Vacunación y viruela en la encrucijada del sistema educativo argentino

María Silvia Di Liscia
Universidad Nacional de La Pampa - CONICET

Lucía Lionetti
Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires - CONICET

RESUMEN

Se analiza en este trabajo la relación entre vacunación antivariólica y sistema educativo en Argentina, desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX. La viruela, peligrosa y contagiosa enfermedad epidémica, fue erradicada gracias a la expansión de la inmunidad obligatoria. La escuela pública fue un ámbito propicio para difundir el credo higiénico y la cultura sanitaria de sus alumnas y alumnos y, a través de ellos, conseguir llegar con su mensaje a la sociedad. Un recorrido de larga duración hasta los años sesenta da cuenta de la alianza, la complementación y la persistente labor del discurso y las prácticas médicas, escolares y sanitaristas, en pos de promover los cuidados de la salud y la prevención de enfermedades.

Palabras clave: Salud, Vacunación, Educación, Viruela, Argentina.

INTRODUCCIÓN

a sanción de la Ley n° 1420 de educación común, gratuita y obligatoria en Argentina tuvo un propósito cardinal: educar a la ciudadanía en la virtud republicana. La voz de una maestra normal, Adelaida D’Angelo, una de las tantas voces del magisterio de la época, asumió ese compromiso al expresar que su tarea era la de formar en “la virtud, la inteligencia, la destreza, la fidelidad, la obediencia, la industria, el maximun de salud y robustez física” VOL 2 · N° 1-2ANALES DE LA EDUCACIÓN COMÚN(El Monitor de Educación Común, año XXX, n° 488: 164).1 Una formación integral donde, además de los contenidos de carácter más enciclopédico y memorístico, se buscó transmitir nociones más prácticas. Dentro de ese tipo de contenidos, considerados indispensables para esa educación, se programó la enseñanza básica de los cuidados para el fortalecimiento de la salud corporal. La Ley, sancionada en 1884 durante el gobierno presidencial de Julio A. Roca, y siendo ministro el higienista Eduardo Wilde, indicaba que “Toda construcción de edificios escolares y de su mobiliario y útiles de enseñanza deben consultarse las prescripciones de la higiene. Es además obligatorio para las escuelas la inspección médica é higiénica y la vacunación y revacunación de los niños, en períodos determinados” (Ley n° 1420, Artículo 13°).

En busca de esa preservación integral de la salud, la escuela tuvo una temprana relación con la corriente higienista. Esa convivencia se generó en el contexto del proceso de medicalización, a partir del cual se diseñaron una serie de estrategias tendientes a generalizar hábitos de limpieza en el conjunto de la sociedad. Por aquel tiempo, la dinámica del cambio social, junto a las nuevas dimensiones urbanas, provocaron una serie de problemáticas desconocidas hasta entonces. El crecimiento demográfico mostró una serie de efectos no deseados, producto de la ausencia de las normas básicas de higiene. El hacinamiento, la falta de viviendas y de agua potable provocaron la aparición de nuevas enfermedades. Frente a ese escenario, la escuela no podía estar ausente. La alianza entre el discurso médico y el discurso escolar contribuyó a la difusión de esos preceptos higiénicos buscando preservar la salud del cuerpo social.

De hecho, referentes de la ciencia médica, entre finales del siglo XIX y principios del XX, ocuparon puestos claves de la administración educativa. Tal fue el caso de Eduardo Wilde que estuvo frente a la cartera del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública,2 a la vez, de las sanitarias, como el Departamento Nacional de Higiene (DNH) y la Asistencia Pública de la Capital; y de José María Ramos Mejía que llegó a ocupar el cargo de presidente del Consejo Nacional de Educación (CNE). Esto hace pensar en una coincidencia ideológica y política de los expertos, enraizados en el Estado conservador argentino en los más altos niveles que persistió a lo largo del siglo XX, más allá de los cambios en los elencos gubernamentales. Contribuyó a ello la irrupción de un colectivo médico en pos de una noción incluyente a nivel social, con mayor dependencia de las jurisdicciones provinciales a la Nación, y a través de una noción centralizadora y sanitarista.3

La viruela, peligrosa enfermedad con alto contagio que se trasmite a raíz de un virus, se distribuyó en oleadas epidémicas y preocupó de manera creciente a las autoridades, ya que su distribución acrecentaba, además, la morbilidad y la mortalidad de la población. Esta infección, causada por el virus Variola Mayor, dejaba periódicamente su tendal de muertos o de convalecientes con graves consecuencias, como la ceguera y las marcas que desfiguraban para siempre la piel del rostro y el cuerpo. Pero, a diferencia de otros males que también asolaban el territorio argentino como el cólera, el tifus, la fiebre amarilla o la peste, la viruela tenía a su favor la posibilidad de su prevención. Tal proceso se realizó primero a través de la variolización o inoculación de virus humano de una persona que hubiese tenido la enfermedad y sobrevivido a ella, y llegó al Río de la Plata hacia 1804. La práctica, muy antigua, posteriormente fue reemplazada por la aplicación del Cow Pox, o viruela vacuna, a través de experiencias sucesivas con animales realizadas por Edward Jenner en Gran Bretaña, ya a finales del siglo XVIII. De esta manera, se generó un producto denominado “linfa vaccínica” o vacuna a secas, tal y como se la denominó en el siglo XIX.4

