impulsan las grandes leyes es que suelen extraviar -en su camino- esa verdad incontrastable. De ahí que es importante recordar que las transformaciones histórico-educativas no solo estuvieron marcadas por las iniciativas o la voluntad de “grandes hombres” ni se forjaron a partir de acontecimientos excepcionales. También es fundamental volver la mirada sobre los eventos concurrentes, las intervenciones modestas o los giros imperceptibles traducidos en tendencias pedagógicas de largo plazo.

Sin perder de vista aquello, la provincia de Buenos Aires se debe aún una historia crítica de la educación que dé cuenta de la riqueza de sus leyes, actores e instituciones desplegados a lo largo de los 300.000 kilómetros cuadrados que comprende su vasto territorio.4 Si esta modesta reconstrucción sirve para algo, que sea además para subrayar una evidencia: antes de la sanción de la Ley n° 1420 existía una tradición rica, compleja y diversa de experiencias relacionadas con el gobierno escolar ensayadas en Buenos Aires que oficiaron de antecedentes de la ley que hoy –a 140 años de su sanción– hemos querido conmemorar.

Referencias Bibliográficas

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  1. 1 Las figuras de autoridad componen un abanico de roles que no necesariamente se correlacionan con los atributos que seccionan las prácticas gubernamentales: párrocos, médicos, asociaciones vecinales, padres de familia, damas de caridad, higienistas, entre otros.

  2. 2 Tan sólo entre 1812 y 1823 se fundaron en Buenos Aires la Sociedad Literaria, la Sociedad del Buen Gusto del Teatro, la Academia de Música y Canto, la Sociedad de Ciencias Físicas y Matemáticas, la Sociedad de Jurisprudencia, la Academia de Medicina, la Sociedad de Beneficencia y la Sociedad de Educación Elemental, entre otras. A juzgar por su dilatada trayectoria, la Sociedad de Beneficencia excedió “el mero entusiasmo por la novedad, dando paso a procesos de institucionalización más consecuentes en el campo de la reforma de la educación elemental” (Caruso & Roldan, 2011, p. 21).

  3. 3 Como señalaba quien asumió el cargo de Jefe de Departamento de Escuelas en 1872: “Tenemos hoy tres centros y tres direcciones diversas: la Sociedad de Beneficencia, la Municipalidad y el Departamento General de Escuelas, que, si no son antagonistas, son enteramente independientes unas de otras y se guían por reglas distintas…” (Costa, citado en Minvielle, 2010, p. 33).

  4. 4 Al momento de redactar este ensayo, su autor tomó conocimiento de una iniciativa editorial importante en ese sentido, dirigida por Adriana Puiggrós, impulsada por la Universidad Pedagógica y el gobierno de la provincia de Buenos Aires, que viene a saldar las deudas mencionadas.