José Bustamante Vismara
CEHIS - INHUS – Universidad Nacional de Mar del Plata / CONICET
En noviembre de 1783 en el Libro de Aprobaciones en donde se contienen los exámenes de los estudiantes
del Real Colegio de San Carlos se anota que Manuel Belgrano Pérez fue aprobado tras rendir un examen de Lógica (Belgrano & Instituto Belgraniano Central, 1981: 68). Tal es la primera referencia que encuentro alusiva a la educación formal de Belgrano. Cabe suponer que ingresó a dicho colegio luego de familiarizarse con las primeras letras y la doctrina cristiana en el ámbito doméstico o particular. Nada extraño hay en ello. Hacia 1800 la educación elemental estaba lejos de ser lo que se conocería con el correr del siglo XIX y XX. La mayor parte del proceso de transmisión de conocimientos intergeneracional pasaba fuera de las instituciones escolares. Y ello explica por qué recién con trece años Belgrano aparece en registros educativos formales.
Pero ya entonces había escuelas, maestros y alumnos. De hecho, el vocablo escuela pública
circulaba en ese contexto. Y aunque las experiencias educativas del temprano siglo XIX no fueron un punto neurálgico en las preocupaciones del período, hay elementos relevantes. Reconocer estos procesos permite una distancia y un extrañamiento que puede contribuir a una mirada crítica. ¿Qué características tuvieron aquellas escuelas? ¿Cambiaron con el proceso revolucionario? ¿Qué sabemos de sus condiciones materiales?1
Escuelas del temprano siglo XIX
A fines del siglo XVIII en Buenos Aires hubo algunas escuelas de primeras letras ligadas al cabildo de la ciudad y al de la Villa del Luján. También corporaciones religiosas se abocaron al asunto, así como maestros particulares. Algunas de regular desarrollo estuvieron instaladas en el casco urbano, pero en general el horizonte institucional no ofreció rasgos estables y sobresalientes. En la zona aledaña a la ciudad, conocida como la campaña bonaerense, los establecimientos educativos fueron aún más irregulares.
Aludo aquí a instituciones para varones abocadas a la enseñanza de lectura, escritura, algo de aritmética y, sobre todo, catecismo. La instrucción religiosa tenía un lugar medular, y con ella, los sacerdotes un papel destacado. Sus roles en la evaluación de los maestros y en la administración de las actividades escolares fue muy significativo. Sin embargo no tuvieron un lugar relevante como maestros; aunque no faltaron curas que ejercieron la enseñanza, el mayor porcentaje de los preceptores fueron laicos.
El proceso revolucionario sucedido hacia 1810 no generó un brusco cambio en estas instituciones. El perfil de los contenidos enseñados, las características materiales de las escuelas y sus participantes o las tasas de alfabetización no encontraron modulaciones profundas entre el período virreinal y el temprano siglo XIX. Las novedades se relacionaron con la importancia que tendría lo educativo en lo político, así como en la efectiva expansión de establecimientos que se produciría una vez pasadas las urgencias por la guerra –no solo en Buenos Aires (Bustamante Vismara, 2016)–. La consideración que la educación pública elemental tendría luego de 1810 sería alterada. Formar ciudadanos que conocieran las leyes y pudieran responder a las necesidades republicanas fue una reiterada consigna de la prensa postindependiente. Junto a tal proposición resultaban inaceptables los azotes o las punciones corporales en el marco de la educación formal. Al compás de los cambios alentados por estos discursos hubo impresiones de textos que explicitaron un apego a los nuevos valores revolucionarios. Pero al fragor de las urgencias por la guerra, la apuesta por la formación escolar de ciudadanos republicanos fue más retórica que concreta.
En Buenos Aires hacia mediados de la década de 1810 comenzaron a modificarse coordenadas de tal coyuntura. Se discutieron y promulgaron distintos reglamentos que darían forma a una organización institucional que poco después sería articulada con el Departamento de Primeras Letras en el seno de la Universidad de Buenos Aires. Entonces, además, se produjo la introducción y adaptación del método lancasteriano para la enseñanza elemental (Narodowski, 1999). Hasta entonces los requisitos para la designación de maestros o preceptores se basaban en un somero conocimiento de las primeras letras, así como en la evaluación de las credenciales morales de los candidatos. Con el método mencionado hubo esfuerzos por afirmar el saber pedagógico como un asunto sobre el cual los maestros debían tener preparación. Y aunque el impulso lancasteriano duró poco, la expansión de establecimientos escolares en la década de 1820 en Buenos Aires fue muy significativa. En la treintena de pueblos radicados en la campaña de Buenos Aires se instaló una escuela pública, a las que se sumaron, en algunas localidades, escuelas para niñas administradas por la Sociedad de Beneficencia. Cabe insistir en este dato dado que marca un horizonte relevante: en cada uno de los pueblos de la región hubo, al menos, una escuela.
Se trató de escuelas en las que alumnos, maestros y administradores se involucraron en forma irregular e inconstante. Los maestros tenían una dedicación que no solía durar demasiado; los padres y las madres de los alumnos criticaban el tiempo que demoraban en aprender sus hijos las operaciones más básicas, y preferían emplearlos en faenas rurales; los curas o las autoridades civiles a veces acordaban decisiones, pero en muchas ocasiones se involucraban en disputas que obstaculizaban el desarrollo de las escuelas. Circunstancias a las que se sumaba la generalizadamente insuficiente disponibilidad de infraestructura, muebles o útiles.
Un par de ejemplos de estos procesos. En 1825 se instaló en Chascomús una Sociedad de los Amantes de la Ilustración (AGN, Sala X-6-1-2). Su propósito era reunir individuos que, en forma mancomunada, cooperen para la compra de los periódicos que se publicaban en la capital y, así armar una biblioteca. Mientras que durante los meses de enero y febrero el preceptor estuvo en la capital instruyéndose en el método lancasteriano dicha sociedad recibió permiso para realizar sus actividades en el edificio de la escuela. Pero cuando retornó, los miembros de la sociedad no le libraron el espacio que habían ocupado. Como consecuencia del conflicto, la escuela no funcionó durante varios meses.
La irregularidad en la asistencia de los alumnos es graficada en 1830 por el preceptor Andrés Ayerdi. En un oficio elevado al inspector del área, Ayerdi expresó que los alumnos que iban de mañana no lo hacían de tarde, mientras que otros llegaban fuera de horario o directamente no asistían. De este modo, del total de veintiún alumnos de su establecimiento, diariamente asistían poco mas de diez, cuando no eran menos. Y, lo que completaba el problema era que si vienen hoy a la escuela ocho, mañana faltan de estos mismos, cinco; y en lugar de estos, vienen cinco o seis de los que hoy no vinieron
(AHPBA, DGE, Legajo 8).
Las indagaciones y reflexiones de Ayerdi en su escuela de Ranchos permiten reconocer un rico conjunto de situaciones sobre los alumnos de estas escuelas. Indicó:
Y siempre que les pregunto que hicíeron ayer y antes de ayer que no han parecido por àqui: unos me responden q.e fueron p.r mandado de sus padres p.r carne que para esto estuvieron que andar de estancia en estanc.a p.a poder hallarla; Otros, que los ocuparon en sus casas; Otros por leña; Otros à-rejuntar bosta de ganado para el fuego y tambien para enlodar sus ranchos; Otros en ayudar à buscar los animales de la Hacienda q.e se havían extraviado: y otros que no teniendo mas ropa que la encapillada, la madre tubo q.e remendarsela y mientras tanto fue preciso estarse metido en casa; y otros p.r que enfermó el Padre, ó la madre, y lo detubo para lo que se le ofreciera de mandados. Asi es que hay achaques para ellos venir solo uno ú dos dias ala semana y nó venir en el resto de ella. Con que esto es un proceder infinito. (AHPBA, DGE, Legajo 8)
Las características materiales de estas escuelas fueron concurrentes con lo descripto en los párrafos previos. Eran ranchos, casi siempre alquilados, con paredes de adobe y techos de paja. Entre el mobiliario de la escuela había bancos y mesas –que en muchas ocasiones fueron referidos con el sugestivo vocablo de trenes
–, así como escritorios para los maestros. En ocasiones se menciona algún crucifijo o imagen religiosa. Estos edificios solían tener una pieza anexa en la que vivía el maestro con su familia. Y, generalmente, se ubicaban en cercanías a la plaza y a la iglesia o parroquia. Así, por el contrario, en Pergamino en junio de 1828 se calificó la incomodidad del edificio que se alquilaba por tener un techo demasiado bajo, estar en malas condiciones de conservación y ubicarse distante de la plaza y de la iglesia (AHPBA, DGE, Legajo, 5).
El conjunto de escuelas articuladas y financiadas por el Estado de Buenos Aires se sostuvieron durante buena parte de las décadas de 1820 y 1830. Pero en 1838, en medio de una crisis sin precedentes, el gobierno de Rosas cortó la financiación del rubro y, aunque no se limitó la educación particular, tampoco fue alentada hasta pasada la batalla de Caseros en febrero de 1852 (Newland, 1992).
A modo de cierre
La excusa de recuperar el horizonte institucional existente en la educación elemental del Río de la Plata en tiempos de Belgrano ha servido para aludir a las escuelas del período. No fueron éstas las aulas que transitó Manuel Belgrano. Ni las directrices que redactó para reglamentar el modo en que debían administrarse las escuelas que se fundarían con los $ 40.000 que a modo de premio le entregó la Asamblea del año XIII; constituyen puntos de fluida articulación con el panorama recuperado.
Se trata de una lectura que tensiona algunos de los lugares comunes con que se narra la historia de la educación del siglo XIX y desplaza el nudo de la argumentación: en lugar de afirmar una interpretación general sobre el proceso o bien de justificar interpretaciones desde la prensa y los discursos, se sustenta en el análisis de documentación producida por las propias escuelas y sus maestros. Oficios, inventarios, cartas de padres y madres, ejercicios de alumnos sirven para tratar de recrear una historia social y cultural de la educación del temprano siglo XIX. Una historia que nos permite pensar un tiempo durante el cual la escuela, aunque ya existía, estaba lejos de ser lo que luego sería.
Notas
Referencias bibliográficas
Fuentes
Bibliografía