Existe una importante historiografía sobre la relación entre higiene y educación, considerando la escolarización como punto central (Lionetti, 2007, 2009, 2017; Álvarez & Reynoso, 2011), la labor de las élites médicas y pedagógicas (González Leandri, 2006 y 2020), la organización institucional higiénica (Biernat, 2015; Di Liscia, 2010), la situación particular de la pediatría como especialidad (Rustoyburu, 2019; Colángelo, 2019) y la vacunación antivariólica en relación al contexto nacional (Di Liscia, 2017, 2021), pero son más escasas las conexiones entre educación e higiene en el contexto escolar. Nos interesa en este trabajo concentrarnos en esa alianza entre la educación y el cuidado de la salud, atendiendo a dos aspectos en particular: la enseñanza y transmisión de los saberes higienistas y la extensión de la vacunación antivariólica a partir del espacio escolar. El período abarca desde la organización del CNE hasta mediados de los años sesenta, cuando se establecen los ejes de las campañas de erradicación de la viruela, y en los cuales hemos hecho énfasis en otros trabajos (Di Liscia, 2021).

Las fuentes utilizadas permitirían un abordaje desde distintos puntos de vista, aunque por sus características se corresponden sobre todo a tesis médicas y publicaciones del DNH, textos escolares, manuales y de otras revistas oficiales, como El Monitor de Educación Común (MEC) y la Revista de Educación Sanitaria, dependientes del CNE.

ESCUELA E HIGIENE, UNA CONEXIÓN TEMPRANA

Desde fines del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, los discursos troncales del higienismo, y luego de la eugenesia y del sanitarismo, ganaron terreno en el ámbito académico, confluyendo en el campo escolar y en los claustros de los colegios normales, en donde se formaban los maestros y maestras bajo la égida de lo que ha sido definido –de un modo un tanto monolítico– como el positivismo pedagógico. De ese modo, el saber higienista encontró un espacio ideal –aunque no siempre se consiguieran imponer de modo lineal– para transmitir y buscar inculcar ciertas prácticas reguladoras sobre las conductas, tanto grupales como individuales, más que enseñar conocimientos específicos referidos a la anatomía y la fisiología (Lionetti, 2007).

En 1880, se organizó el DNH con potestad desde 1891 en la Capital Federal y los Territorios Nacionales, y entre cuyas funciones estaba la lucha epidémica. En las catorce provincias históricas existían Consejos de Higiene y en la Capital Federal se creó la Asistencia Pública, que incluía la tarea de vacunación antivariólica. Al frente del DHN estuvieron reconocidos facultativos de una nueva generación, tanto de perfil político como técnico, como los ya nombrados Ramos Mejía y Eduardo Wilde, además de Carlos Malbrán, José Penna, Gregorio Araoz Alfaro y Miguel Sussini. A ellos se agregaron especialistas en higiene y demografía, como Emilio Coni. En 1913, se crearon Asistencias Públicas en los Territorios Nacionales con similares propósitos higiénicos.

Por su parte, el sistema educativo nacional contó con el CNE, creado en 1881, que tenía un declarado afán centralizador y elevado presupuesto. Sin embargo, su interacción con gobiernos provinciales y vecindarios, que continuaron asumiendo responsabilidades educativas fundamentales, generó permanentes debates sobre la alternativa entre un gobierno educativo estatal y las bondades de uno societal, con arraigo en la tradición docente, pero de compleja ejecución.

Se esperaba que la acción coordinada de todos esos organismos de la administración pública contribuyera a difundir el anhelado progreso, ligado al desarrollo de la ciencia. De la mano de esa proyección se pensaba en la eficacia que se alcanzaría con la difusión del mensaje higiénico como un medio para la rectificación de la salud del cuerpo social. De allí que, personajes como el médico higienista Emilio Coni proyectara una ciudad ideal, en donde los problemas generados por la expansión del capitalismo –crecimiento urbano, desarrollo industrial, expansión de las enfermedades– eran reducidos a problemas sanitarios y ambientales (Armus, 2007).

En 1887, en uno de los primeros intentos de formalizar un discurso institucional sobre las necesidades y los logros sanitarios del país, hizo referencia específica a la inspección de escuelas e institutos, para evitar sobre todo el contagio de enfermedades infecciosas (y promover un ambiente saludable, con espacio, aire, calefacción y luz que hiciese adecuado el sitio para la educación). En las primeras inspecciones formalizadas en Capital Federal se mencionaban edificios donde funcionaban escuelas que originalmente habían sido construidos para casa de familia y, por lo tanto, adolecían de defectos graves, y en la provincia de Buenos Aires se declaraban como escuelas públicas casuchas de madera donde se hacinaban los niños. La importancia de las inspecciones escolares era evidente, ya que las escuelas, como las viviendas, las cárceles y los mismos hospitales, eran centros donde se concentraban los virus y las bacterias y se transmitían las dolencias infecciosas (Di Liscia, 2004). Tal parecía que, aquellas escuelas distaban mucho de ser el “anfiteatro del ser infante” caracterizado como:

un amplio edificio de elegantes formas y detalles al que asiste el niño pobre como el rico, donde se suaviza las diferencias de las clases sociales [...] sino que es también una condición de nuestra democracia, que necesita del molde común de la escuela para formar la sociedad homogénea que [...] haga posible el régimen representativo de gobierno y evite las catástrofes (La Nación, 1° de enero de 1893).

Si desde ampulosos discursos se promovía que los edificios escolares fueran acordes para favorecer “armónicamente el desarrollo físico y moral de los escolares” imprimiendo “ideas y costumbres de orden, economía, estética y buena gobernación” (MEC, 1887, año VI, n° 114), no menor fue el entusiasmo que se advierte en los pequeños relatos transmitidos en los textos escolares. Se esperaba que la contundencia de esos mensajes fuera aprehendida por la niñez escolarizada y, a través de ella, las familias de los sectores populares incorporaran esos consejos del credo higiénico. Solo a modo de ejemplo, uno de los tantos fragmentos de uno de esos textos:

La limpieza y el aseo favorece el desarrollo del cuerpo [...] Nuestro cuerpo, la ropa interior y externa, las habitaciones en que vivimos. Aquellas en las que comemos, deben estar limpias y ventiladas a fin de que el aire se renueve en ellas. El baño frío, tomado al levantarse, especialmente de lluvia es muy sano. El aseo da vigor y fuerzas. Gran parte de nuestras enfermedades provienen del exceso de comer ya por la mala calidad, ya por la cantidad de lo que se come. Debemos tomar aquello que sea necesario para vivir [...]Entonces tenemos que: por medio del aseo conservamos la limpieza, por la sobriedad damos a nuestro cuerpo lo que necesita para vivir, y por medio de la gimnasia desarrollamos los órganos del cuerpo que necesitamos conservar [...] siempre que faltamos a uno de esos deberes obramos mal [...] tenemos deberes que cumplir para con nuestra familia, para nuestros amigos y para la sociedad (La Escuela Moderna, 1915: 54).

Como ha sugerido Le Breton, las representaciones del cuerpo y los saberes acerca del mismo son tributarios de un estado social, de una visión del mundo y, dentro de esta última, de una definición de la persona. El cuerpo es una construcción simbólica, no una realidad en sí mismo, no solamente es una forma biológica y/o natural, sino también un constructo histórico-cultural. En tal sentido, la institución escolar fue protagonista de la difusión de los saberes de aquel contexto en torno al cuerpo, su cuidado y protección. Por entonces, el cuerpo de la niñez sugería la imagen de un cuerpo que puede ser pasible de corrección, de ajuste y encauzamiento. El gesto pedagógico revela la premisa del potencial de la educación como rectificadora de aquello que se ha desviado. De allí que se difundieran esas nociones elementales en torno al conocimiento del cuerpo humano, su cuidado y la influencia de los agentes naturales en la conservación de la salud. Por cierto, no menor era el énfasis respecto a los consejos orientados a remarcar los efectos perniciosos del consumo de bebidas alcohólicas, el tabaco y el uso de algunos trajes y afeites por parte de las jovencitas. En ese sentido, una mención particular merece la atención que se prestó a que las niñas aprendieran las sencillas nociones de “Higiene, Fisiología y Medicina”, puesto que ellas eran las “guardianas de la república”. Las “hijas del pueblo” debían ser formadas en el “arte de manejar, dirigir o gobernar la casa y la familia” (Lionetti, 2017: 313). Un aspecto nodal de esa formación era formar a las futuras “madrecitas” en el imperativo del orden y la higiene dentro del espacio doméstico.

Pero la misión de la escuela no acababa en difundir el evangelio higiénico. Se dio un paso más. Muchos de los escolares residentes en ciudades como Buenos Aires o las escuelas de la provincia pasaron por la mirada escrutadora de esos nuevos “sacerdotes de la ciencia”, siendo observados, medidos, examinados, clasificados, seleccionados, vigorizados, medicalizados, moralizados y protegidos por métodos “naturales” de enseñanza y por ambientes formativos propicios para revertir taras hereditarias. A partir de ese seguimiento, confeccionaron las historias clínicas en las que se detallaban antecedentes familiares y todas las particularidades observadas (Lionetti, 2009; Cammarota, 2016).

Indudablemente, ese proyecto de socialización de hábitos de comportamiento que consagraba la salud física tuvo un alcance relativo en los sectores de la población urbana y rural, que evidenciaban altas tasas de morbilidad y mortalidad y baja esperanza de vida. El problema era llevarlo a cabo con las condiciones materiales con que se contaba en aquellos tiempos: la mayoría de las familias argentinas preparaba los alimentos, lavaba y limpiaba el hogar, las vestimentas y sus personas, y carecía de baños y retretes o cocinas apropiadas. Se vivía en pequeñas, sucias y mal ventiladas habitaciones de inquilinatos o rancheríos, sin posibilidades de acceder a las ventajas técnicas profusamente publicitadas. La medicina de entonces exigía a los sectores populares un mandato higiénico para hacer frente a las epidemias, pero no se visualizaban claramente los recursos para lograrlo, ya fuera proponer salarios adecuados para acceder a hogares en condiciones, o contar con agua, cloacas y recolección de residuos para los barrios más carenciados. En las escuelas, esa responsabilidad pasaba de las familias o individuos al Estado, quien no podía allí delegar el mandato higiénico sino asumirlo en sus más amplios sentidos, dado que el contagio también se centraba en esos ámbitos. Por eso, creemos que esa insistencia se develó en dos sentidos: de la principal agencia educativa a las familias, y también, hacia otros organismos públicos como el DNH, fortaleciendo aún más la férrea conexión higienecivilidad en Argentina. Pero para lograrla, había que salvar otros obstáculos, como la negativa de muchos a vacunarse ellos y sus familias.

3. ENTRE LAS RESISTENCIAS Y LA OBLIGACIÓN: LAS CAMPAÑAS DE VACUNACIÓN

En 1886, la tesis de un futuro médico, Alejandro Amoretti, indicaba que la oposición a la vacunación antivariólica en Buenos Aires, se debía a:

La ignorancia del pueblo y la propagación de ideas erróneas. Muchos se niegan a esta profilaxia y privan a la nación de elementos que le son tan necesarios para el progreso nacional. Al gobierno le corresponde propender con leyes a que la vacuna se difunda en todo el territorio y si es posible, que se establezca obligatoriamente (Amoretti, 1886: 8).

Ahora bien, Amoretti comentó en su tesis las experiencias como ex practicante de la Administración municipal de vacuna en Buenos Aires, que dependió de la Asistencia Pública porteña. En ese momento, se citaba la reluctancia del pueblo, la “incuria de la población”, de madres, sobre todo, que no permitían que se vacunase a sus hijos, todos “gentes ignorantes” que no daban crédito a los consejos “desinteresados y sanos” de los médicos que estaban en contra de la “pésima costumbre de hacer vacunar por la partera” (Amoretti, 1886: 86). Los más acomodados, decía el mismo profesional, llamaban a un médico de manera privada, y no asistían a las oficinas del Conservatorio de Santa Catalina, donde la vacuna era gratis y de buena calidad (Amoretti, 1886).

La inoculación podía introducir en un individuo sano, enfermedades graves, como la sífilis o tuberculosis, pero estos “accidentes con vacunas” se habían producido en el pasado, cuando se utilizaban técnicas no seguras, y la vacuna había sido colocada por manos inexpertas. Amoretti citaba largas polémicas que habían rebotado en la prensa, sobre todo de “enemigos” de la vacuna de brazo a brazo o con el virus “humanizado” (es decir, variolización o inoculación). Mucha gente sentía verdadera “repugnancia” por ese sistema y se abstenía de concurrir a la administración, donde ya se empleaban vacunas más seguras a través del virus de Cow Pox, “conservadas en tubos” (Amoretti, 1886: 68-69).

Este proceso, narrado desde la experiencia de un practicante que colocaba vacunas en Buenos Aires hacia 1880, nos permite entrever una lógica médica que va entre el desagrado y la impotencia, dada la incapacidad de extender la medida frente a los cambios técnicos logrados con la vacunación. Y a la vez, observar que en esta narración se describe a un conjunto muy amplio de la población porteña (por entonces, la más “cultivada” del país), donde tanto entre los más pobres como entre los más acomodados, la vacunación seguía siendo un hecho privado, y cuando el Estado avanzaba para intentar regularlo, se tornaba en sospechoso e inseguro.

Por ello podemos comprender la resistencia a que la vacunación fuese obligatoria, lo cual se logró en la Provincia de Buenos Aires en 1886, tras arduos e intensos debates, y tras vencer la oposición de ciertos colectivos médicos (Di Liscia, 2011). Se extendió su obligatoriedad en los Territorios Nacionales y la Capital Federal recién en 1903, bajo la égida del DNH. Los Consejos de Higiene provinciales aceptaron incorporar esta medida sin que fuese necesaria –o posible– hacerlo bajo una legislación nacional, que se intentó aprobar de manera infructuosa años después.

La vacunación se visualizaba como una práctica indudablemente mo-derna e impactaba de manera favorable entre la nueva generación consolidada en el cambio de siglo.5 Si bien las prácticas de inmunización como las de la antivariólica anteceden la “era pastoriana”, han sido vinculadas estrechamente con la generación científico médica de investigadores, en especial europeos, dedicados al examen micro y/o bacteriológico en laboratorios. En Argentina los vínculos con estos investigadores son contemporáneos y obedecen a un interés creciente de los científicos locales en replicar, aplicar o actualizar los experimentos europeos (Cueto & Palmer, 2015).

De acuerdo a las autoridades educativas, el compromiso ante la escolarización universal creada por la Ley de Educación no debía implicar riesgo alguno para los niños, sobre todo, en la exposición y el contagio de viruela y otras enfermedades. Por lo tanto, era el CNE quien debía controlar, a través de su cuerpo médico, que las instituciones mantuviesen condiciones higiénicas, y en caso de infecciones, proceder al aislamiento del personal y de los escolares, y a la clausura si fuere necesario. Los médicos escolares tenían amplias funciones de regulación y control sanitario, no solo de los edificios sino en relación con los certificados médicos; y dictaminaban también el momento de regreso de niños contagiados, además de vacunar y controlar la vacunación (por entonces, antivariólica), y asimismo, redactaban instrucciones a maestros y padres sobre las enfermedades transmisibles (Coni, 1887; Informe, 1892).

Ahora bien, la intención de control no se derivó automáticamente en la posibilidad de llevarla a cabo. Para Capital Federal, el Consejo tenía entonces solo dos médicos para casi treinta mil niños, sin considerar la tarea sanitaria y edilicia. En Córdoba, un decreto de 1896 planteaba la necesidad de que los niños ingresasen con un certificado médico, donde constase al menos su “constitución” (linfática, nerviosa u otras), pero aún en 1911, cuando se reglamentó el Cuerpo Médico Escolar de esa provincia, se dejaba constancia la imposibilidad real de llevar a cabo la inspección escolar (Luque 1980: 155).

Desde 1892, el Cuerpo Médico dejó de depender del DNH para serlo del CNE. La expansión de la educación pública, que implicó la construcción de nuevas escuelas con una visión higiénica,6 también significó un aumento considerable del número de alumnos. Juan P. Ramos, inspector general de las provincias por el CNE, recopiló en su obra las estadísticas anuales donde se destacaba el progreso de la instrucción pública en toda la República (Ramos, 1910). Los mismos censos podían consultarse mensualmente en la publicación oficial del Consejo, que a su vez daba fe de la composición del Cuerpo Médico, el cual no sufrió igual expansión que las escuelas, los maestros y los estudiantes. Entre 1899 y 1902, formaban parte del mismo, un director, el doctor Adolfo Valdez, y nueve médicos más, quienes tenían que observar a todos los escolares porteños que superaban los 500.000, además de desarrollar las otras funciones sanitarias (Di Liscia, 2004).

En 1905, el Cuerpo Médico dio instrucciones muy minuciosas a docentes y directores de las escuelas sobre las características de enfermedades contagiosas infantiles, entre las cuales estaba la viruela (MEC, año XXV, nº Sección Oficial, 1905). Hacia 1915, se señalaba la existencia de médicos escolares en cada uno de los veinte consejos de la Capital Federal, pero sin duda, eran pocos frente a la enorme tarea a desarrollar si se deseaba detectar a aquellos con problemas específicos y no solo a los que cursaban una enfermedad epidémica. Por ello, el servicio exponía las dificultades de su labor por la escasa cantidad de personal médico, que podía hacer fracasar las iniciativas de control de los niños constitucionalmente débiles (MEC, año XXXV, n° 534, 1917).

Cuando ya se había logrado una importante extensión del sistema de educación primaria, el Cuerpo Médico reconoció haber evaluado durante el año a más de 175.000 niños dentro de esa jurisdicción –lo cual implicaba, a pesar de la enormidad de la tarea, menos de la mitad de todos los escolares que concurrían a clase–, otorgando además los certificados correspondientes, y realizando el control sanitario (Informe sobreEducación Común, 1925).7 Muchos de esos documentos burocráticos acreditaban la inmunidad de los niños en relación a la viruela.

Con la intención de mejorar el estado de salud de los escolares, tal como sostiene Camarotta (2016), se implementaron medidas que giraron en torno al denominado “sanitarismo pedagógico”, como las colonias de vacaciones (Di Liscia, 2005; Lionetti, 2014), la aplicación de las nuevas tecnologías y las vacunaciones. Sin embargo, los facultativos del CNE se encontraron con una serie de obstáculos. El analfabetismo sanitario estaba arraigado en los sectores populares, apostado en determinados imaginarios y prácticas de carácter tradicional. Por ejemplo, el rechazo por parte de los padres a la vacunación obligatoria. Hacia esta subjetividad debían avanzar los médicos escolares, transformándose en un pilar para el proyecto nacional enarbolado por la élite dirigente (Cammarota, 2016).

Ahora bien, la vacunación obligatoria, como indicamos, aprobada en 1903, implicó la necesaria extensión tanto de la producción como de la colocación de vacunas, ambas realizadas por el sistema público. Para lo primero, la élite médica de entonces, comandada por José Penna, la amplió a cientos de miles de dosis anuales, a través de placas producidas que ahora dejaron de hacerse en el Conservatorio de Vacuna para pasar al Instituto Bacteriológico, situado en la Capital Federal. Su distribución gratuita se realizó, en primer lugar, a través del correo y del ferrocarril, en el territorio nacional, pero la percepción de su bajo uso y la continuidad de epidemias, fortalecieron la necesidad de utilizar otra estrategia, desplegada a partir de campañas de vacunación.

En el Atlas sanitario argentino, obra demostrativa de los afanes nacionales del DNH, la “Carta de la Campaña Antivariólica”, indicaba una disminución notable de la mortalidad por esa enfermedad. Partiendo de 4.024 decesos en 1911, luego de la expansión de la vacunación, se había llegado a solo 17 en 1914, en una “evolución absolutamente favorable [...] con retirada en derrota a causa de la insistente campaña antivariólica que desde 1906 se mantiene hasta la actualidad”. A pesar de los costos asumidos por el Estado se indicaba elocuentemente, “la vacuna es más barata que la viruela” (Penna & Restagnio, 1916: 519).

Como hemos indicado, la distribución de la vacuna se hizo a través del DNH, que llegó aún con métodos voluntaristas a diferentes rincones de la compleja geografía argentina. Esas políticas sanitarias, denominadas itinerantes, fortalecieron el imaginario de un país moderno y civilizado que buscaba la inmunización, tanto de la población recientemente ingresada del extranjero, como de los pobladores más antiguos y sobre todo, de los niños.8

La reorganización del DNH, con una Sección específica de Profilaxis de viruela, significó un énfasis mayor a ese proyecto con la distribución de placas de vacunas por toda la nación (Penna, 1911). En los Territorios Nacionales, extensas regiones arrebatadas a las comunidades indígenas autónomas, se vacunó en oficinas públicas, fábricas, asilos y por supuesto, en colegios (Álvarez, 1911).

· 2021El mismo personal docente, según el CNE, podía ser un potencial agente de vacunación. Un informe de 1914 habilitaba a maestros y maestras de provincias y territorios donde no hubiera médico o persona legalmente habilitada, para constituirse en vacunadores oficiales, indicando que “El maestro, por su preparación científica, es el mejor para realizar esta difícil operación”. Así, la vacunación (antivariólica) se realizaría por “agentes instruidos”, no solamente a los niños, sino también a sus familias. El docente/la docente era entonces “agente de expansión de toda obra buena y meritoria que esté a su alcance y se pueda realizar sin grandes inconvenientes” (en Di Liscia, 2010: 369).

El MEC apoyó de manera decidida la inmunidad antivariólica, y publicó informes minuciosos de las áreas que realizaban la tarea en el DNH. Como a su vez la publicación llegaba a instituciones educativas de todo el país, la difusión acompañaba la vacunación y retroalimentaba la medida, brin-dando de esta manera información médica oficial a maestros, profesores y directivos. En 1917, el libro de Fernando Álvarez sobre el control de la viruela en Argentina, testimoniaba el avance de la vacunación, y a la vez, hacía hincapié en la seguridad del producto, que no estaba contaminado ni transmitía otras patologías (MEC, 1917, año 35, n° 530).

Pero la enfermedad no desapareció por completo. Incluso con la obligatoriedad y la producción de (ahora) millones de dosis anuales de vacunas entre 1930-1950, sucesivos brotes con casos puntuales aparecieron en las provincias argentinas, llevando la alarma a los funcionarios y también a la población, quien temía esta enfermedad, resabio del pasado (Di Liscia, 2021). El CNE era un brazo importante para apoyar la vacunación, porque a la vez, para ingresar al sistema educativo, se requería desde principios de siglo XX, el certificado de la antivariólica, y desde 1941, también, el de la antidiftérica. Las clases de higiene dirigidas a docentes apuntaban a fortalecer estas medidas preventivas, y en las escuelas, las maestras puesto que se trata de una profesión feminizada– utilizaban seguramente esa formación para convencer a los niños y a sus familias de las ventajas de la vacunación, tornando esa práctica sospechosa, en bienhechora.

En las décadas siguientes, la viruela fue virtualmente eliminada del país, con un descenso notable de casos. Tanto es así que, frente a los nuevos desafíos sanitarios, el primer ministro de salud, Ramón Carrillo, indicó elocuentemente en 1949 que el camino emprendido para Argentina era continuar fortaleciendo la medicina preventiva, e ir más allá de la “guerra sanitaria” contra la viruela para luchar contra otras patologías más preocupantes, como la tuberculosis o la difteria. Para Carrillo, participante de una lógica sanitarista verticalista y popular, la vacunación antivariólica “compulsiva” había provocado ese cambio y debería codificarse con 100 puntos al realizar una comparación entre países, mientras que la no obligatoria implicaría 0 puntos (Carrillo, 1949).

En 1954, una publicación auspiciada por la entonces Dirección de Salud Escolar, dependiente ahora del Ministerio de Educación de la Nación, incorporaba las conclusiones de la Sección de Profilaxis (que formaba parte del Ministerio de Salud) sobre la vacunación antivariólica. Este relato pormenorizado incluía la forma de elaboración del producto y colocación, para dejar en claro su inocuidad en la transmisión de otras enfermedades, con un lenguaje que detallaba los aspectos técnicos de la vacunación; por ejemplo, la forma en que las vacunas se fabricaban, con qué productos se mezclaban, cómo se realizaba la conservación y de qué manera aplicar las agujas y escarificar (Hansen, 1954). No se indicaba si los educadores y las educadoras podían vacunar, pero sí se los incluía como detectores de las enfermedades: el ojo docente debía avistar los signos del sarampión, la rubeola, la escarlatina, la difteria y la viruela, entre otros males, indicándolo al cuerpo médico (Control y Caracterización, 1954). De esa manera, el círculo que entrelazaba enfermedad-contagio-escuela-hogar podía cerrarse más rápido, y así proceder a detectar casos de manera temprana.

Finalmente, y ya frente a la erradicación de la viruela propuesta por la Organización Mundial de la Salud desde 1957, la vinculación entre vacunación-educación no cesó, ya que diversas publicaciones atinentes a este logro universal de la ciencia para vencer a una enfermedad, también se dirigieron a los docentes a través del CNE. En el relato de las diversas campañas que Argentina realizó en los años sesenta, se volvía a detallar la técnica de vacunación, enfatizando eficacia y seguridad. Esa información es prácticamente la misma que se daba años antes, pero ahora se afirmaba que, por fin, “hoy podemos considerar la enfermedad como histórica, al menos como epidémica, ya que se presenta en forma de brotes escasos relegados a regiones fragosas (sic), casi inaccesibles y poco habitadas” (Viruela, 1960: 27).

4. CONCLUSIÓN

La enfermedad se considera erradicada formalmente en nuestro país en 1978, cuando se suspendió la vacunación antivariólica. Pero, ¿cuánto de ese éxito se debe a la inmunización obligatoria y cuánto a la insistencia del magisterio, frente a familias renuentes a introducir dentro de sí un producto extraño? La vacunación formaba parte de la demanda médica hacia una ciudadanía que se consideraba “inculta”, o directamente ignorante. La obligatoriedad impulsó al sistema sanitario a una mayor producción y distribución de vacunas, pero la medida, aunque compulsiva, no podía ser aplicada solo con la fuerza pública. Comenzábamos este escrito recuperando la voz de una maestra que, como tantas otras y otros educadores, contribuyó a difundir los preceptos higiénicos a fin de generar hábitos y comportamientos que permitieran preservar la salud de los y las escolares y, a través de ellos, de sus familias. Esa labor no cesó, fue constante y una premisa de la tarea cotidiana porque se entendía que, para lograr mayor eficacia, se requería de la argumentación y las estrategias generadas por la escuela para que ese poderoso mensaje llegara, a través del alumnado, hacia su parentela. Solo a partir de esas acciones, ese poderoso mensaje podría circular y, finalmente, ser aprehendido por la sociedad en su conjunto. La misión de la escuela traspasaba sus puertas para llegar a la comunidad. A la vez, era en las instituciones educativas donde se solicitaban las certificaciones de vacunación, y en casos de campañas específicas, también se vacunaba y expedía el correspondiente documento. Las maestras, sobre todo, además de su labor docente en pos de la higiene y luego la sanidad, debían también diagnosticar los primeros síntomas de enfermedades infantiles.

Tanto a nivel discursivo como burocrático, la conexión entre las agencias sanitarias y educativas se forjó a principios del siglo XX y se fortaleció posteriormente con, entre otras medidas, el sostén argumentativo de la obligatoriedad de la vacunación. Luego se volcó a otras enfermedades para extender el calendario de vacunación y abarcar, en la actualidad, muchas más vacunas que se colocan a lo largo de la vida del individuo en Argentina (Vacunas, 2012). Finalmente, la particularidad de dónde se inicia el contagio (en el hogar o en la escuela), que aparece en documentos de finales del siglo XIX es aún parte del debate sobre la expansión de una epidemia, tal y como se demuestra en los años 2020-2021 en relación a la asistencia a clase y el SARS-CoV-2. Una vez más, esa mirada hacia el pasado encuentra –más allá de los cambios propios de la dinámica de lo social– sus continuidades. Nuestra labor como educadoras e investigadoras es poder dar cuenta de los acuerdos, las tensiones y las negociaciones que las familias y la institución escolar han mantenido a lo largo del tiempo.

Notas

  • 1 En adelante, MEC.
  • 2 El primer presidente del CNE fue Domingo F. Sarmiento. La Ley n° 1420 de 1884 ubicó al CNE bajo la órbita del Ministerio y le otorgó la dirección y administración de las escuelas primarias y normales de la Capital Federal, colonias y Territorios Nacionales. Contaba con un presidente y cuatro vocales. La Dirección General de Instrucción Pública atendía la enseñanza secundaria y una división que se encargaba de las universidades, estructura que se fue complejizando. Entre 1854-1898, el área a cargo de educación se denominó Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública, y entre 1898-1949, Ministerio de Justicia e Instrucción Pública (Rodríguez, 2017).
  • 3 Para estas cuestiones, ver Belmartino, 2005: Armus, 2007.
  • 4 El término fue un homenaje de Louis Pasteur a Jenner, quien en 1881 bautizó de esta manera a los distintos productos obtenidos a través del laboratorio para prevenir enfermedades como la rabia, el tétanos y otras de alta mortalidad. Para más puntualizaciones, ver Di Liscia, 2021.
  • 5 Sobre el surgimiento y afianzamiento de este sector, ver González Leandri, 2006.
  • 6 Ver al respecto Coni, 1887.
  • 7 Sin embargo, en este afán por una revisión permanente de edificios, escolares y maestros, quedaba fuera la mayoría de la población escolar de las provincias y, sobre todo, de los Territorios Nacionales, que por su situación particular –espacios recientemente poblados y de mayoría de población rural–, estaban además desprovistos de los recursos hospitalarios básicos, ya que dichas instituciones tenían una alta concentración en la Capital Federal y en Buenos Aires. No se señalan informes con datos similares para las provincias ni para los Territorios Nacionales (Ramos, 1910, tomo I: 161-162).
  • 8 En Di Liscia (2010, 2021) hemos abundado respecto a las estadísticas de producción de placas de vacunación y la cantidad de población en los diferentes distritos, así como otra información cuantitativa de relevancia.

FUENTES

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  • Amoretti, A. (1886). Vacuna e inoculación vaccínica [Tesis inaugural, Facultad de Medicina, Universidad de Buenos Aires]. Imprenta de M. Viedma.
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  • Congreso de la Nación (1884, 26 de junio). Ley n° 1420. De educación común. https://recursos-data.buenosaires.gob.ar/ckan2/distritos-escolares/Ley_1420.pdf
  • Coni, E. (1887). Progrès de l’hygiène dans la Republique Argentine. Libraire J. B. Baillière et fils.
  • Control y caracterización de las enfermedades más comunes (1954). Revista de Educación Sanitaria, Año II, n° 5-6, 26-29.
  • El Monitor de Educación Común, serie completa. Repositorio Institucional, Biblioteca del Maestro.
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  • Consejo Nacional de Educación (1892). Informe sobre Educación común de la Capital, Provincias y Territorios Nacionales.
  • Consejo Nacional de Educación (1925). Informe sobre Educación común de la Capital, Provincias y Territorios Nacionales. Talleres Gráficos Caracciolo y Plantié.
  • La Escuela Moderna. Serie elemental de Instrucción primaria. Lecciones cortas sobre moral. (1915). Cabaut y Compañía Editores.
  • Ministerio de Educación de la Nación y Ministerio de Salud de la Nación. (2012). Vacunas: el derecho a la prevención. https://www.msal.gob.ar/images/stories/ryc/graficos/0000000330cnt-vacunas-derecho-prevencion.pdf
  • Penna, J. & Restagnio, A. (1916). Atlas sanitario argentino. Ministerio del Interior.
  • Penna, J. (1911). Reorganización del Departamento Nacional de Higiene. Anales del Departamento Nacional de Higiene, XVIII, 1, enero-febrero, 7-15.
  • Ramos, J. P. (1910). Historia de la instrucción primaria en la República Argentina, 1810-1910. Jacobo Peuser.
  • Viruela (1960). Revista de Sanidad Escolar, Año 4, n° 8, 27-28.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS