Carina V. Kaplan
Universidad Nacional de Buenos Aires - Universidad Nacional de La Plata - CONICET
RESUMEN
La experiencia escolar inédita que se origina a partir de la pandemia por el virus SARS-CoV-2 nos interpela a una pedagogía del trauma que posibilite la tramitación y reparación del sufrimiento social. En este ensayo esbozo una serie de reflexiones sobre la necesidad de que la escuela se constituya en soporte emocional y funcione como refugio para las infancias y juventudes, habilitando la posibilidad de constitución del lazo social. Los vínculos emocionales en las sociedades modernas refieren a las formas de compromiso que establecen los sujetos entre sí y con su realidad. Muestran el lado más humano de la existencia. Tal como nos recuerda Agnes Heller, sentir significa estar implicado en algo o con alguien. Si aspiramos a construir una sociedad de reciprocidades, ella se crea mediante la educación para el reconocimiento y el respeto mutuos que consiste en: cuidar de sí, hacer algo por sí mismo y ayudar a los demás.
Palabras clave: Afectividad, Sistema educativo, Lazo social, Subjetividad, Cuidado.
En este ensayo esbozo una serie de reflexiones sobre la necesidad de que la escuela se constituya en soporte emocional y funcione como refugio para las infancias y juventudes, habilitando la posibilidad de constitución del lazo social en tiempos atravesados por el sufrimiento social. La noción de soporte se define a partir de conjuntos heterogéneos de elementos, reales o imaginarios, que se despliegan a través de un entramado de vínculos en virtud de los cuales los individuos nos amarramos (Martuccelli, 2007). Esta trama contribuye a contrarrestar los sentimientos de soledad y crea un tejido existencial que da sentido a nuestro mundo. Las relaciones afectivas en las sociedades modernas refieren a las formas de compromiso que establecen los sujetos entre sí y con su realidad. Muestran el lado más humano de la existencia. Tal como nos recuerda Agnes Heller (1999), sentir significa estar implicado en algo o con alguien.
La experiencia escolar inédita que se origina a partir de la pandemia por el virus SARS-CoV-2 nos interpela a una pedagogía del trauma que posibilite la tramitación de narrativas del dolor social. El dolor es una experiencia humana altamente simbólica. El sentir del dolor, es decir el sufrimiento, es consecuencia de una relación afectiva y significante con una situación. La relación con el dolor es siempre una cuestión de significación y de valor. Se entrama en la afectividad, que da la medida de su intensidad y su tonalidad. Se trata de un hecho situacional, aislable en un sujeto que lo padece, pero modelizado por la trama social, cultural, relacional que impregna ese sufrimiento (Le Breton, 1999).
El sufrimiento puede ser interpretado, entonces, como una experiencia comunitaria y que puede ser colectivizado a partir de los relatos biográficos personales. Estar disponible para la escucha y comprender la perspectiva de los demás es una condición de posibilidad para la socialización de los sentires hacia la construcción de soportes socio-psíquicos. El lenguaje y la narración adquieren una importancia fundamental en el proceso de elaboración del padecimiento de los actores de la comunidad educativa.
Educar para la sensibilidad hacia los demás es un imperativo ético pedagógico en sociedades desiguales atravesadas por el sufrimiento individual y colectivo que la pandemia agudizó. Si aspiramos a construir una sociedad de reciprocidades, ella se crea mediante la educación para el respeto mutuo que consiste en: cuidar de sí, hacer algo por sí mismo y ayudar a los demás (Sennet, 2003). La trama vincular estructura subjetividades en el marco de una pedagogía del cuidado.
La mirada del cuidado es el signo más amoroso de la relación pedagógica y funciona como de analizador de la desigual distribución de bienes materiales y simbólicos en cada sociedad y tiempo particular, y de la necesidad de reparación. La sensibilidad hacia sí mismo y hacia los demás ayuda a percibir el padecimiento e involucrarse en procesos de elaboración del dolor social.
Uno de los interrogantes que surge es acerca de cómo educar para tratar a los demás con respeto, y posibilitar que se fabrique el sentimiento de auto respeto cuando el contacto se produce en circunstancias tan desiguales. Es decir, el desafío que interpela a la institución escolar es acerca de cómo contrarrestar el sentimiento de inferioridad que incide en la construcción de lo que Goffman (2009) ha caracterizado como un proceso de fabricación de identidades deterioradas. La construcción de autoestima es un eje vertebrador de la experiencia escolar.
La escuela constituye un territorio simbólico de esperanza en la medida en que allí o desde allí pueden tejerse lazos de solidaridad y reconocimiento mutuo. La institución educativa participa contrarrestando los muros emotivos que nos dividen, nos separan, nos segregan y nos excluyen. Permite atenuar las marcas de la desigualdad durante el proceso de escolarización.
La reciprocidad en el cuidado del otro constituye un elemento central de los procesos educativos que se despliegan en una situación de emergencia sanitaria. La pedagogía del cuidado supone la estructuración emocional de vínculos de confianza y compromiso mutuos. Elias (2000) afirma que la imagen del “nosotros” forma parte de la imagen del “yo” que se pretende construir. La escuela es un escenario privilegiado para la construcción de lazos de pertenencia toda vez que se erige como lugar habitable, sin distinción. Es el espacio simbólico donde prima la promesa de un “nosotros” que rompe con la instantaneidad de la individualización (Kaplan, 2017).
LA EMOCIÓN COMO CATEGORÍA PEDAGÓGICA
El giro afectivo, relativamente reciente y que adquiere fuerza en el campo de la educación, consiste en la confirmación de la inscripción de las emociones como categoría interpretativa para poder acceder al corazón de las prácticas pedagógicas. El lenguaje de las emociones es una gramática fértil para comprender la construcción de vínculos y las vivencias subjetivas de los actores de la comunidad durante la experiencia inédita de escolarización en pandemia, donde se han transformado las ritualidades y las formas de interacción. En la excepcionalidad de la experiencia escolar que nos toca vivir, las coordenadas de espacio y tiempo se resquebraron. Las transformaciones de la vida educativa poseen efectos en la organización socio afectiva que suponen los oficios de docente y estudiante, en lo concerniente a las formas conocidas del cotidiano escolar.
Asumimos que los sentimientos funcionan como organizadores del lazo social. No se trata de sentimientos sueltos ni apriorísticos, sino que es dable pensar que lo que se conforma es una red o estructura emotiva que posibilita producir trama escolar; aún en una escuela sin paredes, aún en procesos de virtualización forzosa de la enseñanza y el aprendizaje, aún en una presencialidad distinta a la habitual. Una cultura afectiva forma un tejido apretado donde cada sentimiento está situado en perspectiva dentro de un conjunto.
No se pueden comprender las experiencias emocionales sin ponerlas en contacto directo con una situación específica y con un entramado, con la forma con la cual una cultura afectiva escolar se mezcla directamente con el tejido social. La experiencia emocional de cada quien de nosotros como seres concretos está imbricada con la realidad emocional de las sociedades en que nacemos y en las que nos toca habitar. Las transformaciones en los modos de vivir modelan nuestra estructura emotiva.
Bajo las consideraciones precedentes, resulta importante puntualizar qué se entiende por las emociones en la vida escolar desde un enfoque sociocultural e histórico. Una perspectiva de análisis sobre la construcción social del orden afectivo escolar debe partir de la premisa de que ninguna de las formas de comportamiento ni las disposiciones para sentir (habitus emotivo) pueden catalogarse como naturales, aunque así se perciban y se vivencien (característico de la dinámica de la naturalización). Las disposiciones para sentir son producto del aprendizaje y se interiorizan bajo la forma del inconsciente social que lleva impreso las marcas de la memoria biográfica y los signos de época.
La emotividad requiere ser interpretada a partir de la interrelación entre lo biológico y lo social en el marco de ciertos patrones culturales e históricos. Los comportamientos sociales y las experiencias emocionales son producto de continuos movimientos inconstantes. De ello se desprende que la estructura emotiva es cambiante y necesita ser anclada en procesos sociohistóricos y culturales más amplios. Las experiencias emocionales y los acontecimientos sociohistóricos se imbrican mutuamente. Para pensar la vida afectiva, es preciso considerar que los procesos de construcción y transformación psicológica y social sólo pueden ser entendidos en conexión; ligando las transformaciones de largo alcance de la estructura social y la estructura emotiva.
A los fines de alcanzar una comprensión profunda de las experiencias escolares nos posicionamos en un horizonte epistemológico bajo el supuesto de que ni las emociones pueden ser abordadas sin tener en cuenta la dimensión estructural material de lo social, ni de que esta última puede ser interpretada si no se pone en juego la producción de la subjetividad. Las emociones son construcciones culturales situadas que tienen una historia. En la medida en que están condicionadas por los contextos sociales, no es posible comprenderlas si no atendemos la perspectiva relacional de los sujetos. Así, el yo siento se complementa con el nosotros y nosotras sentimos, en configuraciones singulares y en los vínculos con los otros. La emoción no es una naturaleza descriptible sin contexto, ni independiente de las interacciones y significados atribuidos por los actores escolares.
Por otro lado, se parte del supuesto de que los individuos en sociedad construimos un conjunto de soportes afectivos, materiales y simbólicos, mediante una red vincular en el contexto social e institucional donde se despliega nuestra experiencia biográfica. Pueden presentarse movilizados conscientemente por el sujeto, o bien de un modo inconsciente como un efecto indirecto. Los soportes simbólicos operan como una protección donde la existencia individual y colectiva se superponen.
Es indudable el carácter constitutivo de los otros (sean personas, símbolos o instituciones) en la producción de toda emotividad. Para autoafirmarse el sujeto precisa de la mirada del otro, pues éste se organiza subjetivamente en la relación interpersonal con otros sujetos, en una relación intercultural y social (Wieviorka, 2009). De allí la importancia de ayudar desde la escuela a tramitar los sentimientos que producen las prácticas de humillación y exclusión para fortalecer la valía social
En términos de Bericat Alastuey, “existe un vínculo necesario entre subjetividad afectiva y situación social objetiva” (2000:152). Es preciso entonces pensar de un modo integral los límites objetivos que marcan de entrada a las y los estudiantes en su experiencia y trayectoria. Partir de sus constricciones o determinaciones estructurales que configuran un sentido de los límites subjetivos, esto es, una suerte de cálculo simbólico anticipado de lo que los actores pueden o no pueden proyectar para la propia trayectoria social y educativa. En virtud de sus condiciones de clase, género, etnia y discapacidad, se limitan y autoexcluyen de aquello que ya están excluidos, o bien se proyectan hacia el éxito que creen les espera. En este proceso de construcción de autoestima o de descrédito, la trama afectiva escolar de aceptación o rechazo juega un papel estructurante.
Por medio de los juicios, las clasificaciones y los veredictos que la institución educativa realiza, cada estudiante va incorporando de un modo inconsciente sus límites y sus posibilidades simbólicas, estableciéndose como efecto simbólico una conciencia de los límites o efecto de destino (Kaplan, 2017). No obstante, instituciones y docentes tienen márgenes de autonomía y creatividad para inclinar el péndulo a favor de la ampliación de las posibilidades simbólicas con miras a subvertir el orden injusto.
Se trata de romper ciertas creencias sociales muy naturalizadas sobre la inevitabilidad de ciertos destinos. Aún bajo la evidencia de la existencia de una multiplicidad de determinantes externos, actúa allí donde los límites objetivos parecen sentenciar al estudiantado y sus familias; contribuyendo en ocasiones a tensionar el sentido de los límites subjetivos, es decir, ayudándolos a no ajustar mecánicamente sus deseos y horizontes futuros a los límites que les son dados y esperables por sus constricciones sociales de origen o de otro tipo.
El orden escolar colabora en la producción de ciertas tramas y prácticas de afectividad (Kaplan, 2018). En un escenario de virtualización forzada y una redefinición de la relación yo-otros en las diversas formas que asume la presencialidad en las instituciones en el proceso de escolarización en pandemia, la escuela puede funcionar como un lugar de encuentro. Ello es así debido a que la escuela opera como una presencia material, pero también, como una presencia simbólica en la constitución del lazo social.
La institución escolar es un lugar, físico y simbólico, donde desde la infancia, y a través de la interacción con compañeras y compañeros y con la autoridad, cada quien va formándose ideas, imágenes y sentimientos acerca de sí mismo y de los demás. Cabe afirmar que “la fabricación cultural de emociones y sentimientos ligados a la valía social nos constituye en nuestro proceso de subjetivación” (Kaplan, 2013: 47). La mirada escolar posee una innegable fuerza simbólica en la constitución de la autoestima ya que las y los estudiantes se miran en ese espejo.
Es preciso posicionarse bajo el supuesto de que los seres humanos estamos constituidos para la vida en compañía de otros (Elias, 1998). Somos seres interdependientes precisamente porque tenemos esa necesidad de entrar en contacto, de comunicarnos, de convivir, de simbolizar y de aprender. Por tanto, resulta relevante generar las condiciones para que la comunidad educativa pueda objetivar sentimientos de duelo, de ruptura de vínculos, de pérdida de soportes afectivos, que marcan los sentidos del proceso de escolarización en el transcurrir de una experiencia traumática. Se trata de transformar los miedos y los sentimientos de pérdida en esperanza, dado que la escuela representa algo del orden de lo vital y de proyección del porvenir.
Los sentimientos de pérdida, miedo y soledad se agudizaron en el contexto de pandemia. Se observa que en esta experiencia de trauma social se expresa una red emotiva que transita desde el miedo frente a la posibilidad de perder las oportunidades académicas que prometían las expectativas subjetivas respecto del ciclo escolar, hasta los miedos frente a la muerte y la enfermedad. La posibilidad de la pérdida de una persona que ocupa un lugar significativo en el entramado de relaciones socioafectivas se convierte en un acontecimiento que faculta la pregunta por la propia vida.
Tengamos en cuenta que el miedo constituye una emoción vertebradora de la condición humana. Aun cuando la posibilidad de sentir miedo sea un rasgo invariable de la naturaleza humana, “la intensidad, el tipo y la estructura de los miedos que laten o arden en el individuo [...] aparecen determinados siempre por la historia y la estructura real de sus relaciones con otros humanos, por la estructura de su sociedad y se transforman con ésta” (Elias, 1987: 528).
Al mismo tiempo, la soledad es un sentimiento vinculado a la falta de contacto. Si las profundas relaciones de dependencia emocional que establecemos en la vida se convierten en una necesidad vital, el sentimiento de soledad que se experimenta en el mundo social suele estar en la base del miedo a no existir para los demás. Al mismo tiempo, la soledad es un sentimiento vinculado a la falta de estima y reconocimiento.
Si las profundas relaciones de dependencia emocional que establecemos en la vida se convierten en una necesidad vital, el sentimiento de soledad suele estar en la base del miedo a no existir en los ojos de los otros. En La soledad de los moribundos, Elias sostiene que “es bastante fútil el intento de descubrir en la vida de una persona un sentido que sea independiente de lo que esa vida significa para otros” (Elias 2009:70). El aislamiento emocional entre los individuos estructura la sensación de que la existencia carece de significación ante la pérdida de vinculaciones afectivas que fundan el apego mutuo en el tejido humano. De allí que experiencia de escolarización en pandemia y en las condiciones de la postpandemia se necesita crear y recrear puentes afectivos que operen como anclajes intersubjetivos.
UNA REFLEXIÓN ABIERTA
Si bien es cierto que nada reemplaza a los vínculos que se generan en las modalidades de la presencialidad, la mirada protectora de la escuela, incluso en la continuidad pedagógica no presencial, simboliza un sostén emocional, un lugar simbólico donde amarrarse subjetivamente. En el particular cruce entre la presencialidad y la no presencialidad, así como de otras múltiples formas de la experiencia escolar que iremos construyendo en lo sucesivo, necesitamos abrazar la idea de reparación simbólica.
Uno de los mayores desafíos con miras hacia la postpandemia es la de avanzar en la producción de condiciones educativas, curriculares y so- cio-afectivas, que contribuyan a revertir las profecías de fracaso que se ciernen, en especial, sobre niñas, niños y jóvenes de sectores sociales des- favorecidos. Para ello, ampliando recursos simbólicos que permitan armar nuevas escenas frente a una realidad compleja de tramitar en soledad, y también, abandonando por fin viejas antinomias entre el contenido acadé- mico y el contenido socializador del proceso de escolarización. Si hay una lección que nos deja esta experiencia inédita es que no se puede escindir lo académico de lo vincular.
Sin afectividad, sin afectación subjetiva, sin movilización emocional, no hay posibilidad de estructurar una trama que promueva los procesos colaborativos y fraternales de enseñanza y aprendizaje. Para ello es preciso reponer una mirada del estudiante que le otorgue valía social. La mirada escolar posee una innegable fuerza simbólica en la constitución de la autoestima ya que las y los estudiantes se miran en esa imagen, y tienden a reconocerse o a negarse. La experiencia intersubjetiva de reconocimiento significa la reivindicación de la identidad, mediante la mirada del otro que produce autoestima.
La mirada social tiene la capacidad de formular juicios de valor (otorga y quita valor) porque se dirige a las raíces inconscientes, en un sentido sociológico, de un sentimiento de identidad que depende de la aprobación de los otros. El reconocimiento, del orden de lo simbólico, implica así la confirmación de la aceptación y el cuidado del otro, tanto en el plano cognitivo académico, como en el socioafectivo.
Esta pandemia nos deja como lección aprendida la necesidad de trabajar colectivamente sobre la afectación subjetiva de los procesos de escolarización. Podemos afirmar que las interacciones escolares se estructuran a través de circuitos afectivos que trazan horizontes de posibilidad. Si aspiramos a construir una sociedad de reciprocidades, ella se crea y recrea mediante la educación para el cuidado socioafectivo en la trama escolar. Se trata de educar para que el sufrimiento del otro nos conmueva y que el otro se movilice por nuestro dolor.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS