Memoria y olvido de una epidemia. Poliomielitis y COVID-19 en Argentina

Karina Inés Ramacciotti
CONICET - Universidad Nacional de Quilmes

Daniela Edelvis Testa
Universidad Nacional Arturo Jauretche

RESUMEN

El artículo es parte de una investigación mayor en curso sobre cuidados sanitarios profesionales durante la pandemia y la post-pandemia de la COVID-19 en Argentina, y analiza algunas dimensiones relativas a la memoria y al olvido de epidemias del pasado. Para ello focaliza en dos epidemias de poliomielitis acontecidas en Argentina en 1953 y 1956, con el objetivo de mostrar aspectos que, de acuerdo a los avances parciales de la investigación mencionada, pueden vincularse con la actual pandemia de la COVID-19. Concluye en la necesidad de examinar los procesos sociales, culturales e históricos que modulan los recuerdos y los olvidos, y las maneras de comprender las epidemias, en tanto representan experiencias de vida y de muerte colectivas, que están entrelazadas con las relaciones políticas del momento.

Palabras clave: Pandemia, Memoria colectiva, Olvido, Política de la salud,Argentina.

MEMORIA Y OLVIDO DE UNA EPIDEMIA. POLIOMIELITIS Y COVID-19 EN ARGENTINA

Ya lo ha dicho un poeta: el olvido está tan lleno de memoria que no caben en él las remembranzas. “En el fondo el olvido es un gran simulacro”, afirma el reconocido autor, Mario Benedetti, “nadie sabe ni puede/aunque quiera/olvidar” (1993: 263). Si bien es sabido que su pluma contribuye a estilizar la memoria colectiva de las dictaduras latinoamericanas, la metáfora del olvido como un lugar que atesora recuerdos –“los atroces y los de maravilla”– es sugerente para los historiadores por varias razones. Por un lado, nos permite pensar el recuerdo y el olvido de las epidemias en la historia en tanto memorias ligadas a sucesos traumáticos y del dolor. Por el otro, establece con claridad que el olvido y el recuerdo se enlazan con los esquivos hilos de la complejidad.

El contexto actual de la pandemia de COVID-19 nos sitúa de cara a la desmemoria, y ha renovado el interés por las interpretaciones de la historia en la búsqueda de encontrar sentidos a las incertidumbres, los desbarajustes cotidianos y las tristezas del presente. El historiador Maximiliano Fiquepron (2020b), intenta comprender el desconcierto manifestado frente a la irrupción del COVID-19 y se pregunta si padecemos de una suerte de “amnesia colectiva” sobre las experiencias epidémicas del pasado. También se pregunta qué será lo que recordaremos cuando esta haya terminado: ¿acaso serán las investigadoras y los investigadores del futuro las y los que rescatarán este tema de un conjunto de archivos arrumbados? O ¿cantarán nuestras nietas y nuestros nietos himnos conmemoratorios frente a algún monumento? Un conjunto de historiadores coincide en que si bien la experiencia de la pandemia dejará huellas, no podemos saber ahora sobre su profundidad y permanencia (Armus, 2021; Ramacciotti, 2020; Testa, 2020).

Que la pandemia de gripe española de 1918-19 sea tal vez la primera en el ranking de las olvidadas –a pesar de que sus víctimas superaron a las de la Primera Guerra Mundial– no evita que otros episodios disruptivos de la salud colectiva hayan quedado en el olvido (Carbonetti & Rivero,2020). Por el contrario, la epidemia de fiebre amarilla de 1871 ocupa un lugar entre las más recordadas. Su presencia en la memoria condensa representaciones trágicas, y es considerada como un hito para recordar el inicio de la historia de la salud pública en la Argentina dadas las instituciones y las obras públicas que se crearon luego de este suceso. No obstante, se solapan otras, como el cólera, la viruela, el dengue y la peste bubónica (Fiquepron, 2020a).

La poliomielitis en Argentina es uno de los ejemplos de “olvido” que ofrece la historia. Considerada como uno de los flagelos más temidos, sus olas epidémicas recorrieron el planeta al menos durante un período de cincuenta años y fue una importante causa de “invalidez” y de muerte en la infancia hasta la llegada de la vacuna en abril de 1955.1

En nuestro país hubo brotes de polio desde 1936 hasta 1984, cuando se registró el último caso. No obstante, el brote de 1956 es el más recordado entre otros que acontecieron a lo largo del siglo. A pesar de haber sido prioridad sanitaria durante la primera mitad del siglo XX, las reminiscencias sobre ella se presentan leves y fragmentadas. Suele conmemorarse en determinadas fechas celebratorias de figuras heroicas vinculadas a la inmunización y al “progreso” de la ciencia, a los “milagros” de la rehabilitación o a testimonios de vida ejemplares. Son menos los recuerdos colectivos sobre sus legados y zozobras, sobre los conflictos entre responsabilidades individuales y colectivas, sobre las distancias entre las intenciones políticas y las acciones finalmente concretadas.

No obstante, el relativo éxito de la inmunización a escala global, el ciclo de la polio aún no se ha cerrado. Su presencia persiste en algunas zonas en forma endémica y la encontramos de manera tangible en las personas que la sobrevivieron y portan en sus cuerpos las secuelas propias de la enfermedad. Son quienes disputan un lugar en la memoria colectiva. Organizaciones de activistas, que se identifican como “sobrevivientes de la polio”, congregadas a partir de la aparición inesperada de efectos pospolio (un conjunto de síntomas musculares, neurológicos, afectivos, cognitivos que aparecen luego de décadas de haber padecido la enfermedad), reclaman al Estado atención socio-sanitaria oportuna y adecuada, y se niegan a quedar en el olvido. Por tanto, a partir de las hipótesis planteadas por el historiador y por el poeta –el primero sostiene que la memoria es una construcción histórica; el segundo que el olvido es un gran simulacro– analizaremos las epidemias de poliomielitis de 1953 y de 1956 con el fin de examinar algunos actores y representaciones que modelaron dichos procesos, que pueden ayudar a construir preguntas sobre la crisis sanitaria del presente.

EL BROTE DE POLIOMIELITIS DE 1953: LAS PERSONAS SE CONTAGIAN, LA POLÍTICA LAS NIEGA

La Argentina sufrió reiterados brotes de polio (también denominada como parálisis infantil o enfermedad de Heine Medin) desde 1906. Entre ese año y 1932 se produjeron 2.680 casos. Entre 1932 y 1942 hubo 2.425 enfermos, proporción que se incrementó durante 1942 y 1943 que llegó a ser de 2.280 casos.2 En el brote de fines de 1942, la actividad sanitaria estuvo signada por la imprevisión, puesto que no existía alojamiento para los pacientes, aparatología para los tratamientos ni personal especializado, por ejemplo, en enfermería y kinesiología.

Estas preocupaciones fueron planteadas en el Plan Analítico de Salud Pública de 1947. En esta obra se delinearon las políticas de salud pública que se implementarían durante el primer gobierno peronista. En la sección de Epidemiología y Endemia se estipuló la urgente necesidad de estudiar y resolver los problemas vinculados a esta enfermedad.3 En el mes de septiembre de 1947, el Congreso Nacional sancionó la Ley n° 13.022, que destinó fondos para combatir las enfermedades infecciosas en todo el país, dispuso la construcción de un hospital de niños en la Capital Federal y la instalación del instituto especializado en Heine Medin.4 El debate parlamentario puso en evidencia la aparición de brotes esporádicos cada vez más agravados que afectaban a lo “más preciado de la sociedad: los niños”. Ricardo Guardo, presidente de la Cámara de Diputados, describió la escasa asistencia existente en la Capital Federal: solo dos salas en el Hospital Muñiz, con 39 camas cada una.5 En 1952, la mencionada ley no se había concretado, el hospital para niños con enfermedades infecciosas permanecía aún sin licitar y el instituto especializado funcionó únicamente como un anexo en el Hospital Muñiz.

Así es que ni las preocupaciones de índole científica ni el interés legislativo por esta enfermedad pudieron evitar las consecuencias del brote de 1953, el más alto registrado en la Argentina hasta esa fecha, que afectó a 2.579 personas.6 La preocupación médica y política respecto de las consecuencias de dicho padecimiento no radicaba tanto en los índices de mortalidad (179 fallecidos), sino en la incapacidad permanente (1316 “inválidos”) para las poblaciones de menor edad, ya que el 71% de los pacientes fueron menores de entre cero y cuatro años.

Las secuelas en los niños atacados por la parálisis infantil son defectos físicos en sus extremidades y en su cuerpo, debido a las lesiones irreparables que sufre el sistema neuromuscular. Dentro de un contexto de expansión del mercado interno y de demanda de mano de obra, la “invalidez” no solo constituía un problema médico, sino también, económico, dado que sustraía fuerza de trabajo al mercado laboral o limitaba su rendimiento. Los enfermos agudos podían llegar a permanecer internados durante seis meses o un año, los graves, de dos a tres años.

En 1936 había sido promulgada la Ley n° 12.317, que legislaba sobre la denuncia obligatoria de las enfermedades contagiosas transmisibles. Esta disposición permitió contar con estadísticas sobre el desarrollo, la intensidad y la localización de las personas afectadas por la polio. Sin embargo, no existió la fiscalización de la evolución posterior de los casos. Algunas familias carentes de recursos económicos desatendían las prescripciones médicas una vez abandonado el nosocomio. El procedimiento de recuperación era prolongado y oneroso. Generalmente era necesario equipar con aparatos ortopédicos, zapatos especiales, sillas de ruedas y bastones. La perseverancia era de vital importancia para evitar deformaciones, dolores crónicos y para lograr condiciones psicofísicas de autonomía (en ese entonces, vinculada principalmente al acceso a la educación y al trabajo).

Si bien en el organismo sanitario había conciencia respecto del incremento del número de casos, se justificó su aparición como parte de una “ola epidémica mundial”. De acuerdo con este argumento, se sostuvo que los índices en la Argentina eran menores que los aparecidos en Estados Unidos. Esta estrategia discursiva liberaba al Estado de toda responsabilidad. En la misma línea, en una conferencia de prensa realizada por el 2 de abril de 1953, el ministro de Salud, Ramón Carrillo, subrayó que los casos de poliomielitis registrados no constituían una epidemia, ya que no se había registrado un caso cada diez mil habitantes. Según él, hasta el 31 de marzo de 1953 había 783 enfermos de polio en todo el país y, si bien reconocía que dicha cifra era mayor que la registrada el año anterior, afirmó que “la epidemia de poliomielitis no existe”. En este comunicado responsabilizó por la “psicosis de la población” a los médicos que, con sus apreciaciones poco certeras, facilitaban la “difusión de rumores infundados”.

Asimismo, el ministro de salud trató de hacer frente a las acusaciones en relación con la falta de tecnología adecuada cuando sostuvo que el Instituto de Heine Medin contaba con 14 pulmotores y que existían camas disponibles para satisfacer todas las demandas de asistencia.7

Algunas investigaciones adjudicaron la diseminación del virus de la polio a la situación geográfica y a los factores climáticos. Otras, a la propagación realizada por las moscas y los mosquitos. Otros estudiosos consideraron que esta enfermedad afectaba con más frecuencia a los individuos pertenecientes a “las clases acomodadas” que a los pertenecientes a los sectores populares. Esta última hipótesis asombró a los profesionales de la salud, que aún le otorgaban un peso significativo a la relación entre las malas condiciones de higiene y la difusión de esta enfermedad. En 1953, estas ideas fueron puestas en duda por Humberto Ruggiero quien, influenciado por los trabajos de un investigador de Estados Unidos de América, comprobó que la polio atacaba por igual a cualquier clase social. Su estudio demostró que, en la Argentina para el brote de 1953, el factor interhumano había sido el principal causal de contagio, dado que fue en las zonas de mayor densidad poblacional donde la enfermedad tuvo mayor difusión.

Además de estos estudios científicos, existían creencias populares en relación con las formas de evitar el contagio. A instancias de ellas, muchos niños concurrían a los lugares públicos con bolsas de alcanfor en sus cuellos, o se pintaban los árboles y los cordones de las veredas con cal. Entre las dudas científicas y las creencias populares también es necesario destacar que, desde la esfera estatal, fueron escasas las menciones informativas respecto de esta enfermedad. El tratamiento en el momento agudo de la parálisis infantil era incierto. La aplicación de estreptomicina no había dado buenos resultados.8 Para las formas asfixiantes se utilizaba el pulmotor o pulmón de acero, pero muchos centros asistenciales no poseían esta tecnología.9 Esto muestra las limitaciones materiales que tenían muchos de ellos a la hora de satisfacer las urgencias sanitarias.

Para evitar la expansión del mal se apeló a medidas de cuarentena, vigilancias, desinfección de ferrocarriles y automóviles, cordones sanitarios en plazas y escuelas, exterminio de insectos, limpieza de espacios públicos, aplicación de gotas nasales, realización de gárgaras; y a los niños se les aconsejaba la ingesta de una o dos pastillas de clorato de potasio por día.

Es decir, a pesar de que existían razones técnicas para lograr un acuerdo político que avanzara en la investigación de determinadas dolencias, los diferentes tiempos e intereses provocaron un alargamiento en la concreción de dichos objetivos. Es en este sentido que puede percibirse la fuerte relación existente entre las enfermedades y la política. Una epidemia tiene connotaciones biológicas, pero también está imbricada en las relaciones políticas y sociales de su tiempo. Su recuerdo o su olvido no es un hecho anecdótico, sino que también está inserto en una red de intereses políticos implícitos en el mismo acto de recordar.

UNA EPIDEMIA MALDITA

Promediando el mes de enero de 1956, el aumento de casos de polio comenzó a preocupar en los hospitales de las ciudades de Buenos Aires y La Plata. Como es frecuente en las etapas iniciales de los ciclos epidémicos, el subsecretario de Asistencia Social y Salud de la Nación de en ese entonces, Francisco Elizalde, afirmaba públicamente que se trataba de un brote “común” y que no había razones para alarmarse.10 Pero, a medida que avanzó el verano, se agravó la situación. A finales de febrero era muy difícil enmascarar la epidemia. El ministro de Salud y Asistencia Social, Francisco Martínez, aceptó la existencia del brote y su mayor gravedad con respecto a la epidemia de 1953; y creó una dirección de Lucha contra la Parálisis Infantil que congregó a los expertos, se recibieron veinte pulmotores desde Uruguay, y se realizó una convocatoria de concursos para médicos y enfermeras (Testa, 2018).

Desde ese momento se dio inicio a un ciclo mediático epidémico claramente politizado que se prolongó hasta mediados del año. Las recorridas de hospitales, realizadas en persona por las máximas autoridades de gobierno, las declaraciones públicas en la prensa y en la radio, las visitas de especialistas extranjeros y la colaboración internacional, sumado a la convocatoria de solidaridad a todos los actores de la sociedad, mantuvieron el tema en el día a día de la prensa. Los dramas humanos de aquellos que sufrían la enfermedad, las actitudes ejemplares de los que colaboraban, así como también otras consideradas de menor nobleza, mantenían la información vigente y dinámica. Campañas malintencionadas que afirmaban la presencia de fiebre amarilla y de peste bubónica, encomiables esfuerzos de asociaciones étnicas o de empresas de todo tipo, donaciones de pulmotores y vuelos sanitarios, renuncias y nombramientos de funcionarios, fueron parte del vértigo noticioso que ocupó portadas y primeras páginas de los periódicos. La difusión de las acciones de gobierno y de la evolución día a día de fallecimientos y nuevos casos denunciados, fue continua.

En ese contexto, la autodenominada Revolución Libertadora (1955-1958) afianzó mecanismos de persecución y censura. El 9 de marzo de 1956, fue publicado en el Boletín Oficial el Decreto de ley n° 4161 que prohibía los símbolos peronistas. Ello incluía todo tipo de imágenes, retratos, fotografías, obras artísticas, expresiones o artículos que remitieran a la doctrina del “régimen depuesto”. La utilización y exhibición en cualquier forma de alguno de ellos sería considerado como “ofensivos al sentimiento democrático” y, por tanto, penalizado con multas, prisión y hasta clausura de establecimientos y disolución de sociedades. El empeño en desmoronar el sistema de símbolos y en dar una connotación negativa al peronismo vio en la presencia de esta dolencia una oportunidad de canalizar sentimientos y atribuir responsabilidades.

Otros actores contribuyeron a reforzar sentidos negativos y a exacerbar el clima dramático de riesgo: el recientemente nombrado monseñor de la ciudad de La Plata (capital de la provincia de Buenos Aires), Antonio Plaza afirmaba en sus homilías que la epidemia era consecuencia de pecados cometidos por el régimen justicialista. Durante los últimos meses del peronismo los vínculos entre el gobierno y la Iglesia Católica se habían tensionado. La Ley de divorcio vincular, la anulación de algunos feriados religiosos y las modificaciones en la instrucción religiosa en las escuelas, entre otras medidas, habían crispado la sensibilidad de los católicos que alimentaron el consenso sobre la necesidad imperiosa de intervenir.

En la misma línea enunciativa el ministro de salud Francisco Martínez declaró los principales núcleos de una narrativa que fue preponderante en la prensa de ahí en adelante: la epidemia como maldición y consecuencia de la desidia del gobierno anterior. En concordancia, el dictador Pedro Eugenio Aramburu emitió un discurso en cadena oficial radiofónica en ocasión del primer semestre de gobierno, en el cual reafirmó esas ideas y anunció, además, la aplicación “masiva” de gammaglobulina, un suero elaborado en base a anticuerpos de personas que habían sufrido la enfermedad que otorgaba protección parcial y temporaria. No obstante su relativa eficacia, esta estrategia se difundió con grandes pompas como un método de inmunización masiva que no fue tal.11

Así pues, el gobierno de facto reconoció la epidemia como una cuestión política y, en consecuencia, instrumentó rápidamente medidas para enfrentar la emergencia sanitaria. En el marco de una estrategia discursiva que buscaba diferenciarse de la anterior gestión de gobierno, dispuso erogaciones de dinero y destinó recursos para demostrar una pretendida efectividad que el gobierno predecesor no había logrado. Para cumplir con estos objetivos, no solo reacondicionó la infraestructura, sino que también capitalizó recursos humanos, técnicos y científicos ya existentes (Zabala y Buschini, 2008).

De acuerdo con esta línea interpretativa queda en evidencia que la intencionalidad de la metáfora politizada de la epidemia de 1956 era justificar y legitimar un acérrimo antiperonismo, a la vez que se intentaba diluir el recuerdo o el registro social del peronismo, ligado a la democratización del bienestar y de la salud, a partir de la contraposición de imágenes de alarma y de temor.

Retomando a Sontag (2005), las metáforas militares aparecieron en 1880 con el descubrimiento de las bacterias. Efectivamente, la utilización de la epidemia de 1956 en el lenguaje político justificaba medidas autoritarias, designaba culpas, nominaba víctimas y aunaba voluntades necesarias para “librar una lucha” de la sociedad en su conjunto. La epidemia era considerada como una invasión, y se designaba como el “azote”, el “flagelo” el “terrible mal”. Las acciones para disminuir su incidencia, transmisión y mortalidad se denominaban “combate”, “lucha”, “cruzada o campaña contra”. Los niños afectados eran referidos como “legión de lisiados”, “víctimas inocentes”, “niños inválidos”. La naturaleza punitiva de la metáfora militar de la epidemia y la identificación del castigo en las “víctimas inocentes” contribuyeron, además, a la estigmatización de aquellos que sufrieron las secuelas de la enfermedad.

Recién en 1957 se produjo la primera experiencia de inmunización masiva con vacuna a virus muerto de Jonas Salk. El resultado fue variado, ya que, si bien algunas voces dan cuenta de un resultado satisfactorio, otras sostienen que provocaba trastornos neurológicos. La vacuna de Albert Sabin con virus atenuado (1963), fue mejor aceptada debido a su practicidad. Su administración era oral, en forma de unas cuantas gotas de un jarabe de sabor agradable y podía ser administrada por personal no especializado (Ramacciotti, 2009).12 La eficacia comprobada de la vacuna Salk, anunciada públicamente el 12 de abril de 1955, y el reconocimiento de los progresos de la rehabilitación como especialidad médica en ámbitos científicos y sociales internacionales, aumentaron el grado de certidumbre con respecto a las posibilidades de controlar y erradicar la enfermedad en un mediano plazo. Sin duda, ambos factores fueron importantes al momento de inscribir el problema en la agenda de gobierno, instrumentar recursos en las esferas técnica y burocrática e imprimir su huella en algunas anotaciones marginales de la historia de la salud y la enfermedad.

REFLEXIONES FINALES

En las epidemias analizadas encontramos negación, reconocimiento, politización, y olvido. Narrativas del riesgo, emociones exacerbadas, medidas higiénicas colectivas, creencias populares y remedios caseros estuvieron al orden del día en una amalgama de racionalidades.

La politización de las epidemias para legitimar acciones por parte de los gobiernos de turno –a través del silencio o la exacerbación– no constituye un hecho que pueda considerarse novedoso en sí mismo. Sin embargo, las epidemias de 1953 y 1956 se destacan por contraste a partir de las estrategias de comunicación adoptadas. Contaban ambos gobiernos con el control de los medios de prensa, uno escogió obrar en silencio, y el otro hizo de la epidemia una de sus principales herramientas simbólicas para legitimar o solapar otras acciones mucho más críticas al momento de conservar algo de consenso ciudadano. Detrás de los discursos públicos se jugaba una contienda que nunca era únicamente sobre la polio, y evidenciaba otras batallas subterráneas que allí se libraban.

El olvido de las epidemias de polio en el relato de las memorias colectivas contribuye a las diversas formas de desvalorización social que aún sufren muchas minorías en las sociedades actuales, entre ellas, las personas con discapacidad. La supuesta invisibilización que los afecta, implica una forma de menosprecio en relación a las contribuciones realizadas por este grupo/colectivo a la sociedad. Aunque es cierto que existen cambios y que gracias a los esfuerzos de militantes y activistas existen miradas de mayor reconocimiento social hacia las personas con discapacidad, lograr su plena afirmación –en todos los planos– es aún una tarea por conquistar. En ese sentido, los sobrevivientes de la polio resignifican el hecho de portar la memoria en el cuerpo y mostrar cuerpos que portan memoria. Son actores que disputan sentidos en la construcción pública de la memoria colectiva de epidemias pasadas que aun duelen y no desean olvidar.

De acuerdo a los avances parciales de la investigación mayor mencionada, lo que sí sabemos es que en los tiempos que corren las palabras secuelas, long covid, postcovid y rehabilitación han cobrado protagonismo: “Quedan bastante deteriorados los pacientes que están en una terapia bastante tiempo”, dice Mariana, enfermera que trabaja en una clínica de rehabilitación privada de la ciudad de Buenos Aires, “quedan sin mover los miembros superiores e inferiores. Es como empezar de nuevo, como un bebé que recién sale, como un pichón cuando nace, que tenés que enseñarle de vuelta todo”.13 Aunque hoy no es posible hablar de forma categórica de las consecuencias temporales o permanentes que pueda dejar la COVID-19 son profusos los estudios en curso sobre el tema y se han identificado una diversidad de posibilidades: daños pulmonares, cardía- cos, renales, hepáticos y de páncreas, trastornos cognitivos y neurológicos y otros de índole psicoafectivos (duelos no resueltos, ansiedad, ataques de pánico, fobias). El hecho de que existan posibles secuelas que puedan afectar capacidades funcionales para desempeñar determinadas actividades profesionales hizo que contraer la enfermedad sea considerado como accidente de trabajo en función de su origen. Ello constituye un factor de importancia de cara al acceso a las prestaciones por “incapacidad laboral” y a cómo será el proceso de clasificación y certificación de las mismas.

Al momento de escribir estas páginas, no podemos asegurar cuál será el diseño de los hilos de la memoria y el olvido. Tampoco qué tonos y qué coros de voces resonarán con sus disonancias y armonías. Cabe preguntarnos si –de manera similar a las epidemias examinadas– serán sobrevivientes postcovid, poetas e historiadores quienes la resguarden del olvido.

Notas

  • 1En la región de las Américas, la Comisión Internacional para la Certificación de la Erradicación de la Poliomielitis refrendó la interrupción de la circulación de poliovirus salvaje en el año 1994. Actualmente, las medidas preventivas se centran en la aplicación de la vacuna. Otras medidas incluyen la sensibilización y captación oportuna de casos, la educación a la población sobre el modo de transmisión y el cumplimiento del esquema de vacunación.
  • 2Ver la nota de Antonio Marque titulada “Enfermedad de Heine Medin”, publicada en La Semana Médica en 1947.
  • 3Plan Analítico de Salud Pública, de la Secretaría de Salud Pública, aparecido en 1947, p. 767.
  • 4Véase la Ley n° 13.022 de 1947.
  • 5Puede leerse en “Reunión 30, 4 de septiembre de 1947” en Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, tomo IV.
  • 6Remítase a la Resolución n° 36.181 del 5 de julio de 1951.
  • 7Esta información se encuentra en “Informó el Ministerio de Salud Pública sobre la verdadera situación sanitaria con respecto al brote de poliomielitis”, en Boletín del Día del año 1953, p. 513.
  • 8Véase “Primer informe de la Comisión de estreptomicina”, en Archivos de la Secretaría de Salud Pública, de 1949, p.79.
  • 9Remítase a “La poliomielitis en Tandil”, aparecido en El Día Médico en 1956, p. 1139.
  • 10Véase la nota “Consideráse sin gravedad el brote de poliomielitis”, publicada en el diario Clarín, el 4 de febrero de 1956.
  • 11Se proveyó en principio a niños entre 6 meses y 4 años de edad de ámbitos cercanos a algún enfermo; luego se inoculó en forma gratuita en fechas programadas bajo receta médica. El 21 de marzo la medida fue portada de varios diarios y luego, temática de Sucesos Argentinos.
  • 12Véase “Symposium Internacional sobre Poliomielitis”, en Día Médico aparecido en 1956.

FUENTES

  • Benedetti, M. (1993). Despistes y franquezas. Seix Barral.
  • Congreso de la Nación. (1947). Reunión 30, 4 de septiembre de 1947. Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, tomo IV, 117.
  • Consideráse sin gravedad el brote de poliomielitis. (1956, 4 de febrero). Clarín, 6. La poliomielitis en Tandil. (1956). El Día Médico, tomo V, 1139.
  • Marque, A. (1947). Enfermedad de Heine Medin. La Semana Médica, no 49, 1537.
  • Ministerio de Salud Pública. (1952). Ley 13.022 de 1947. En Memoria correspondiente al período 1946-1952 (p. 241). Talleres Gráficos.
  • Ministerio de Salud Pública. (1952). Resolución 36.181 del 5 de julio de 1951. En Memoria correspondiente al período 1946-1952 (pp. 312-405). Talleres Gráficos.
  • Ministerio de Salud Pública. (1953). Informó el Ministerio de Salud Pública sobre la verdadera situación sanitaria con respecto al brote de poliomielitis. Boletín del Día, n° 779, 513.
  • Primer informe de la Comisión de estreptomicina. (1949). Archivos de la Secretaría de Salud Pública, n° 1, 79.
  • Ruggiero, H. (1955). Estudio de la epidemia de Heine Medin del año 1953 [Tesis de Doctorado, Universidad de Buenos Aires].
  • Secretaría de Salud Pública. (1947). Plan Analítico de Salud Pública. Talleres Gráficos.
  • Symposium Internacional sobre Poliomielitis. VII Jornadas de la Sociedad Argentina de Pediatría en Embalse Río Tercero. (1956, 16 de abril). Día Médico, tomo XXXI, 763.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

  • Álvarez, A. (2020). La Historia del COVID 19 en tiempos del Un ensayo inconcluso. Pasado Abierto, 11. Coronavirus. https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto/article/view/4215/4258
  • Armus, D. (2021). Elogio de la mascarilla: epidemias, incertidumbres y civilidad sanitaria. En A. Grimson (dir.), Libro abierto del futuro. 1ra. Parte (pp. 4-12). Ministerio de la Nación Argentina.
  • Carbonetti, A. & Rivero D. (2020). Argentina en tiempos de pandemia: la gripe española de 1918-1919. Leer el pasado para comprender el presente. Editorial de la Universidad Nacional de Córdoba.
  • Fiquepron, M. (2020a). Morir en las grandes pestes. Las epidemias de cólera y fiebre amarilla en la Buenos Aires del siglo XIX. Siglo XXI.
  • Fiquepron, M. (2020b). ¿Recordaremos el COVID19?: reflexiones sobre memoria, historia y epidemias. En Porvenir, La cultura en la pospandemia (pp.86-77). B. A. Cultura-Fundación Medifé.
  • Ramacciotti, K. (2009). La política sanitaria del peronismo. Biblos.
  • Ramacciotti, K. (2020). Cuidar en tiempos de pandemia. Descentrada, 2,(4), e126. "https://doi.org/10.24215/25457284e126
  • Sontag, S. (2005). La enfermedad y sus metáfora. El SIDA y sus metáforas. Taurus.
  • Testa, D. (2018). Del alcanfor a la vacuna Sabin. La polio en Argentina. Biblos.
  • Testa, D. (2020). Quando o essencial se faz visível: reflexões sobre a pandemia de Covid19 na Argentina. Tematicas, 55, (28). https://doi.org/10.20396/tematicas.v28i55.14173
  • Zabala, J. & Buschini J. (2008). Representaciones políticas, conocimientos científicos e intervención estatal en la epidemia de poliomielitis de 1955/56 en Argentina [ponencia]. III Taller de Historia Social de la Salud y la Enfermedad en Argentina y América Latina, Santa Rosa, Argentina.